Semana 29 de marzo: DESCANSO Y SOLEDAD // Rocío CARMONA

Rocío CARMONA, en La Vanguardia, 27 octubre 2019: https://www.lavanguardia.com/vivo/psicologia/20191027/47959175760/pasar-tiempo-soledad-descansar-cuerpo-mente-extrovertido.html

 Pasar tiempo a solas es la mejor manera de descansar, incluso si eres extrovertido.

Consejos de los expertos para disfrutar al máximo de una soledad reparadora en el ámbito físico y emocional.

    ¿Descansamos lo suficiente? ¿Cuál es la mejor forma de hacerlo? ¿Cuántas horas de reposo necesitamos en realidad? Cuando pensamos en recargar pilas, ¿nos referimos a las del cuerpo o a las de la mente? Una encuesta reciente llevada a cabo entre 18.000 personas de 134 países ha concluido, entre otras cosas, que el tiempo que pasamos a solas es el que más descanso nos proporciona, incluso entre las personas que se consideran extrovertidas.

       Al parecer, para descansar de verdad, tengamos un carácter más o menos sociable, necesitamos pasar más tiempo con nosotros mismos. En este sentido, los participantes del estudio, realizado por la BBC y Hubbub –un grupo internacional de académicos, artistas, poetas y expertos en salud mental–, mostraron una clara preferencia por descansar sumergiéndose en actividades que no implicaban compañía. Ver a los amigos o a la familia, charlar o tomar algo con otras personas fueron ocupaciones consideradas mucho menos restauradoras por los encuestados.

La necesidad de desconectar es independiente del carácter de cada persona

      Si hasta el momento solía pensarse que solo las personas introvertidas necesitaban soledad para recargar pilas, este estudio británico ha descubierto que también el descanso de los extrovertidos pasa por conectar consigo mismos. Así, leer, pasar tiempo en la naturaleza, estar solo, escuchar música o no hacer nada en particular fueron las actividades de descanso más escogidas por los participantes de dicha encuesta.

     La psicóloga y psicoterapeuta Pilar Sanz afirma en este sentido que “la mejor forma de descansar es el silencio interior. En esta era se anhela la desconexión, pero lo que necesitamos de verdad es conectar; conectar con nosotros; conectar con nuestra esencia para desconectar del personaje”.

      Silvia Congost, psicóloga y autora de A solas (Zenith), una obra que reivindica las bondades del reencuentro con uno mismo, explica que, a pesar de que sus beneficios están más que demostrados, la soledad todavía tiene mala prensa. “Básicamente porque la relacionamos con el fracaso y la vergüenza. Al ser seres sociales, el hecho de estar solos nos lleva a sentirnos abandonados, desamparados y eso, a ojos de los demás, pensamos que será interpretado como una señal de ser poco importantes y valiosos. Pero todos tenemos la capacidad y la necesidad de llevarnos bien cuando nos quedamos solos con nosotros mismos”, comenta.

       El monje zen Shunmyo Masuno, autor de El arte de vivir con sencillez (Urano) explica en su libro que en Japón se utiliza el concepto “tener una morada en la montaña” para referirse a un estilo de vida que nos permita alejarnos de vez en cuando del mundanal ruido: “Leer mientras escuchas el canto de los pájaros y la corriente del agua. Disfrutar de una copa de sake mientras contemplas el reflejo de la luna en la copa (…)”.

      Para los monjes budistas zen, la soledad en la naturaleza es el estilo de vida ideal, pero como observa Masuno en uno de los capítulos de su obra, “en realidad es todo un desafío. Adaptando el concepto de tener una morada en la montaña a la vida moderna, incluso sumido en el barullo de la ciudad, el monje y famoso maestro del té Sen no Rikyu acuñó la frase “reclusión en la ciudad”. Tener un lugar donde poder desconectar de los demás y pasar un tiempo a solas y donde poder recuperar la libertad de espíritu”.

Los beneficios de la soledad

    Y es que, a veces, puede resultar difícil encontrar estos espacios de soledad en los que recargarse: ¿quién tiene tiempo para ello? Como señala este autor japonés, en ocasiones no hace falta más que una pequeña pausa en mitad de la jornada para notar los efectos reparadores de la soledad. “Un día de estos, busca diez minutos. No necesitas más. Intenta buscar un espacio para el vacío, para dejar de pensar. Solo procura despejar la mente, sin dejarte atrapar por las cosas que te rodean”, apunta.

     Numerosos estudios señalan que pasar tiempo a solas −y en este punto quizá conviene recordar que es muy diferente buscar esos momentos a estar forzosamente solo− también favorece la empatía, incrementa la productividad, ayuda a reducir problemas de comportamiento en los niños, es un estímulo para la creatividad y fortalece la resiliencia.

