UN ESPEJO DE NUESTRA SITUACIÓN

Domingo XIX del Tiempo Ordinario

9 agosto 2020

Mt 14, 22-33

Después que se sació la gente, Jesús apremió a sus discípulos a que subieran a la barca y se le adelantaran a la otra orilla mientras él despedía a la gente. Y después de despedir a la gente subió al monte a solas para orar. Llegada la noche estaba allí solo. Mientras tanto la barca iba ya muy lejos de la tierra, sacudida por las olas, porque el viento era contrario. De madrugada, se les acercó Jesús andando sobre el agua. Los discípulos, viéndole andar sobre el agua, se asustaron y gritaron de miedo, pensando que era un fantasma. Jesús les dijo enseguida: “¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!”. Pedro le contestó: “Señor, si eres tú, mándame ir hacia ti andando sobre el agua”. Él le dijo: “Ven”. Pedro bajó de la barca y echó a andar sobre el agua acercándose a Jesús; pero, al sentir la fuerza del viento, le entró miedo, empezó a hundirse y gritó: “Señor, sálvame”. Enseguida Jesús extendió la mano, lo agarró y le dijo: “¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?”. En cuanto subieron a la barca amainó el viento. Los de la barca se postraron ante él diciendo: “Realmente eres Hijo de Dios”.

UN ESPEJO DE NUESTRA SITUACIÓN

             Para entender este relato escrito en clave simbólica, tal vez sea de ayuda conocer el significado de los elementos que utiliza. El monte representa el lugar del encuentro con Dios. La noche es, a la vez, tiempo de oscuridad y de intimidad. La madrugada es el comienzo del día, el nacimiento de la luz. La barca simboliza al grupo o la comunidad y, en términos más amplios, a toda la humanidad. El mar es símbolo del mal, lugar de fuerzas amenazadoras. La expresión “caminar sobre las aguas”  aparece en el Antiguo Testamento, como una prerrogativa de Yhwh y significaba el poder de Dios sobre el mal. “Yo soy” –parece que así habría que traducir el texto griego, mejor que “soy yo”, donde se pierde el significado real de la expresión es la “traducción” de Yhwh: es el nombre de lo innombrable, en el que Jesús se reconoce.

          Con esos datos, no es difícil apreciar la belleza y la profundidad del relato, en lugar de entenderlo de manera literal como un milagro fantasioso.

        Jesús vive en el “ámbito” de la divinidad, porque sabe que su identidad última no es su yo separado –la persona del carpintero de Nazaret–, sino el “Yo soy” universal, uno con el ser, con Dios…, con todo lo que es. Parece que cuida esa conexión por medio del silencio en la “noche”. Y eso le permite vivir en la luz, caminar sobre el “mar” embravecido y calmar todo oleaje de amenaza.

          Pero eso no es posible solo para Jesús. El propio Pedro camina igualmente…, hasta que es atrapado por el miedo. Al desconectar de quien es, pierde la confianza, aparece la duda y se hunde. La fuente de nuestra confusión y de nuestro sufrimiento es la duda acerca de lo que realmente somos, es decir, la ignorancia básica sobre nuestra verdadera identidad; en lenguaje del evangelio, la “poca fe”.

          El relato se muestra así como un espejo capaz de reflejar nuestra vivencia en todos sus matices: la experiencia del silencio interior y los miedos que nos alborotan, la confianza en lo que es y la duda acerca de lo que somos, la fuerza confiada y el susto que nos hunde.

          El relato concluye con una profesión de fe hacia la que iba dirigida toda esta catequesis: “Realmente eres Hijo de Dios”. La comprensión experiencial nos permite reconocer que esa expresión no es exclusiva de Jesús –por más que él la viviera de una forma consciente y coherente–, sino que nos alcanza a todos. Somos “hijos e hijas de Dios”, es Dios expresándose en las formas o personas en las que nos estamos experimentando.

