LOGROÑO: Encuentro de fin de semana, 11 – 12 de mayo

CUIDAR Y VIVIR LA ALEGRÍA QUE SOMOS

“La alegría es la señal inequívoca de que la vida triunfa”, escribía el filósofo francés Henri Bergson. Por su parte, el también filósofo, suizo, Alexandre Jollien añade: “¿Qué es la alegría? La adhesión total a la existencia. ¿Y qué es la felicidad? La conjunción de alegría y desapego”.

En el encuentro, nos acercaremos a comprender qué es la alegría y cómo cuidarla, hasta reconocer que somos alegría incondicionada.

Para ello, habrá dos charlas-coloquio (“El debate actual en torno a la alegría y la felicidad” y “Cuidar la alegría”), trabajo personal y prácticas psicoafectivas y meditativas.

 Acordaos de llevar papel y boli.

 

INDICACIONES PRÁCTICAS:

Lugar:
Colegio Marianistas
Ctra. Logroño Puente Madre, 2
Ubicación

Horario:
Sábado 11: de 10:00 a 14:00 hs. y de 16:30 a 19:30 hs.
Domingo 12: de 10:00 a 14:00 hs.

Información e inscripciones:
Ana María de las Heras
Correo electrónico: anamariadelasherasyanguas@gmail.com
Teléfono: 606.825.173

«HIJO DE DIOS»

Domingo de Ramos

24 marzo 2024

Mc 15, 1-39

Apenas se hizo de día, los sumos sacerdotes, con los ancianos, los letrados y el sanedrín en pleno, prepararon la sentencia; y, atando a Jesús, lo llevaron y lo entregaron a Pilato. Pilato le preguntó: “¿Eres tú el rey de los judíos?”. Él respondió: “Tú lo dices”. Y los sumos sacerdotes lo acusaban de muchas cosas. Pilato le preguntó de nuevo: “¿No contestas nada? Mira de cuántas cosas te acusan”. Jesús no contestó nada más; de modo que Pilato estaba muy extrañado. Por la fiesta solía soltarse un preso, el que le pidieran. Estaba en la cárcel un tal Barrabás, con los revoltosos que habían cometido un homicidio en la revuelta. La gente subió y empezó a pedir el indulto de costumbre. Pilato les contestó: “¿Queréis que os suelte al rey de los judíos?”. Pues sabía que los sumos sacerdotes se lo habían entregado por envidia. Pero los sumos sacerdotes soliviantaron a la gente para que pidieran la libertad de Barrabás. Pilato tomó d<e nuevo la palabra y les preguntó: “¿Qué hago con el que llamáis rey de los judíos?”. Ellos gritaron de nuevo: “Crucifícalo”. Pilato les dijo: “Pues ¿qué mal ha hecho?”. Ellos gritaron más fuerte: “Crucifícalo”. Y Pilato, queriendo dar gusto a la gente, les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de azotarlo, lo entregó para que lo crucificaran. Los soldados se lo llevaron al interior del palacio –al pretorio- y reunieron a toda la compañía. Lo vistieron de púrpura, le pusieron una corona de espinas, que habían trenzado, y comenzaron a hacerle el saludo: “¡Salve, rey de los judíos!”. Le golpearon la cabeza con una caña, le escupieron; y, doblando las rodillas, se postraban ante él. Terminada la burla, le quitaron la púrpura y le pusieron su ropa. Y lo sacaron para crucificarlo. Y a uno que pasaba, de vuelta del campo, a Simón de Cirene, el padre de Alejandro y de Rufo, lo forzaron a llevar la cruz. Y llevaron a Jesús al Gólgota (que quiere decir lugar de “La Calavera”), y le ofrecieron vino con mirra; pero él no lo aceptó. Lo crucificaron y se repartieron sus ropas a suerte, para ver lo que se llevaba cada uno. Era media mañana cuando lo crucificaron. En el letrero de la acusación estaba escrito: EL REY DE LOS JUDÍOS. Crucificaron con él a dos bandidos, uno a su derecha y otro a su izquierda. Así se cumplió la Escritura que dice: “Lo consideraron como un malhechor”. Los que pasaban lo injuriaban, meneando la cabeza y diciendo: “¡Anda!, tú que destruías el templo y lo reconstruías en tres días, sálvate a ti mismo bajando de la cruz”. Los sumos sacerdotes se burlaban también de él diciendo: “A otros ha salvado y a sí mismo no se puede salvar. Que el Mesías, el rey de Israel, baje ahora de la cruz, para que lo veamos y creamos”. También los que estaban crucificados con él lo insultaban. Al llegar el mediodía toda la región quedó en tinieblas hasta la media tarde. Y a la media tarde, Jesús clamó con voz potente: “Eloí, Eloí, lamá sabaktaní” (que significa: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?). Algunos de los presentes, al oírlo, decían: “Mira, está llamando a Elías”. Y uno echó a correr y, empapando una esponja en vinagre, la sujetó a una caña, y le daba de beber diciendo: “Dejad, a ver si viene Elías a bajarlo”. Y Jesús, dando un fuerte grito, expiró. El velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo. El centurión, que estaba enfrente, al ver cómo había expirado, dijo: “Realmente este hombre era Hijo de Dios”.