    Pilar Sanz afirma que la sociedad del siglo XXI tiene una marcada tendencia a la acción, a la inmediatez, a la intervención, a lo externo y a la distracción que nos aleja del silencio y de la conexión con nosotros mismos: “Creo que existe una gran falta de descanso físico, mental y emocional”, advierte, “y muchas de las consultas en psicoterapia tienen que ver con eso”.

    Sanz señala a las nuevas tecnologías y a las redes sociales como uno de los elementos que más perturban el descanso, el silencio interior: “Antes, discutías con tu novio y te ibas a casa. Los dos teníais un espacio donde pensaros, sentiros, tomar distancia física, mental y emocional. Descansar. Y, tras consultar con la almohada, retomar. Ahora, no hay espacio para consultar a la almohada, porque se sigue en sesión continua por las distintas redes”.

   Esta psicoterapeuta resalta la importancia de aprender a autorregularnos para conectar con nosotros mismos, y proveernos de los espacios imprescindibles para recargar el cuerpo y la mente. Se descansa a solas, explica, cuando se ha aprendido a estar a solas con uno mismo. Y esa educación empieza en la infancia: “Es importante que no enseñemos a los niños a calmarse con la tablet o con chuches, por ejemplo”.

Conectar con nuestro espacio interior

       Los expertos recomiendan recurrir tanto a estímulos internos como externos para fomentar el descanso en soledad. Algunos de ellos, según Pilar Sanz, pueden ser escuchar una música monótona, como los mantras; mantener un entorno ordenado, limpio, ventilado; pasar tiempo en la naturaleza; rodearse de olores que evoquen un entorno natural con inciensos o velas, utilizar la respiración consciente…

     El descanso también pasa necesariamente por dormir las horas suficientes y así regenerar el sistema nervioso, algo que puede resultar difícil si vivimos acelerados.

       “Cuando no puedo estar a solas conmigo, me cuesta meditar, me cuesta estar en silencio, y al final me cuesta dormir… porque la mente no descansa y no permite al sistema relajarse. Nuestro cerebro no distingue ficción de realidad, y si recibe el estímulo de activarse porque hay un peligro, real o imaginario, no puede distinguir uno de otro y pone en marcha al cuerpo para la defensa automática. Cuando se está en este estado y nos vamos a dormir, el sueño no es reparador, y uno se levanta y sigue agotado. En estos casos yo recomiendo incluir una actividad física consciente que te vaya ayudando a conectar contigo a través del cuerpo y facilite que se deje de alimentar con “comida basura”, concluye Sanz.

    Silvia Congost afirma, por su parte, que son ideales los espacios de silencio y aislamiento, “la naturaleza o cualquier entorno que nos aporte paz y nos conecte con una sensación de armonía interna y calma mental. Se trata de lograr detenernos y sentir la vida que llevamos dentro. Las actividades que nos ayudan a conectar con este espacio interior de cada uno, con el cuerpo, con nuestras células, con nuestras emociones van muy bien, pero al final, uno se da cuenta que se trata de ir más allá. Cuando eres capaz de conectar con esa parte interna tuya, puedes estar en medio de un concierto y volver allí en cuestión de segundos, y pasar de sentir emociones de rabia, enojo o frustración a conectar con una paz de lo más profunda y sincera”.

SOMOS VIDA

Domingo V de Cuaresma 

29 marzo 2020

Jn 11, 1-45

En aquel tiempo, las hermanas de Lázaro le mandaron recado a Jesús diciendo: “Señor, tu amigo está enfermo”. Jesús, al oírlo, dijo: “Esta enfermedad no acabará en la muerte, sino que servirá para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella”. Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro. Cuando se enteró de que estaba enfermo se quedó todavía dos días donde estaba. Solo entonces dijo a sus discípulos: “Vamos otra vez a Judea”. Cuando llegó Jesús, llevaba ya cuatro días enterrado. Cuando Marta se enteró de que llegaba Jesús, salió a su encuentro, mientras María se quedó en su casa. Y dijo Marta a Jesús: “Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano. Pero aún ahora sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá”. Jesús dijo: “Tu hermano resucitará”. Marta respondió: “Sé que resucitará en la resurrección del último día”. Jesús le dijo: “Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto vivirá; y el que está vivo, y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?”. Ella le contestó: “Sí, Señor: yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo”. Jesús, viéndola llorar a ella y viendo llorar a los judíos que la acompañaban, sollozó y, muy conmovido, preguntó: “¿Dónde lo habéis enterrado?”. Le contestaron: “Señor, ven a verlo”. Jesús se echó a llorar. Los judíos comentaban: “¡Cómo lo quería!”. Pero algunos dijeron: “Y uno que le ha abierto los ojos a un ciego, ¿no podía haber impedido que muriera este?”. Jesús, sollozando de nuevo, llegó a la tumba. Dijo Jesús: “Quitad la losa”. Marta, la hermana del muerto, le dijo: “Señor, ya huele mal porque lleva cuatro días”. Jesús le replicó: “¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?”. Entonces quitaron la losa. Jesús, levantando los ojos a lo alto, dijo: “Padre, te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que tú me escuchas siempre; pero lo digo por la gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado”. Y dicho esto, gritó con voz potente: “Lázaro, ven a fuera”. El muerto salió, los pies y las manos atadas con vendas, y la cara envuelta en un sudario. Jesús les dijo: “Desatadlo y dejadlo andar”. Y muchos judíos que habían venido a casa de María, al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en él”.