          Nuestra realidad es una paradoja porque estamos constituidos por un “doble nivel”: nuestra personalidad –el yo particular, separado, lo que creemos que somos cuando nos pensamos– y nuestra identidad –aquello que somos antes de pensarnos o cuando quitamos todo pensamiento, pura consciencia, “Yo soy” sin más añadidos–. Por decirlo brevemente, somos, a la vez, “Jesús” y “Pedro”. La clave de la sabiduría –y quizás el “mensaje” de este relato– es la siguiente: ¿cómo vivirnos como “Pedro” sabiendo que somos “Jesús”?

¿Cómo vivo entre el miedo y la confianza?

ESPIRITUALIDAD Y COMPROMISO

Domingo XVIII del Tiempo Ordinario

2 agosto 2020

Mt 14, 13-21

En aquel tiempo, al enterarse Jesús de la muerte de Juan el Bautista, se marchó de allí en barca, a un sitio tranquilo y apartado. Al saberlo la gente, lo siguió por tierra desde los pueblos. Al desembarcar vio Jesús el gentío, le dio lástima y curó a los enfermos. Como se hizo tarde, se acercaron los discípulos a decirle: “Estamos en despoblado y es muy tarde, despide a la multitud para que vayan a las aldeas y se compren de comer”. Jesús les replicó: “No hace falta que vayan, dadles vosotros de comer”. Ellos le replicaron: “Si aquí no tenemos más que cinco panes y dos peces”. Les dijo: “Traédmelos”. Mandó a la gente que se recostara en la hierba y tomando los cinco panes y los dos peces alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y se los dio a los discípulos; los discípulos se lo dieron a la gente. Comieron todos hasta quedar satisfechos y recogieron doce cestos llenos de sobras. Comieron unos cinco mil hombres, sin contar mujeres y niños.

ESPIRITUALIDAD Y COMPROMISO

    Solo una espiritualidad comprometida –la propia expresión es en realidad una tautología– es espiritualidad. El compromiso, inseparable de la espiritualidad, constituye su test de veracidad. Porque es precisamente en la acción donde se verifica la verdad de lo comprendido. Por lo que, de manera realista, la espiritualidad nos confrontará con la vida cotidiana por medio de cuestionamientos: en lo concreto, ¿a qué me siento movido?, ¿qué quiere vivir a través de mí?, ¿cómo se concreta?, ¿con quiénes?, ¿con qué prioridades?, ¿con qué medios?… Y todo ello, no desde un imperativo moral, sino desde la comprensión que es amor: consciencia de unidad y certeza de no-separación.

    Por eso, junto con aquellas cuestiones, la espiritualidad plantea otra pregunta decisiva: ¿de dónde nace el compromiso? Porque puede surgir de lugares bien diferentes, que condicionarán tanto la forma de vivirlo como los resultados.

       Tuve que aprender por propia experiencia que incluso el compromiso más noblemente intencionado puede nacer de lugares no siempre adecuados: necesidad de reconocimiento y de aprobación, compensación de culpas inconscientes, moralismo voluntarista, baja tolerancia a la frustración que impide aceptar la realidad tal cual es…

       Entrelazados con ellas, me parece descubrir otros dos factores que suelen contaminar la limpieza del compromiso, particularmente en Occidente y en el ámbito religioso, incluso en personas “entregadas”, que actúan con la más noble intención y la mejor voluntad. Me refiero a la idea del mesianismo judeocristiano y a la culpa católica. Ambos elementos han formado parte del imaginario colectivo durante siglos y, a pesar del proceso de secularización y del creciente laicismo, siguen vigentes –aun de manera inconsciente– y condicionan actitudes y comportamientos.

          El “mesianismo” induce a la exigencia de tener que “salvar” el mundo. La culpa, que no permite estar bien mientras otros estén mal, exige un compromiso que “repare” esa situación. No es difícil advertir la facilidad con que el ego puede apropiarse de esa doble idea para fortalecer su “identidad”: un ego salvador y reparador se siente muy consistente.

