«VIVIR SIN CULPA»: Entrevista de Susana Acosta, en «La Voz de Galicia»
NADA SE PIERDE
Comentario al evangelio del domingo 2 noviembre 2025
Lc 19, 1-10
En aquel tiempo, entró Jesús en Jericó y atravesaba la ciudad. Un hombre llamado Zaqueo, jefe de publicanos y rico, trataba de distinguir quién era Jesús, pero la gente se lo impedía, porque era bajo de estatura. Corrió más adelante y se subió a una higuera, para verlo, porque tenía que pasar por allí. Jesús, al llegar a aquel sitio, levantó los ojos y dijo: “Zaqueo, baja enseguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa”. Él bajó enseguida, y lo recibió muy contento. Al ver esto, todos murmuraban diciendo: “Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador”. Pero Zaqueo se puso en pie, y dijo al Señor: “Mira, la mitad de mis bienes, Señor, se la doy a los pobres y si de alguno me he aprovechado, le restituiré cuatro veces más”. Jesús le contestó: “Hoy ha sido la salvación de esta casa; también este es hijo de Abrahán. Porque el Hijo del Hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido”.
NADA SE PIERDE
Las religiones teístas parten del presupuesto de que el ser humano necesita ser salvado desde fuera, por un Dios que establece las condiciones. No es raro, por tanto, que la institución religiosa considere que toda aquella persona que no comparte sus creencias esté “perdida” o incluso -como se ha proclamado con frecuencia en el pasado- condenada al “castigo eterno”.
Una creencia de ese tipo se apoya en una antropología esencialmente pesimista -que ve al ser humano como pecador- y una teología fundamentalmente dualista -que se mueve en la cosmovisión premoderna de los “dos pisos” (humano y divino) de la realidad-.
La mirada que nace de esa visión antropológica y teológica habla, dentro de su propia lógica, de buenos y malos, justos y pecadores, salvados y condenados…, de donde se deriva toda una cascada de consecuencias que afectan a la vida cotidiana de las personas.
Pero, ¿y si fuera precisamente aquella visión de base la que tuviera que someterse a crítica? ¿Y si el error consistiera en el dualismo, creado por el modo de funcionar de la mente, que falsea nuestra percepción de lo real?
Más allá de planteamientos míticos que todavía hoy sostienen las religiones teístas, la salvación consiste en llegar a la comprensión de lo que realmente somos. Tal comprensión nos hará ver que nada se pierde -lo que somos en profundidad se halla siempre a salvo- y nos movilizará -como le ocurre a Zaqueo al encontrarse con Jesús- para vivir el amor que brota de ella. Por más que nos cueste verlo, el origen del sufrimiento y del daño que hacemos es la ignorancia; lo que nos “salva” es la comprensión.
Semana 26 de octubre: Para caer en la cuenta…
«VIVIR SIN CULPA» // Entrevista de Aurelio Álvarez Cortez, Revista Tú Mismo
VEMOS LO QUE SOMOS
Comentario al evangelio del domingo 26 octubre 2025
Lc 18, 9-14
En aquel tiempo, dijo Jesús esta parábola por algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos, y despreciaban a los demás: “Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era un fariseo; el otro, un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: «¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo». El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; solo se golpeaba el pecho, diciendo: «¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador». Os digo que este bajó a su casa reconciliado y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido”.
VEMOS LO QUE SOMOS
En la medida en que nos adentramos en el conocimiento de nuestro mundo (anteriormente) oculto o inconsciente, caemos en la cuenta de un hecho singular: lo que nos parece ver en los otros dice más de nosotros mismos que de ellos. El motivo es que, de manera inconsciente, proyectamos fuera lo que se mueve en nuestro interior.
El fariseo que aparece en la sabia parábola de Jesús ve en el publicano aquello que yace reprimido en él mismo. Quien acusa a los demás de ser “ladrones, injustos y adúlteros” desconoce que en su interior habita un pequeño yo igualmente ladrón, injusto y adúltero, incluso aunque nunca llegue a activarse. No lo ve, porque se halla absolutamente identificado con el falso yo -o “yo ideal”- que se empeña en construir.
La construcción de un yo ideal constituye un mecanismo de defensa, con el que buscamos obtener reconocimiento y valoración, incluso justificarnos a nosotros mismos. Pero se hace a un precio muy alto, ya que requiere negar parte de nuestra propia verdad -que queda oculta en la sombra- y nos hace vivir en la apariencia, siempre artificial. El resultado es que, en la práctica, nos aleja, al mismo tiempo, de nosotros mismos -vivimos para la imagen que queremos vender- y de los demás, con quienes nos comparamos constantemente.
Mientras sueña con subir a un pedestal que le obtenga reconocimiento, el yo ideal termina devorando a la persona, al escindirla interiormente, haciendo imposible la experiencia de unificación y armonía. Ahí muestra su verdad la conclusión de la parábola: únicamente la aceptación de nuestra verdad completa -que, bajándonos del pedestal, nos hace humildes y, en consecuencia, humanos- nos permitirá “bajar a casa” reconciliados.





