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Semana 8 de enero: EVANGELIO Y CULTURA
¿QUÉ PUEDE APORTAR HOY EL MENSAJE DEL EVANGELIO
EN NUESTRA CULTURA Y SOCIEDAD?
Santiago Villamayor. Comunidad Almofuentes de Zaragoza.
Zaragoza, 15 de abril de 2016.
RESUMEN
La sociedad y la cultura actuales están determinadas por el avance tecnocientífico y la tensión entre el mercantilismo y los valores democráticos. La insólita propuesta de Jesús no se orienta tanto a una salvación religiosa y específica cuanto a un proyecto supra ético universal basado en una civilidad de amor desbordante que empieza por los más débiles. Esa es su trascendencia y su divinidad enterrada.
INTRODUCCIÓN
Si preguntamos hoy a una persona cualquiera qué quiere hacer de su vida no responderá evidentemente que “ha sido creada para alabar hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor y mediante esto salvar su ánima” ni tampoco “cambiar el sistema mediante la propiedad colectiva de los medios de producción…” sino que a lo mejor dirá “vivir feliz, no hacer daño a nadie y sentirse protegido, creyendo que “hay algo” superior que explica todo.
A la par, si para nosotros Jesús de Nazaret representa el mejor valor para una vida digna, hemos de interpretar los relatos que nos hablan de él no al modo judío de la Palestina del siglo I, ni tampoco al modo de las religiones que ya nos dicen poco, tampoco al modo revolucionario ya bastante decaído y mucho menos al modo instrumental de esta sociedad. Debemos responder a la tercera respuesta: El evangelio hay que leerlo desde lo universal mejor de esa persona común y que es también el mismo fondo de Jesús de Nazaret y que todo el mundo intuye desde una mirada sincera.
En los últimos años muchos “católicos” nos hemos caído del guindo de la religión. La Biblia como Palabra de Dios absoluta y exclusiva, el Misterio de la Salvación, esa secuencia temporal: creación-pecado-encarnación-redención-resurrección-vida eterna no nos dicen nada si no es como una gran metáfora. Hemos “deconstruído” nuestras creencias, experimentamos un terremoto devastador que nos ha provocado primero desconcierto, luego alivio y finalmente renacido ánimo
Este artículo no tiene espacio más que para unos rasgos intuitivos de este tránsito de la religión a un supraética del amor. No pretendemos demostrar ni argumentar una nueva teología. Queremos de verdad y deseamos vuestra corrección para remontarnos a ese significado más auténtico de Jesús de Nazaret.
Y ahora, dos observaciones previas. La primera que la sociedad y la cultura actual, a pesar de su globalidad y acelerada uniformidad, no son homogéneas. Nosotros nos situamos en el contexto occidental postmoderno. La segunda es que en los mensajes concretos de Jesús no cabe una única interpretación. Nosotros prescindimos de la lectura literal y exclusiva de la Biblia, asumimos las voces de las ciencias y las filosofías críticas y desmontamos muchas teologías a la búsqueda del “paradigma evangélico”
1. LA SOCIEDAD Y LA CULTURA ACTUAL
El mundo es un pañuelo, decíamos ayer, y hoy más bien lo comparamos con una manta de inmigrante, extendida en las calles de moda y cogida por cuatro cuerdas para salir corriendo. Vivimos en una manta global llena de opresiones, en un mundo desigual, fragmentado, contradictorio, líquido y gaseoso, posesivo y evasivo en paraísos fiscales y telemáticos, ansioso y carroñero, post religioso y fundamentalista, “low-cost“, “desigual” e “Inditex-ado” por el pensamiento único. Vivimos con el 99% sumergido en las aguas gélidas del mercado y el desafecto.
Cuando nos preguntamos por esta sociedad tratando de decir qué puede aportar el evangelio, nuestra primera respuesta es que queremos mirarla con los ojos del mantero, desde los pies en la calle, ojo avizor al que nos persigue y expulsa de ella. La mirada de Jesús es de abajo arriba y tan abierta que no niega lo que parece imposible
Y esta mirada fue el detonante de una conversión iniciada en la Teología de la liberación. Allá por los años 60 y 70, cuando el Vaticano II, cuando los mártires de Latinoamérica y el Mayo del 68. También cuando se asomó la Teología de la secularización tras la muerte de Dios en Auschwitz y su posterior resurrección en la protesta colectiva contra las barbaries.