      Se comprende que el ego, con frecuencia, se apropie del compromiso y lo contamine. Y que, en consecuencia –y tal vez como el signo más evidente de la apropiación–, se pueda dar un sentimiento de “superioridad moral” –no se olvide que el ego vive también de la comparación–, desde el que se juzga y descalifica a quienes son considerados como “no comprometidos”.

        Es indudable que, junto a esas motivaciones, pueden darse otras más “limpias”, como las creencias que insisten en la fraternidad o la fe en un Dios padre de todos. Ambas han sido fuente de compromiso compasivo y solidario, vivido con limpieza y entrega.

      Pero, más allá de las creencias, en la espiritualidad no-dual el compromiso nace de la comprensión de lo que somos: siendo diferentes, compartimos la misma identidad; por lo que, cuando sé mirar en profundidad, veo que todo otro es no-otro de mí.

   Desde esa misma comprensión se advierte que el compromiso genuino se caracteriza por dos rasgos básicos: la entrega y la desapropiación. Se ancla en la certeza vivencial de que los otros son yo y desde ahí se entrega, en una actitud de docilidad a lo que hay que vivir en cada momento.

    Mariá Corbí lo ha expresado con acierto: “La no-dualidad arrastra inevitablemente al interés y servicio a toda criatura; lleva a interesarse por la marcha de la sociedad, de la cultura, del medio y de todo ser viviente y no viviente. La no-dualidad es unidad y la unidad es amor. El verdadero amor no es el sentimiento romántico, ni tiene ninguna conexión con la necesidad. El amor verdadero solo florece en la más completa gratuidad. Quien comprende su verdadera realidad entenderá y sentirá que la realidad del mundo de sus interpretaciones, de sus modelaciones no es otra que la realidad de «eso absoluto». Vivirá en profundidad que el mundo de nuestra dimensión relativa y el de nuestra dimensión absoluta no es una realidad con dos pisos, sino una única realidad que nuestra condición de vivientes necesitados que hablan precisa difractar para poder sobrevivir y cambiar cuando sea necesario o conveniente”[1].

     Decía que el compromiso nace de la comprensión. De hecho, la comprensión es la fuente más honda de la fraternidad. ¿Cómo no sentir como hermanos y hermanas a aquellos con quienes compartimos el mismo centro, es decir, la misma identidad? ¿Cómo no vivir la fraternidad cuando hemos comprendido que somos uno?

¿Desde dónde y cómo vivo el compromiso hacia los otros y hacia la tierra?

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[1] http://cetr.net/razones-para-el-cultivo-intensivo-de-la-gran-cualidad-humana/?lang=es

Semana 26 de julio: PARA COMPRENDERNOS, VIVIR Y AYUDAR A VIVIR (ENTREVISTA)

Entrevista de Bibiana Ripol,
tras la publicación del libro “Psicología transpersonal para la vida cotidiana. Claves y recursos”, Desclée De Brouwer, Bilbao 2020.

“Visto desde el lado «práctico», el libro contiene un conjunto de claves y de recursos para comprendernos, vivir más plenamente y ayudar a vivir”.

“Nuestro modo de ver la realidad será siempre deudor del modo como nos vemos a nosotros mismos”.

“La resistencia genera sufrimiento, la resignación paraliza; la aceptación regala paz y, a la vez, moviliza”.

 

En su libro habla de la importancia de “descorrer el velo”.

Sí, porque todo se ventila en “poder ver” con claridad, es decir, en alcanzar la verdad de lo que somos.

Alcanzar la verdad, una tarea nada fácil…

Comulgo con los sabios presocráticos griegos que entendían la verdad como “aletheia” –ese término lo utilizó ya Parménides en el siglo VI a.C.–, que significa justamente eso: “descorrer el velo” (o “des-ocultar”: letheia = ocultar; a = sin; en latín se convertiría en “lateo” = estar oculto, de donde proviene el término “latente”).

Entonces, “descorrer el velo” ¿significa enseñar a desaprender?