“HIJO DE DIOS”

Marcos -cronológicamente, el primero de los evangelios que ha llegado hasta nosotros- termina el relato de la cruz poniendo en boca de un pagano -no es casual que su texto fuera dirigido a comunidades que provenían del paganismo- la más elevada confesión de fe en Jesús: “Realmente este hombre era Hijo de Dios”.

Para una persona religiosa teísta, no hay título mayor que el de ser “hijo de Dios”. La creencia cristiana lo afirma de Jesús, en el sentido más real de la expresión. Sin embargo, parece claro que su sentido no puede ser sino metafórico. Eran los dioses-héroes griegos quienes concebían hijos y se veían involucrados directamente en los sentimientos y los conflictos humanos. Pero no cabe entender a la divinidad concibiendo hijos, tal como habitualmente se entiende esta palabra.

“Hijo de Dios” es una metáfora -de “Dios”, como de todo aquello que no es objeto, solo puede hablarse metafóricamente- que apunta a nuestra verdad última: todos somos hijos, en cuanto “naciendo” constantemente de la Fuente o el Fondo que es origen de todo lo real. No cabe hablar de un dios separado que entra en el “juego” humano, como si fuera una fuerza más dentro del mismo. Lo que se ha nombrado como “Dios” no puede ser sino lo realmente real, aquello que permanece mientras todo lo demás cambia, el fondo que constituye y sostiene las formas, a la vez que se manifiesta y despliega en ellas.

Sin embargo, es posible otra lectura de la metáfora “Hijo de Dios”, esta vez hecha desde la propia persona de Jesús, a quien el evangelio se la aplica. Decir de él que se vivió como “hijo de Dios” significa que fue transparencia admirable del fondo de lo real, gracias a la consciencia y fidelidad con la que se vivió.

Tal vez se entienda mejor si advertimos con qué frecuencia los humanos somos “hijos” de nuestros miedos, de nuestras necesidades o de nuestra imagen. Son muchas y variadas las apetencias que se mueven en nosotros y que terminan esclavizándonos. Sus cantos de sirena, prometiendo satisfacer nuestros deseos, nos seducen y confunden. Hasta el punto de que olvidamos nuestra realidad de “hijos de Dios” -nuestra verdadera identidad- y vivimos en la creencia que nos reduce a la forma del yo.

“Hijo/hija de Dios” es aquella persona completamente libre, que no reconoce otro “padre” -otro dueño u otra fuerza- que la Fuente que le está haciendo ser en cada momento, la vida una que late en todas las formas. Al comprenderse una con la vida, la persona permite que la vida se exprese a través de ella. Como vida, se sabe siempre a salvo y se vive en docilidad a lo que la vida es en ella. Por todo ello, bien puede decirse que “hijo de Dios” es sinónimo de libertad y, más hondamente aún, de humanidad plena.

ARTIEDA (Navarra): Taller de fin de semana, 26 – 28 de abril

¿CÓMO VIVIR LAS PÉRDIDAS?
Cuando se pierden salud, afectos o dinero

 “La vida es lo que queda del naufragio de nuestros planes”
(Guillermo del Toro, película “La forma del agua”).