La segunda gran conmoción en nuestra lectura del evangelio la estamos experimentando desde hace cinco o diez años. Está en sus comienzos y va a provocar una convulsión de enormes repercusiones no solo en el cristianismo. Muchos llaman a esta revolución “cambio de paradigma” o de paradigmas, una mutación de los presupuestos de nuestra interpretación del mundo y consiguientemente de nuestro yo, de la fe y de Dios.
El primer y básico rasgo de este paradigma es la apertura a la ciencia. Su avance espectacular y sobre todo su divulgación han colocado las creencias como símbolos detrás de las explicaciones plausibles (o admisibles por los procedimientos de investigación). Ya no son la primera verdad. Asumimos la teoría de la evolución, la revolución genética, las teorías de la relatividad y cuántica, los avances de las neurociencias y la informática y sus prolongaciones cibernéticas. También las filosofías críticas de Marx, Nietzsche, Wittgenstein, etc. y otras sociologías de la contestación.
Pero sobre todo entendemos el conocimiento de otra manera. No hay verdades absolutas ni procedimientos concluyentes. La incertidumbre, la subjetividad y el azar son constitutivos de todo conocimiento. Somos nosotros los que configuramos los dígitos que describen la realidad, nosotros ponemos las reglas para la ciencia, nosotros creamos al Dios que nos crea. La Biblia es otra creación de nuestra bella y buena razón y el “mensaje evangélico” la mejor explicitación de la bondad que emerge en nuestra conciencia personal y social.
El nuevo paradigma epistemológico sitúa a las religiones en el ámbito de la moralidad (léase libertad en acción); en el ámbito concreto de la esperanza, del postulado, del ojalá. No en el de la explicación o la verdad. Cuando no encontramos respuesta a una pregunta ésta permanece abierta como dinamismo. Por eso cuando no podemos razonar más se produce un cambio cualitativo. Al final de la razón, cuando ésta hace agua, entonces, en su desazón, rompe aguas de esperanza. Alumbra un mundo de simbolismos, de anhelos profundos y buenas voluntades, de interiores compartidos, una ropa interior del amor que cura el mundo en un abrazo de solidaridad utópica.
No mezclemos la explicación de la naturaleza, con la comprensión de lo humano y la simbolización de la esperanza. Durante milenios se ha confundido la metáfora con la verdad y con el deber. Hasta ahora la fe tenía siempre razón, ahora es la ciencia la que va a misa. Si hay contradicción debe resolverse según los procedimientos críticos de la ciencia y la inagotable metamorfosis de las creencias que encantan pero no dicen. No puede haber riña entre ciencia y fe.
La convivencia con otras religiones ha puesto frente a nosotros como en un espejo muchos de nuestros símbolos y prácticas. Nos hemos contemplado desde fuera y eso nos ha dado una imagen extraña y nos ha conducido a la relatividad. En cierto sentido todas las religiones se parecen y hacen cosas raras. Su valoración ya no puede venir de la fuerza de su pretendida inspiración divina sino por la respuesta a las necesidades y derechos humanos. Con Kant podríamos decir: Cree y obra de tal manera que tu fe pueda ser tenida como válida por toda la humanidad.
La experiencia religiosa “tremenda y fascinante” de otro tiempo, construida sobre el desdoblamiento del mundo, cede hoy el relevo a una vivencia más secular del amor incondicional en un contexto de ciudadanía y construcción personal. El mundo de lo sobrenatural se abre no en el más allá sino en la actitud de gratuidad. Podemos ser ateos, agnósticos o teístas. Pero no podemos dejar de amar. El mundo sobrenatural es la inagotable capacidad de amar de la libertad. Solo en el amor merece la pena creer (1Cor, 13).