La verdad no es un concepto o una creencia. Tampoco la construimos nosotros. La verdad es una con la realidad, ya está ahí. Lo que nos queda es descubrirla. Pero eso requiere “quitar los velos” que nos impiden verla. Y el mayor velo es la identificación con la mente. Así que sí: necesitamos desaprender tantas cosas –ideas, creencias, maneras de ver y de pensar…– que habíamos dado por “definitivas”. Por eso es tan importante practicar la meditación para aprender a acallar la mente porque, como bien supo ver Krishnamurti, “solo una mente en silencio puede alcanzar la verdad, no una mente que se esfuerza por verla”.

¿Así se “descorre el velo”?

Así es: el velo no se descorre pensando, sino acallando la mente. Ahí puede darse la genuina comprensión, que no es algo mental o puramente conceptual, sino experiencial o vivencial.

¿Qué puede decirse, de entrada, sobre la psicología transpersonal?

La psicología transpersonal es considerada como la “cuarta ola” de la psicología moderna, tras el psicoanálisis, el conductismo y la corriente humanista. Valora e integra las aportaciones anteriores –por ello, algunos autores prefieren hablar de “psicología integral”–, pero da un paso más. Apenas ha cumplido cincuenta años, pero está ya influyendo decisivamente en la comprensión de nosotros mismos y de la realidad.

¿Qué es lo más característico de la psicología transpersonal?

Si la palabra clave de la psicología humanista es “autorrealización”, podría decirse que en la psicología transpersonal la palabra central es “autotranscendencia”. Dicho brevemente: somos más que nuestra mente y más de lo que nuestra mente piensa que somos; más que la persona (“trans-personal”). Somos más que todo aquello que podamos observar; somos Eso que observa (Testigo, Consciencia).

¿Autotranscendencia?

No me extraña el interrogante, porque aquí las palabras ya se quedan cortas. Ese término no quiere significar un yo autosuficiente o inflado, que encontraría en sí mismo su propia “transcendencia”, sino más bien al contrario, es el reconocimiento de que nuestra identidad transciende por completo el yo que pensamos o creemos ser.

Algo de eso había intuido Abraham Maslow.

Así es. En cierto sentido, Maslow hace de puente entre la psicología humanista y la transpersonal. Y lo expresó en una frase iluminadora: “Todo proceso de autorrealización que no se aborta desemboca en un proceso de autotranscendencia”. Cuando no bloqueamos el proceso de autoconocimiento, llegamos a comprender que somos más que el yo separado que la mente piensa que somos.

¿Qué ha supuesto la psicología transpersonal en el intento de comprensión del ser humano?

Tal como lo veo, supone un salto cualitativo en el campo de la psicología y, más ampliamente, en la cultura moderna, porque la “mirada transpersonal” ha transcendido el ámbito de la psicología y colorea cada vez más espacios culturales.

La psicología transpersonal, conectando con las grandes intuiciones de la sabiduría perenne, constituye una herramienta imprescindible para responder adecuadamente a la pregunta decisiva: ¿qué soy yo? Es la primera pregunta porque, como señalara Kant, “el autoconcimiento es el principio de toda sabiduría”. Nuestro modo de ver la realidad será siempre deudor del modo como nos vemos a nosotros mismos. Y me parece que el “modo de ver” adecuado requiere una mirada transpersonal.

Háblenos de las dos dimensiones del ser humano que menciona en el libro: la psicológica y la espiritual

La realidad es paradójica, y el ser humano también lo es. En nuestro caso, eso significa –como afirma la psicología transpersonal– que lo que somos no se agota en la personalidad que tenemos. Nuestra paradoja se halla constituida por dos niveles que podemos designar como “personalidad” –plano psicosomático– e “identidad” –plano profundo o espiritual–. El crecimiento integral de la persona requiere atender ese doble nivel: cuidar lo psicosomático desde la comprensión profunda (o espiritual) de lo que somos, atender la persona en la que nos experimentamos desde la consciencia que somos.

Favorecer el crecimiento integral de la persona: ¿ese es el objetivo que persigue con este libro?