SOMOS VIDA

          En la magnífica construcción que es el “cuarto evangelio”, Jesús es presentado, de manera progresiva, como “vino nuevo” que trae alegría a la humanidad, como “pan de vida” que sacia el hambre, como “agua viva” que colma toda la sed, como “palabra” que sana la enfermedad…, y como resurrección en la muerte. (Puede verse un desarrollo de toda esa construcción en mi comentario a este evangelio: “En el principio era la vida”, publicado por Desclée De Brouwer).

          Aquella comunidad expresaba así su fe en Jesús como el “enviado celeste” para liberar al mundo de la oscuridad del pecado y llevarlo a la luz de la fe. Nos hallamos, por tanto, ante una lectura “religiosa” –apoyada en creencias– que espera la salvación “desde fuera”.

          Leído en clave espiritual significa que el fondo de lo real –y, por tanto, el fondo de lo que somos todos– es “vino”, “pan”, “agua”, “resurrección”, “vida”… Lo que la fe afirma de Jesús es lo que somos en realidad todos. Esta lectura hace que, en lugar de proyectarla fuera –en un “salvador celeste”–, reconozcamos la vida que somos y nos vivamos desde esa nueva comprensión.  

          Como se lee en el Yoga Vasishtha, tú no naciste cuando nació tu cuerpo, ni vas a morir cuando él muera. Pensar que el espacio que hay dentro de una jarra nace cuando la jarra es fabricada y perece con ella, es una enorme insensatez; pensar que el espacio del interior de una casa desaparece cuando la casa se viene abajo es no haber entendido nada. Como la jarra y la casa, lo que llamamos “persona” no agota lo que somos: esta puede disolverse, pero la consciencia –la vida– sigue inalterada.

         “Yo soy la resurrección y la vida”: con esas palabras definía a Jesús aquella primera comunidad. Pues bien, eso es lo que nos define a todos nosotros.

         Es cierto que solemos definirnos a nosotros mismos a través del contenido de nuestra vida: lo que percibimos, experimentamos, pensamos o sentimos. Hasta el punto de que, cuando pensamos o decimos «mi vida», no nos referimos a la vida que somos sino a la vida que tenemos, o parecemos tener. 

        Ahora bien, las circunstancias internas y externas de la vida –la edad, la salud, las relaciones, las finanzas, la situación laboral, el estado mental y emocional, el pasado y el futuro– pertenecen al plano del contenido. 

   Sin embargo, más allá del contenido, vibra permanentemente –esperando que lo detectemos– Aquello que nos permite ser, lo que sostiene a todos los contenidos, el Espacio interior de la consciencia, la Vida que constituye el núcleo de todo lo que es.

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          Somos Vida que se está experimentando en formas transitorias, plenitud que se experimenta en la vulnerabilidad. Esta “doble dimensión” –que explica nuestra naturaleza paradójica– requiere ser tenida en cuenta si queremos crecer en unificación y vivir en plenitud.

        Llevamos una semana en “estado de alarma”, debido a la crisis del coronavirus. ¿Cómo la vivo? ¿Desde el yo, como si esa fuera mi identidad, o desde la comprensión de que soy vida plena y estable, en medio de cualquier circunstancia cambiante? ¿Qué efectos se producen en mí, en uno y otro caso?

        Como forma concreta, sintiente y vulnerable, puedo experimentar todo tipo de sentimientos. Si me reduzco a ellos, olvidando que, en el nivel profundo, soy –somos– vida, desconecto de mi realidad y quedo a merced de los vaivenes que en mí se produzcan. Si, por el contrario, reconozco mi identidad profunda, seguiré notando en mi sensibilidad los efectos de cualquier pérdida y el temor ante la incertidumbre, pero permaneceré anclado en la certeza de que la vida que somos se halla siempre a salvo. Tal comprensión acalla la mente y pacifica la sensibilidad, nos alinea con la vida y nos permite fluir con ella, también en esta circunstancia que nos toca vivir, en comunión con todos los seres que, como yo, son igualmente vida, la misma y única vida que a todos nos constituye. 

¿Me defino a mí mismo por los “contenidos” de mi experiencia o por Aquello que los hace posibles?