2. APORTACIÓN DEL MENSAJE EVANGÉLICO
Jesús no creó ninguna religión, ninguna política o moral específicas. Solo exageró el amor hasta lo insólito: perdonar y amar también al que te hace daño, poner la otra mejilla. Esto no es exclusivo del cristiano, felizmente es de todos, pero sí que en un momento de la historia fue ’inventado’, revelado o activado por una persona de la que luego muchos hemos hecho un Cristo. Lo hemos universalizado en un paradigma de buen amor, de buen vivir. De este hilo hemos bebido todos lo humanismos.
Los nuevos paradigmas recuperan esta memoria del Jesús “enteramente para los demás” (P.Tillich), “humano como solo un dios puede serlo” (L. Boff) que nos descubrían las teologías de la secularización y de la liberación allá por los años 1960. Ambas nos llaman no a la religión sino a esa supra ética de la desmesura y de la autonomía benevolente: “Aunque no hubiera cielo yo te amara”.
El “buen cristiano” es hoy el buen ciudadano que responde al consenso de la reciprocidad con la misma altura de miras con que le gustaría respondieran todos. Pero que además en algunos casos y según cada persona, y solo desde una auto-invitación libérrima, se anima a sobredimensionar su civilidad con la donación de su vida. Tres peldaños de una ética cívica abierta a una trascendencia desde abajo: ciudadanía, fraternidad, donación.
Los bellos relatos, el cine, el arte, la poesía, las utopías sociales y algunas prácticas políticas, religiosas y comunitarias son extremadamente valiosas para animar y construir esta nueva sociedad y persona que todos queremos. Pero ese rellano final desde el que levantamos el vuelo suena a Jesús de Nazaret. A ese modo de vida, a esa actitud de ponerse en el lugar del menos favorecido, de responder incondicionalmente a la compasión.
Evangelizar hoy es extender este movimiento universal por la justicia y la felicidad con todas las instituciones mundiales y movimientos alternativos. Esa es la nueva iglesia, la convergencia de todas las gentes por la dignidad humana. Eso hizo y quiso Jesús. Su “Reino” es hoy este “impulso de dignidad universal”, inexplicable, que gime dentro de cada persona, del planeta y de cada acción colectiva. Ya ha concluido el tiempo de hacer nuestra Iglesia, de definir nuestro Dios, de defender nuestra Salvación. Es hora de construir una convención mundial por la justicia, una internacional de la esperanza.
Nos agruparemos en comunidades humanas de base, grupos de significación plural del desinterés, del amor, de la libertad. Será labor de estos grupos de esperanza llamar al optimismo radical del ser, a trabajar por la igualdad en libertad, a fomentar significados, desenmascarar el sistema único, disolver el lenguaje monolítico de las religiones y de las ideologías y denunciar los reavivamientos ilusorios y fundamentalistas. Tan difícil es para la persona religiosa dejar de remitirse a un mundo sobrenatural como para el materialista elevarse a significados no inmediatos.
Los próximos retos de este nuevo cristianismo serán la formación y el vigor de la esperanza en la sociedad civil. Propiciar las funciones simbólicas y formativas que hoy por hoy la sociedad civil no acaba de darse para elevar su moralidad. Vigorizar la esperanza: no es lo mismo moverse por certezas cerradas que por metáforas; lo primero da pie a pautas de entrega fuertes pero con orejeras, lo segundo responde a la gratuidad de la libertad. Las parroquias, cafés, foros y tertulias u otros lugares comunitarios deben ser, para todos los credos y pensamientos, lugares de acción y crítica social, de cuidados mutuos, zonas verdes frente al mercantilismo y zonas azules para la serenidad.
Semana 8 de enero: VER
«El ojo con el cual veo a Dios
es el mismo ojo con el que Él me ve»
(Angelus Silesius).
Al filo de un comentario de Enrique Martínez Lozano.
Poseer cosas y ser dichoso
define la religión de nuestro tiempo.
Y, sin embargo, la felicidad se ciega ante tanto cachivache.
De la insatisfacción como motivo solo se escapa
desarrollando nuestro talento para ver.
Y para ver no necesitamos instrumentos,
ni ideas invariablemente fabricadas por otros,
menos aún creencias o increencias.
Nada de ello sirve,
porque lo relevante siempre ha sido
averiguar el doble enigma primigenio:
quiénes somos, qué nos sostiene.
