Semana 10 de septiembre: EL SÍNDROME DE LA RANA HERVIDA

Olivier Clerc, especialista en bienestar y desarrollo personal, nacido en Ginebra y afincado hoy en Borgoña, escribió en el año 2005 un libro titulado «La rana que no sabía que estaba hervida… y otras lecciones de vida». En la introducción dice el autor que «todo es lenguaje, que todo nos habla».

Imaginen una cazuela llena de agua, en cuyo interior nada tranquilamente una rana. Se está calentando la cazuela a fuego lento. Al cabo de un rato el agua está tibia. A la rana esto le parece agradable, y sigue nadando.

La temperatura empieza a subir. Ahora el agua está caliente. Un poco más de lo que suele gustarle a la rana. Pero ella no se inquieta y además el calor siempre le produce algo de fatiga y somnolencia.

Ahora el agua está caliente de verdad. A la rana empieza a parecerle desagradable. Lo malo es que se encuentra sin fuerzas, así que se limita a aguantar y no hace nada más. La temperatura del agua sigue subiendo poco a poco, nunca de una manera acelerada, hasta el momento en que la rana acaba hervida y muere sin haber realizado el menor esfuerzo para salir de la cazuela.

Si la hubiéramos sumergido de golpe en un recipiente con el agua a cincuenta grados, ella se habría puesto a salvo de un enérgico salto. «Es un experimento rico en enseñanzas, dice el autor. Nos demuestra que un deterioro, si es muy lento, pasa inadvertido y la mayoría de las veces no suscita reacción, ni oposición, ni rebeldía».

Pueden ponerse varios ejemplos para aplicar esta conclusión que ofrece Oliver Clerc. Uno de ellas es lo que sucede con el deterioro del amor inicial, tan intenso y emocionante muchas veces. Poquito a poco, detalle a detalle, se va desvaneciendo hasta desaparecer. ¿Cómo es posible, se preguntan los amantes, que hayamos llegado a este punto?

Ese punto es la indiferencia  más absoluta o la agresión más violenta que uno pueda imaginar. Se han ido acumulando silencios, displicencias, rencores, incomprensibles, malas contestaciones, pequeñas agresiones…, hasta llegar a ese momento en que la convivencia resulta imposible. Nadie podría decir que esa pareja empezó a funcionar mal a las tres de la tarde del día 24 de enero.

Lo mismo sucede en la salud, que llega deteriorarse de forma tan lenta e invisible como segura. La enfermedad es una consecuencia de la alimentación desvitalizada e industrializada, cargada de grasas y tópicos. Lo cual se une a la falta de ejercicio, al estrés y a una gestión  desafortunada de las emociones.

El síndrome de la rana también se puede aplicar al ámbito social. Hay sociedades en las que, en un tiempo, se vivía en función de valores acendrados. Pero, poco a poco, se van perdiendo las referencias éticas y un ciudadano de la primera época no se podría reconocer en la situación a la que sin pensarlo se ha llegado. Año tras año, día tras día, hora tras hora prosigue la degradación. Una creciente proliferación de la vulgaridad, de la grosería, de la falta de respeto, de falta de normas, de búsqueda de culpables hace que nos sumerjamos en un clima éticamente irrespirable.

Para evitar la somnolencia y, finalmente, la “muerte”, necesitamos poner atención en todo, vivir con consciencia. Y, de un modo particular, tendremos que ejercitarnos en tomar distancia de la mente, para que sea siempre una mente observada. La mente que “funciona por libre” hace las veces de la temperatura que va subiendo sin apenas percatarnos. Y con frecuencia, cuando queremos darnos cuenta, nos vemos ya “derrotados” o sin fuerzas para afrontar lo que nos ocurre.

Semana 3 de septiembre: ATENCIÓN Y ESTADO DE PRESENCIA

No es fácil describir lo que ocurre en un “despertar espontáneo”, vaya o no precedido de un tiempo prolongado de práctica meditativa. Sin embargo, me parece indudable que esas experiencias empiezan a ser cada vez más frecuentes. Lo cual no significa que haya que “buscarlas” –tal actitud es propia de un ego que ansía apropiarse de algo que considera “especial” y en lo que proyecta, equivocadamente, su bienestar-; se trata, sencillamente, de reconocer lo que se da.

         Lo que ocurre, en esos casos, podría expresarse, aunque pobremente, de este modo: emerge en la persona una atención exquisita que introduce en un estado de presencia, en el que esta –la Presencia- lo ocupa todo. Ella misma se revela, sin margen de duda, como lo único Real. Y todo lo demás –todo lo que sucede, todas las formas, incluido el yo o la propia personalidad- queda como en un “segundo plano” –o “nivel aparente”-, en el que todo aparece y desaparece, como si fueran figuras o personajes de un teatro en constante movimiento.

         Nada de lo que aparece empaña la luminosidad de la Presencia, ya que también las formas -por «extrañas» o dolorosas que nos parezcan- están “naciendo” de ella. Ella es lo único estable frente a la transitoriedad e impermanencia de todo lo demás.