Las pérdidas son inevitables. Nos acompañarán a lo largo de toda nuestra existencia, hasta el punto de poder afirmar que existir es aprender a perder. La cuestión decisiva, por tanto, se plantea de este modo: ¿cómo vivirlas? ¿Cómo vivir las pérdidas desde la comprensión, para posibilitar que sean un camino de crecimiento y de liberación? ¿Qué es necesario tener en cuenta? ¿Cómo entenderlas, cómo afrontarlas y cómo gestionarlas?

Según una antigua canción, “tres cosas hay en la vida: salud, dinero y amor”. No iba desencaminada. Porque las pérdidas más dolorosas ocurren en esos tres campos -la salud, los afectos, la economía-. Trabajaremos las pérdidas en cada uno de esos cuatro campos para acertar con el duelo adecuado y, así, con el modo más constructivo de vivirlas.

En esta ocasión, priorizaremos el trabajo personal y el compartir, tratando de poner luz en nuestra experiencia de la enfermedad y la muerte de personas queridas, de las pérdidas afectivas, de nuestra vivencia del dinero y de la crisis y caída de nuestro sistema de creencias.

Aun siendo inevitablemente dolorosas, bien vividas, las pérdidas constituyen el camino para llegar a comprender lo que somos. Porque somos justamente eso que no se puede perder, lo que queda -por seguir con la metáfora de Guillermo del Toro- cuando todo naufraga. Todo lo que se puede perder es solo una forma impermanente, transitoria y fugaz. Lo realmente real se halla siempre a salvo.

Acordaos de llevar papel y boli.

INDICACIONES PRÁCTICAS:

En régimen de silencio.

Lugar:
Casa de Espiritualidad «Santa Ana», ARTIEDA (Navarra),

(a no confundir con Artieda, en la provincia de Zaragoza).

Ubicación  

Horario: Del viernes 26 (19:00 hs) al domingo 28 de abril (15:00 hs).

Precio: 175 € (incluye pensión completa y matrícula).

Información e inscripciones:

Ramón Inda:
Correo electrónico: raindaz24@gmail.com (Al escribirle, facilitar, por favor, teléfono de contacto y ciudad de dónde vienen).
Whatsapp: 605.328.890.

AGITACIÓN

Domingo V de Cuaresma

17 marzo 2024

Jn 12, 20-33

En aquel tiempo, entre los que habían venido a celebrar la Fiesta había algunos gentiles; estos, acercándose a Felipe, el de Betsaida de Galilea, le rogaban: “Señor, quisiéramos ver a Jesús”. Felipe fue a decírselo a Andrés; y Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús. Jesús les contestó: “Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre. Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre le premiará. Ahora mi alma está agitada y, ¿qué diré?: Padre, líbrame de esta hora. Pero si por esto he venido, para esta hora. Padre, glorifica tu nombre”. Entonces vino una voz del cielo: “Lo he glorificado y volveré a glorificarlo”. La gente que estaba allí y lo oyó decía que había sido un trueno; otros decían que le había hablado un ángel. Jesús tomó la palabra y dijo: “Esta voz no ha venido por mí, sino por vosotros. Ahora va a ser juzgado el mundo; ahora el Príncipe de este mundo va a ser echado fuera. Y cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí”. Esto lo decía dando a entender la muerte de que iba a morir.

AGITACIÓN

Nuestro pequeño yo se agita con facilidad. Basta que las cosas no salgan como espera para que, con la frustración, aparezcan inquietud, miedo y enfado. La frustración altera los planes del yo -que vive en la creencia ilusoria de que la realidad debe responder a sus expectativas- y genera, con mayor o menor intensidad, alteración emocional.

Una intensidad que es directamente proporcional al grado de amenaza que nuestra mente adjudica a un acontecimiento determinado. A su vez, esta catalogación mental se halla condicionada por experiencias más o menos traumáticas o, simplemente, dolorosas de nuestro pasado, que nos hacen especialmente sensibles ante determinadas circunstancias.