Sí. Visto desde el lado «práctico», el libro contiene un conjunto de claves y de recursos para comprendernos, vivir más plenamente y ayudar a vivir. Es muy difícil vivir con gusto y sentido y resulta prácticamente imposible establecer relaciones constructivas con los otros si no comprendemos qué somos y cómo funcionamos.

Cita a su abuela: “Lo que viene, conviene” ¿Qué nos podría explicar de esta frase tan sabia?

Además de entrañable para mí por haberla recibido de mi abuela, me parece una frase plenamente sabia, en armonía además con lo que han dicho personas sabias de todos los tiempos. Sé que a algunos oídos les resulta extraña…, hasta que se comprende su significado profundo. He tratado de desarrollar ese significado en otro libro publicado en estas fechas: “Vida” (publicado por la editorial «San Pablo»).

Adelantando algo en una sola frase…

La expresión “lo que viene, conviene” no se refiere tanto a los acontecimientos –mucho menos a la justificación o aprobación de los mismos–, sino a la actitud adecuada desde la que vivirlos. No significa que me guste, apruebe o justifique “lo que viene” –la lucidez y el espíritu crítico no se dejan nunca de lado–; significa que la sabiduría requiere alinearse en todo momento con lo real. Una vez alineados o alineadas con ello, brotará la acción adecuada en cada circunstancia.

Y conviene porque…

Cuando le preguntaban eso a mi abuela, ella contestaba: “porque viene”. Bromas aparte, es claro que todo lo que nos duele no le conviene al yo, que exige que las cosas que ocurren respondan a sus expectativas y lleva muy mal la frustración.

Conviene para algo…

Esa es la pregunta adecuada: ¿para qué conviene lo que viene? En un primer plano, la respuesta correcta me parece simple: “No lo sé”. Pero en un plano más profundo, bien puede decirse que conviene para que comprendamos que no somos ese yo separado que puede verse tambaleado por lo que viene, sino la consciencia que no es afectada por nada de lo que nos sucede. En este sentido, “lo que viene” es siempre nuestro maestro: viene para que aprendamos a comprender experiencialmente lo que somos, “Eso” que permanece inafectado, siempre a salvo, más allá de lo que se remueve en nuestro psiquismo. Por decirlo metafóricamente: a los personajes de una película les ocurren infinidad de cosas; a la pantalla, sin embargo, nada de ello le afecta. Con todo, para ver así lo que viene, es preciso que estemos en actitud de aprender, de abrirnos a nuestra verdad más profunda.

Pero no se trata de resignarse…

En absoluto. La aceptación profunda es exactamente lo contrario, tanto a la resistencia inútil como a la resignación. La resistencia genera sufrimiento, la resignación paraliza; la aceptación regala paz y, a la vez, moviliza. Pero no desde el “no” a la vida, sino desde el “sí” lúcido de quien se sabe alineado con ella.

Eso requiere una consciencia abierta…

Exacto; significa pasar de la errónea y nociva “consciencia de separatividad” –la creencia errada de estar separados de la vida es la fuente de todo sufrimiento– a la “consciencia de unidad” con todo y con todos. Somos diferentes, pero somos lo mismo.

Comenta que el secreto de la sabiduría consiste en la aceptación…

Así lo veo. Y eso mismo es lo que encuentro en el testimonio de hombres y mujeres de toda época. Te pongo solo dos muestras: el místico cristiano del siglo XVI, Juan de la Cruz, llegó a escribir: “Me parece que el secreto de la vida consiste simplemente en aceptarla tal cual es”. Y el sabio hindú Nisargadatta, en el siglo XX, afirmaba: “La esencia de la sabiduría es la total aceptación del momento presente”.

También cita, entre otros, a Sócrates y a Nietzsche ¿Qué han aportado ambos a la psicología transpersonal?

Más allá del término “transpersonal”, que es muy reciente, hay una corriente de sabiduría que siempre ha compartido grandes intuiciones: la importancia decisiva de la comprensión experiencial (para Sócrates el único vicio es la ignorancia) y la actitud sabia de alinearse con lo real, de vivir diciendo sí a la vida (Nietzsche).

¿Qué papel juega la meditación en la psicología transpersonal?