      Cuando la experiencia es genuina, no hay apropiación, ya que el propio yo queda también en aquel mismo “segundo plano”, como una “forma” más. Cae incluso el interés por el “bienestar”. Todo es Presencia que, sencillamente, se manifiesta y fluye.

         La Presencia puede nombrarse y experimentarse también como Silencio o Nada, en cuanto estado de consciencia que está más allá (más acá) de todo el mundo de las formas. Presencia, pues, que es Silencio y Nada y, sin embargo, Plenitud.

         Solo requiere una cosa: entregarse definitivamente a ella, con “determinada determinación” –diría Teresa de Jesús-, en la certeza de que en ello nos va la vida. Cuando eso ocurre, el yo deja de buscar el protagonismo y de girar en torno a sus intereses. Se vive una desegocentración en favor de la Presencia que ocupa todo el espacio.

      Cuando el yo “grita” o reclama algo “suyo”, simplemente se le observa desde la Presencia hasta que se silencia. En esa etapa, la persona ya sabe que no es el yo, sino esa misma Presencia, ante la que todo lo demás, sea lo que sea, palidece y queda necesariamente en un segundo plano.

Semana 3 de septiembre: COMPRENSIÓN

En el camino espiritual, como en cualquier otra dimensión de nuestra existencia, es habitual que nos topemos con numerosas dificultades. Desde mi experiencia particular, de aquello que me ha tocado vivir hasta ahora, lo poco que he sido capaz de superar con sensación de crecimiento personal ha venido siempre acompañado de momentos de comprensión –una comprensión honda que se regala y que va más allá del mero entendimiento mental-.

He podido percatarme de que los conflictos más dolorosos guardaban un denominador común: trataba de vivir y resolver los problemas y preguntas desde un determinado nivel de conciencia –el mental-, cuando lo cierto es que únicamente pueden resolverse desde otro diferente. En concreto, trataba de abordar desde la mente –en lo que vamos a denominar nivel de conciencia mental o estado mental- dilemas que no es que se resuelvan cuando tomamos distancia de ella -en lo que podríamos designar como nivel transmental o estado de presencia-, sino que en este nivel directamente están desprovistos de “sustancia”, por lo que más que resolverse, me parece más ajustado decir que se disuelven. El secreto, o incluso el arte, consiste, a mi juicio, en discernir desde dónde estoy respondiendo a eso que la vida me plantea, a la par que crecer en comprensión acerca de cómo funciona la mente, cuáles son sus límites y cuándo es conveniente que operemos con ella y cuándo no.

En lo que coloquialmente suelen llamarse “ambientes espirituales”, no es extraño que se persigan objetivos como la aceptación, el cese del juicio, el desapego etc. Sin embargo, cuando la vida nos trae algo que nos desagrada, que nos altera o que simplemente desearíamos que fuera de otra manera, es común que nazca en nosotros un sentimiento de malestar al vernos así; nos decepcionamos al considerar que, después de llevar ya algún trecho recorrido, no deberíamos haber sido alterados de esa forma, y nuestra autoestima decae. Para no deteriorar nuestra propia autoimagen es habitual que tratemos de “forzarnos” a aceptar, a decir que “todo está bien” para eludir nuestro rechazo a nuestra propia reacción o incluso que busquemos culpables fuera de nosotros. Todo ello no hace sino incrementar aún más nuestro sufrimiento y frustración, haciéndonos entrar en un círculo vicioso. Lo digo desde la experiencia de haberlo vivido muchas veces y con la seguridad de que son unas cuantas las que me quedan aún por vivir.

¿Cómo salir entonces de este callejón sin salida? En mi opinión, lo que sucede es que “le pedimos peras al olmo”. La naturaleza de la mente es juzgar; ordenar la realidad separándola, analizándola y estableciendo etiquetas en ella. Cuando nos encontramos en el estado mental -en mi caso, a día de hoy, la mayor parte del tiempo-, a los ojos de la mente todo será vivido inevitablemente como “bueno” o “malo” en función de nuestras creencias y de nuestro sentido de identidad. Desde ahí todo nos afirma o nos debilita. Si habíamos construido una identidad ideal en la que nos visualizábamos aceptando y sin juzgar, la mente habrá etiquetado la reacción de la que hablaba antes como negativa, ya que resulta contraria a la idea que me había hecho de mí mismo, quedando, pues, mi identidad y mi sentido del yo actual en entredicho.

Sin embargo, si tomamos distancia de la mente y en ese estado de presencia nos entregamos a atestiguar (observar) nuestra reacción, hablar de juicio o etiquetas carece de sentido; desde ahí todo es aceptado sin esfuerzo, incluida nuestra reacción, porque ahí somos aceptación, y lo que la mente catalogaba como bueno o malo es abrazado en un Silencio mental donde las etiquetas se han desvanecido.

Observar desde qué nivel estamos reaccionando y, sobre todo, comprender lo que podemos pedirle a cada nivel se torna a mi manera de entender, por tanto, crucial. En definitiva, la comprensión. Siempre la comprensión.

Javier Prieto Mateos.