No nos desalentemos,
ante el Oráculo siempre se nos dará
la pista definitiva:
si no experimentemos dicha, no hemos visto.
Luis Miguel URIARTE, Hebras de aire, Monte Carmelo, Burgos 2016, p.52.
Semana 1 de enero: ANTE 2017
Vivir en la sabiduría de la no-dualidad
En contra de lo que nos dice nuestra mente –y el sentido común-, hoy ya sabemos que el tiempo no es la “línea” estable sobre la que discurre la existencia, sino una dimensión más –junto con el espacio, del que es inseparable- del mundo de lo manifiesto. Este es el nivel aparente, el mundo de las formas y del movimiento.
Por “debajo” de él, o mejor, en su “núcleo”, late lo realmente real, aquello que constituye la identidad última de todo lo que es y somos. Y Eso es quietud.
Pero movimiento y quietud no son realidades opuestas o contrarias, sino las dos caras en que se manifiesta lo Real. Como enseña el Tao te King, “el Ser nace en el No-Ser”; o “el Tao es un vacío insondable y está en movimiento incesante que jamás se agota”. La quietud aparece como movimiento, el vacío como forma, la nada como objetos… Y nosotros mismos podemos experimentar la no-contradicción: al silenciar la mente, experimentamos, a la vez, la quietud que somos y el incesante movimiento que se da en nuestro cuerpo.
A esa unidad en la diferencia la llamamos no-dualidad. Y en eso consiste la sabiduría: en vivir la realidad de las formas (el movimiento) desde lo realmente real (la quietud), vivir “lo que tenemos” desde “lo que somos”, vivir el tiempo (en el tiempo) desde la atemporalidad (presencia).
Lo cual requiere conocer quiénes somos y permanecer en conexión con ello. Somos quietud en medio de las formas. Y cuanto más nos atrevemos a vivirlo, más descubrimos su verdad.
Ánclate en la quietud que eres. Cuando aparezca cualquier tipo de inquietud, reconoce que es solo un movimiento en la superficie que no afecta a tu identidad. Como dice Pema Chödrön, “tú eres el cielo, todo lo demás es el clima”. El cielo no se ve afectado por las nubes que aparecen en él. Si la inquietud nos posee y nos arrastra, se debe solo a la ignorancia acerca de quienes somos.
La comprensión de nuestra identidad conduce a la aceptación, y en la aceptación encontramos la paz. Aceptar significa alinearse con lo real y fluir con la corriente de la vida.
Aceptar, por tanto, es lo opuesto a resistir –la resistencia es el arma que tiene el ego para autoafirmarse, aun a costa de generar sufrimiento inútil-, pero es también lo opuesto a resignarse o claudicar.
Alineados con lo real, de nosotros brotará la acción adecuada en cada caso. Visto desde la mente, podría decirse que nos responsabilizamos del mundo de las formas. En realidad, aceptación y responsabilidad vienen unidas en el mismo movimiento en el que nos introduce la sabiduría de la vida. Porque, tanto al aceptar como al responsabilizarte, lo haces en la consciencia de ser uno con ella.
Y precisamente por eso –por saber que eres uno con la vida-, te acompaña siempre la confianza. Porque tu acción no busca un resultado determinado. Porque, en último término, no eres tú el hacedor, sino solo el cauce por el que la propia vida fluye. Es lo que expresaba admirablemente, en un lenguaje teísta, Ignacio de Loyola, en la conocida “paradoja ignaciana”: “Actúa como si todo dependiera de ti, confía como si todo dependiera de Dios”. Es admirable precisamente porque se asienta, consciente o inconscientemente, en la sabiduría de la no-dualidad.
Sabiduría que podría formularse de este modo: “Vive como si todo dependiera de ti; y confía como si nada dependiera de ti”. Responsabilidad y confianza, compromiso decidido y desapropiación completa: es el camino de la gratuidad, que nace de la comprensión. Tal paradoja, que para la mente suena a contradicción irresoluble, contiene la más exquisita sabiduría vital. Pero solo puede ser vivida plenamente en la medida en que salimos de la ignorancia que nos hacía reducirnos al “yo” y permanecemos en conexión con nuestra verdadera identidad. La misma comprensión-vivencia de que somos Vida hará todo lo demás.