La práctica meditativa es el camino para acallar la mente (trans-cenderla) y saborear la verdad (trans-mental o trans-personal) de lo que somos. Ese es el lugar del silencio consciente que se vive en el estado meditativo o contemplativo.

¿Erramos por ignorancia?

Sin ninguna duda. Me vienen de nuevo las palabras de Sócrates: “Solo hay una virtud: la sabiduría; y solo existe un único vicio: la ignorancia”. Cada persona hace en cada momento lo mejor que sabe y puede, teniendo en cuenta su nivel de consciencia y su “mapa” representacional. Tal como escribo en el libro, todas las grandes tradiciones sapienciales afirman que el ser humano se halla constitutivamente orientado hacia el bien.  

¿Cómo ha pasado de una religiosidad teísta a una espiritualidad transreligiosa?

Fue todo un proceso que se dio de manera tan inesperada como evidente para mí. A partir de determinadas experiencias, fui testigo de que caían todas las creencias para quedarme anclado en lo que podría llamar una “espiritualidad sin adjetivos”, una espiritualidad que es sinónimo de profundidad humana y de fraternidad universal. Desde mi perspectiva, las religiones son “mapas”, más o menos acertados; la espiritualidad es el “territorio” compartido.

¿Su espiritualidad está relacionada con Dios?

¿Qué queremos decir con la palabra “Dios”? Si se entiende como un Ente separado, ciertamente no. Pero si con ese término aludimos al fondo último de lo real, a Aquello inefable que transciende todas las formas y que constituye la mismidad última de todo lo que somos –nuestra más profunda identidad, hablando ahora en clave transpersonal y no dual–, la respuesta solo puede ser afirmativa: es “espiritual”, no quien tiene unas determinadas creencias o cumple unas normas concretas, sino quien comprende y vive Eso que somos en profundidad; quien vive, no en estado mental, sino en estado de presencia.

Su libro tiene una vertiente práctica: “claves y recursos para la vida cotidiana”.

Sí; he querido que fuera eminentemente práctico, además de pedagógico. Por eso me pareció adecuado dividirlo en los cuatro capítulos que lo componen: 1) ¿qué es una “persona integrada”?, ¿qué es necesario tener en cuenta para crecer en unificación personal y en relaciones armoniosas?; 2) si estamos bien hechos/as, ¿por qué funcionamos mal?, ¿dónde está el origen de nuestro sufrimiento y qué nos cabe hacer?; 3) ¿cómo llegar a comprender y a ser lo que, paradójicamente, ya somos?; y 4) ¿con qué “herramientas” o prácticas podemos contar para todo ello?

¿Cree que podría ayudar a tantos afectados por la Covid-19? ¿Cómo?

He planteado todo el libro como una herramienta de ayuda, particularmente para quienes se ven más atrapados por el dolor, la incertidumbre, el desconcierto… La ayuda eficaz requiere comprensión experiencial de lo que somos –al comprender, sabemos que lo que realmente somos se halla siempre a salvo: podemos perder lo que tenemos, nunca lo que somos– y requiere, también, vivir un triple cuidado, que puede expresarse en tres palabras, que aluden a su vez a tres tipos de prácticas.

¿Cuáles son esas palabras y esas prácticas?

Las palabras son: acogerse, atender y estar (ser). Y las prácticas que necesitamos para favorecer una vivencia integrada y armoniosa son psico-afectivas, atencionales y expresamente meditativas o contemplativas.

Necesitamos cuidar el amor humilde e incondicional hacia nosotros mismos, educar la capacidad de atender –acallando la mente pensante, que rumia y cavila sin cesar– y saborear el silencio permaneciendo en el “solo estar”, la pura presencia consciente que somos, más allá de la persona en que nos estamos experimentando.

A mi modo de ver, ese triple cuidado garantiza la armonía y la plenitud de la persona.

Ver más detalles del libro: Editorial Desclée De Brouwer.