Encontramos, pues, diferentes factores que pueden explicar la mayor o menor intensidad de la agitación que experimentamos: experiencias dolorosas de nuestro pasado, el modo como funciona nuestra mente y el conjunto de creencias que hemos asumido, nuestra mayor o menor identificación con el yo… Con todo, me parece que, en el origen de la inquietud o angustia, se encuentra aquella creencia que nos hace vernos separados de la vida.

Una vez que nos identificamos con el yo particular -con esta forma concreta en la que nos experimentamos temporalmente-, dando por sentado que estamos separados de la vida, únicamente se puede experimentar miedo y tensión. El yo, además de solo, se sentirá amenazado. Y con razón, ya que, antes o después, será consciente de su propia impermanencia.

La agitación, por tanto, nunca podrá ser superada por el yo. Todos sus intentos no lograrán sino incrementarla, porque solo busca escapar de la situación que lo angustia (“Líbrame de esta hora”). Tampoco puede ser superada por la mente ya que, en última instancia, es esta quien la crea cuando la realidad no se corresponde con sus deseos.

La liberación pasa por superar aquella falsa creencia, reconocer que en nuestra identidad profunda somos vida -jamás podríamos pensarnos separados de ella- y, por tanto, entregar conscientemente “nuestra” vida a la vida. Ahí renunciamos al control, tan enfermizo como ineficaz -en realidad, no controlamos nada-, y se abre camino la paz.

En el relato evangélico, Jesús supera su agitación al tomar distancia de su ego amenazado y expresar: “Glorifica tu nombre”. En lenguaje no teísta, tal expresión podría traducirse por esta otra: “Que la vida sea”.

La comprensión nos permite tomar distancia del propio yo -al caer en la cuenta de que no constituye nuestra identidad-, y esa distancia nos permite liberarnos de su agitación, su agobio y su angustia. Lo que realmente importa no es lo que le suceda a mi yo, sino comprender que soy uno con la vida. Por eso puedo decir: “Que no sea lo que yo quiero, sino lo que la vida quiere”.

VIVIR EN LA LUZ

Domingo IV de Cuaresma

10 marzo 2024

Jn 3, 14-21

En aquel tiempo dijo Jesús a Nicodemo: “Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna. Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no será condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios. Esta es la causa de la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra perversamente detesta la luz, y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios”.

VIVIR EN LA LUZ

Una formación moralista, rígida y perfeccionista puede inducirnos a pensar que vivir en la luz significa ser perfectos, sin lugar para las sombras. Sin embargo, tal actitud, además de inhumana porque exige algo inalcanzable para la persona, provoca justo los efectos contrarios a los que pretendía lograr.

La actitud moralista y perfeccionista produce, entre otros, un doble efecto: por una parte, suele engordar el ego, alimentando el orgullo y la vanidad de quien se cree más “cumplidor” que los demás; por otra, es fuente de tensión y rigidez que fácilmente desemboca en peligrosas y dolorosas tendencias neuróticas.

Tales efectos resultan fáciles de comprender: la sobreexigencia y rigidez fácilmente fracturan a la persona, que compensará su tensión interior cultivando una imagen neurótica de sí misma.

Vivir en la luz no tiene nada que ver con lo que esa formación enseñaba. Significa, por el contrario, vivir en la verdad o, si se prefiere, en la humildad, entendida en el sentido teresiano de “caminar en verdad”.

La humildad permite aceptar la propia verdad con todas sus aristas. Sabe que no hay luz exenta de sombras. Y reconoce que los humanos no estamos llamados a ser “perfectos” -como una mala traducción del evangelio dio a entender-, sino a ser “completos”.

La expresión “vivir en la luz” posee un doble significado: por un lado, significa ser transparentes; por otro, comprender que, en nuestra identidad profunda, sin negar las sombras propias del nivel personal, somos luz. Por lo que vivir en la luz no es otra cosa que vivir la verdad de lo que somos.

Por el contrario, “preferir la tiniebla” significa vivir en la mentira y el engaño -aparentando ser lo que no somos o maquillando aquello que podría dejarnos en mal lugar- o en la ignorancia, desconociendo lo que somos en profundidad.