Semana 1 de enero: LA ESPOSA PRESTADA
Cuando me despierto de un profundo sueño es como si naciera de nuevo. Arranco a la vida en la mañana y eso a veces me genera pesadumbres. Se agolpan las preocupaciones, responsabilidades, miedos sobre el futuro. Y sobre todo la pregunta: ¿Quién soy yo?
Leo en un libro de Sri Nisargadatta Maharaj, uno de los sabios orientales más profundos, el siguiente diálogo:
Maestro: ¿Qué conocimiento quiere usted?
Discípulo: Mi verdadero “Sí mismo”.
M: Mientras piense que el cuerpo es usted, usted no obtendrá el verdadero conocimiento. En marathi hay una frase: “la esposa prestada”, la que tiene que ser devuelta. De modo semejante, este cuerpo es una cosa prestada, usted tiene que devolverlo. Esta identidad con el cuerpo tiene que partir.
D: ¿Cómo va uno a lograr deshacerse de esta identificación?
M: Pruebe a investigar los estados de sueño profundo y de vigilia. Estos están sujetos al tiempo. Sin la experiencia de los estados de vigilia y de sueño, pruebe a explicar lo que usted es.
D: Entonces yo soy sin palabras.
M: ¿Está usted seguro? Los Vedas también dijeron: “Esto no es, eso no es”, y finalmente guardaron silencio, pues Ello es más allá de las palabras.
Hay un trasfondo de todas las religiones, al que no solemos hacer caso, porque nos quedamos en la hojarasca, las normas, sus formas y dogmas más o menos impuestos.
Y es que yo no soy el que me veo en el espejo.
De niños no había dualidad, no habíamos perdido la conexión. Fuimos creciendo y nos convencimos de que ese tipo reflejado, fulanito de tal, era yo, aunque el espejo me daba mi revés. Luego me hice mayor y seguí pensando que aquel señor con su carrera u oficio, sus apellidos, incluso sus canas o arrugas que iban apareciendo, era yo.
Si miro al mirar, si cierro los ojos, salto al vacío que hay detrás, descubro que soy sin límites, vacuidad, silencio, parte del infinito: un ser divino.
Pero prefiero identificarme con el espejismo; aunque sea mortal, me parece más seguro.
Hay un pasaje poco conocido en El Corán sobre uno que camina en el desierto y ve algo que le atrae, quizás una fuente con palmeras. Corre hacia ello para atraparlo y no hay nada; justo entonces encuentra a Dios.
Solo la nada es algo.
Un agua que no es agua y no quita la sed, como la de la samaritana. “Gracias al hueco puede usarse la copa” (Tao).
El “negarse” que enseña Jesús en el evangelio es caer en la cuenta de que este yo del espejo no es mi yo; es un espejismo. “Yo soy” detrás del yo; yo soy la vida eterna. Hay que soltar la “esposa prestada”, despertar al yo que hay detrás del yo. Parece que te quedas desnudo. Pero se esfuman los miedos y las angustias del espacio-tiempo. Rompe tu espejo; detrás vive la verdad infinita.
Pedro Miguel LAMET, Revista 21, julio 2016, p.53.
Semana 25 de diciembre: NAVIDAD, NACER DE NUEVO
El autor del cuarto evangelio pone en boca de Jesús estas palabras: “El que no nazca de nuevo no puede ver el Reino de Dios” (Jn 3,3). En un lenguaje más comprensible para nosotros –universal, no religioso- podría traducirse de este modo: “Si no desaprendes todo lo aprendido no podrás conocer quién eres”.
“Desaprender” significa soltar lo aprendido: ideas, creencias o hábitos. Porque mientras permanezcamos aferrados a todo ello, seguiremos anclados en el pasado y reducidos a la mente. Dicho con otras palabras: la adhesión a las creencias nos mantiene enjaulados en la mente –a la que hemos absolutizado- y reducidos a ella. Y dado que la mente es pasado, porque pensar es volver al pasado –guardado en la memoria- para, desde ahí, leer el presente, si nos quedamos en ella, estaremos cerrados a la vida, ignorantes de quienes realmente somos.