Para adquirir el libro en Latinoamérica:

Red de distribuidores de Desclée De Brouwer en Latinoamérica

En Argentina, me dicen que se puede conseguir en:
Librería «Ágape» (cuenta con varias sucursales).
Casa central: telf: 011-4571 6001.
Mail: agape@agape-libros.com.ar
www.agape-libros.com.ar.

BUSCAR EL TESORO QUE SOMOS

Domingo XVII del Tiempo Ordinario

26 julio 2020

Mt 13, 44-52

En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: “El Reino de los Cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra, lo vuelve a esconder, y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y lo compra. El Reino de los Cielos se parece también a un comerciante en perlas finas, que al encontrar una de gran valor se va a vender todo lo que tiene y la compra. El Reino de los Cielos se parece también a la red que echan en el mar y recoge toda clase de peces: cuando está llena, la arrastran a la orilla, se sientan, y reúnen los buenos en cestos y los malos los tiran. Lo mismo sucederá al final del tiempo: saldrán los ángeles, separarán a los malos de los buenos y los echarán al horno encendido. Allí será el llanto y el rechinar de dientes. ¿Entendéis bien esto?”. Ellos le contestaron: “Sí”. Él les dijo: “Ya veis, un escriba que entiende del Reino de los Cielos es como un padre de familia que va sacando del arca lo nuevo de lo antiguo”.  

BUSCAR EL TESORO QUE SOMOS

          La metáfora del tesoro escondido u oculto, presente en diferentes tradiciones sapienciales, constituye una invitación a encontrar o descubrir aquello que, aun sin saberlo, anhelamos: lo que realmente somos.

          Y contiene varias indicaciones valiosas: el tesoro está ahí todo el tiempo, se trata simplemente de descubrirlo; no es algo separado de nosotros ni algo de lo que carezcamos, sino justamente aquello que somos; cuando se descubre, todo lo demás empieza a ser visto como algo secundario; y ese descubrimiento se traduce en alegría estable.

          Todo ser humano añora ese tesoro. De hecho, es ese anhelo el que nos mueve, nos hace iniciar la búsqueda y recorrer diferentes caminos, atraídos siempre por su aroma de plenitud. 

          Sin embargo, en esa búsqueda puede suceder de todo: nos despistamos y terminamos enredados; nos conformamos con pequeñas “golosinas” o nos entretenemos con “juguetes”, olvidando el tesoro real; acallamos la voz del anhelo aturdiéndonos con múltiples ruidos; nos decimos a nosotros mismos que el anhelo es inventado y que es necesario ser “prácticos” y no creer en “cuentos” ilusorios…

          Y aun en el mejor de los casos, cuando la búsqueda se apoya en una fuerte determinación, no resulta fácil superar la trampa que nos incita a buscar el tesoro en “algo” fuera, lejos o en el futuro.

          Lo cual me trae a la memoria el relato del ciervo almizclero. Fascinado por un olor exquisito cuya procedencia ignoraba, inició una carrera alocada por atraparlo. Por más que corría, el olor no lo abandonaba, aunque tampoco conseguía descubrir su procedencia. En un salto desafortunado, el ciervo se golpeó en el pecho con una rama puntiaguda, muriendo en el acto. Su pecho abierto guardaba el perfume que equivocadamente había buscado fuera.

          Como el ciervo, no podemos negar el “olor” de la plenitud. Pero nuestra mente, al reducirnos a la “forma” de nuestra persona –al identificarnos con el yo separado–, nos hace creer que la plenitud se halla fuera y ahí empezamos la carrera que no conduce a ninguna parte.

          La parábola nos recuerda: tú –en tu verdadera identidad– eres ya lo que estás buscando. No corras hacia fuera, porque donde tienes que llegar es a ti mismo. Acalla la mente y, si tienes paciencia y perseveras en ello, el silencio te mostrará el tesoro que desde siempre has añorado. Cuando eso ocurra, la búsqueda habrá concluido: has descubierto lo que siempre has sido y que, sin embargo, te permanecía oculto.

¿Cómo vivo la búsqueda? ¿Qué, dónde, cómo busco?