En síntesis, no es posible reducirse a la mente y abrirse a la verdad. Porque la mente –preciosa herramienta para manejarnos en el mundo de los objetos e incluso para desarrollar la razón crítica- es incapaz de acceder a la verdad, así como a todo aquello que no es objeto. La mente no nos dice cómo es la realidad; lo que nos ofrece es únicamente la interpretación que ella hace de lo real. No solo eso: lo único que la mente percibe es el nivel aparente o manifiesto. Por todo ello, reducirse a la mente –a las creencias, de cualquier tipo que sean- es el modo más eficaz de quedarse encerrados en el error. No hay duda: desde la mente es imposible “nacer de nuevo”.
Por su parte, la polisémica expresión “Reino de Dios” apunta a aquello que constituye nuestra verdadera identidad. De ahí que el propio Jesús afirmara que “el reino de Dios está dentro de vosotros” (Lc 17,21). En contra de lo que la mente percibe, lo que somos no es nada que podamos nombrar ni pensar. Somos Eso que observa y no puede ser observado, el Fondo único de todo lo real, la consciencia (el ser, la vida) que se despliega en variadísimas formas. Por el contrario, lo que llamamos “yo” es solo una forma en que se expresa lo que realmente somos.
Cada tradición se ha referido a Eso que somos con expresiones diferentes: para el taoísmo, es el Tao; el hinduismo lo nombra Atman, que es uno con Brahman; el budismo habla de la “naturaleza búdica” que constituye el núcleo de todos los seres; para la filosofía griega es el Logos y, más en concreto, los estoicos se referirán a Eso como el “principio rector” (hegemonikón) (Epicteto) o como la “divinidad interior” (Marco Aurelio)… En esa misma línea, la expresión “Reino de Dios” a veces se ha traducido como “realidad crística” o, simplemente, el “Cristo” que vive en todo ser humano. Esta expresión, como todas las anteriores, son términos inadecuados que buscan apuntar a Eso –inefable- que constituye nuestra verdadera identidad.
Ahora bien, Eso que somos no puede ser alcanzado por la mente, porque no es un objeto. Por lo tanto, si queremos captarlo –“nacer de nuevo”-, tendremos que ir “más allá” de la mente, atreviéndonos a salir de la “jaula” en la que nuestros pensamientos nos habían encerrados. A esto es a lo que se refiere otro de los términos centrales del evangelio: la “conversión” o “metanoia”.
La conversión no tiene que ver, en primer lugar, con el comportamiento moral, sino con la comprensión auténtica, aquella que nos permite “ver” más allá de la razón. Ese es precisamente el significado etimológico del término metanoia: meta-noia (de nous: mente) significa, en su sentido literal, “más allá de la mente”. “Convertirse”, por tanto, equivale a ver “de otro modo”, y esto requiere soltar todas las creencias –desaprender lo aprendido- si queremos conocer y vivir lo que realmente somos –“nacer de nuevo” o nacer a nuestra verdad-.
Con todo este trasfondo es fácil comprender el rico contenido simbólico que encierra la celebración de la Navidad. Tanto si se vive solo como un “recuerdo” del pasado, como si se centra exclusivamente en la figura de Jesús, no se ha salido de la consciencia mítica. La Navidad –como, por otra parte, todo lo que sucede a cualquier persona, puesto que no hay nada separado de nada- habla de todos nosotros. Y en este caso, en concreto, de nuestro anhelo por “nacer” a lo que somos.
Y ahí descubrimos admirados y agradecidos que todo encaja, como un puzle armonioso: lo que es Jesús lo somos todos; en la tradición cristiana, lo reconocemos como un “espejo” nítido en el que todos nos vemos reflejados. No somos seres separados –el propio Maestro de Nazaret recordaba que “el Padre y yo somos uno” y que “lo que hicisteis a cada uno de estos me lo hacéis a mí”-, sino la misma Vida que, temporalmente, adopta “formas” o “disfraces” diferentes.
“Navidad” es celebrar lo que ya somos, quitando los “velos” que nos despistan o incluso hipnotizan. De ahí que podamos verla también como una invitación que conecta con nuestro Anhelo más profundo a “nacer de nuevo” o nacer conscientemente a lo que, paradójicamente, siempre hemos sido.