Semana 22 de marzo: PERSONAL SANITARIO, ¡GRACIAS!

Como si de un rito sagrado se tratase, todas las tardes, a las 20:00 hs., me asomo a la ventana de casa para aplaudir a todo el personal sanitario que, una vez más en esta crisis, está mostrando toda su calidad humana y profesional. Y allí escucho aplausos que proceden de todas las direcciones. Aplausos que despiertan y movilizan en mí una corriente emocionada de comunión, solidaridad, confianza en el ser humano, gozo y gratitud.

          Se comprueba en toda crisis: junto con el dolor y el miedo, la frustración y la rabia, el enfado y la impotencia, en las crisis afloran oleadas de solidaridad en favor de las personas más vulnerables. Emerge lo mejor de la condición humana: la capacidad de empatía y la práctica de la compasión.

       Tal capacidad está siempre ahí, pero con frecuencia adormecida porque nuestros intereses giran todavía demasiado en torno a nuestro pequeño mundo. En una crisis, al sentirnos removidos, parecen activarse dos detonadores que, al converger, nos mueven hacia los demás: por un lado, la experiencia de vulnerabilidad y, por otro, la capacidad de amar.

          La consciencia de la propia vulnerabilidad, sacándonos con fuerza de nuestra zona de confort y de las defensas tras las que nos habíamos acorazado, nos acerca a nuestra propia verdad de seres sumamente frágiles y necesitados. Y al caer el pedestal al que nos habíamos encaramado para, precisamente, huir de la propia vulnerabilidad, nos humaniza.

          De ese modo, el encuentro experiencial con la propia vulnerabilidad juega en una doble dirección: por una parte, nos hace encontrarnos con la vulnerabilidad ajena y vibrar ante ella –hemos entrado en el territorio común de la “vulnerabilidad compartida”–; por otra, al acercarnos a nuestra verdad, descubrimos que, además de muy vulnerables, somos amor que busca expresarse.

        Y aquí se nos regala un descubrimiento que parece desconcertante: el reconocimiento y la aceptación de la propia vulnerabilidad constituye, no solo la puerta de la auténtica compasión y solidaridad, sino también nuestra mayor fortaleza. Hemos abandonado nuestras “fortalezas fabricadas” –todas ellas ilusorias, tal como se pone de manifiesto en tiempos de crisis e incertidumbres– y hemos aprendido que nuestra única fortaleza solo puede ser aquella que se apoya en el reconocimiento y la aceptación de toda nuestra verdad, sin ocultarnos nuestros miedos y sin maquillar nuestras carencias. Entonces brilla aquella sorprendente paradoja paulina: “Cuando me siento débil [cuando reconozco y acepto mi vulnerabilidad], entonces es cuando soy fuerte” (2 Cor 12,10).

          No es extraño, por ello, que la compasión, la cercanía cálida, la ayuda servicial, el amor alegre, la servicialidad desinteresada, se den con tanta frecuencia como intensidad entre las personas –médicos/as, enfermeros/as, auxiliares, celadores/as, limpiadores/as– que conviven tan de cerca con la vulnerabilidad y la palpan a cada paso de su tarea.

        De esa constatación me brotan cuatro palabras que resumen mi vivencia hacia todas y cada una de esas personas: gratitud, aprendizaje, cuidado e invitación.

      ¡Gracias! Por todo el bien que estáis haciendo en los momentos más difíciles de la vida de una persona. Gracias porque vivís el mayor regalo que se puede hacer a un ser humano: ser presencia de calidad para él. Cuando aparentemente no podemos, por diferentes motivos, hacer nada por alguien, hay algo siempre a nuestro alcance y, curiosamente, es lo más importante: estar ahí para él.

          ¡Gracias! también porque estáis mostrando lo mejor del ser humano –ese es mi aprendizaje–, lo que en realidad somos todos y todas, aunque a veces lo mantengamos oculto o incluso lo ignoremos: somos, en otra bella paradoja –todo lo profundo es paradójico– vulnerabilidad y amor a la vez. Vulnerabilidad y amor que, cuando se encuentran, cuando se viven juntos, constituyen nuestra mayor fortaleza y se convierten en manantial vibrante de compasión y solidaridad.

          ¡Gracias! también porque sois vulnerables y no escondéis vuestra vulnerabilidad. Pero eso requiere que viváis un cuidado exquisito hacia vosotros y vosotras mismas. Somos siempre vulnerables pero, en momentos de riesgo –esfuerzo prolongado, cansancio, agotamiento, amenazas para la salud, estrés psicológico, saturación, impotencia…–, se acentúa extremadamente la consciencia de nuestra fragilidad y aparece el temor a rompernos. Por eso es imprescindible vivir el cuidado hacia sí mismo/a. Un cuidado hecho de amor incondicional hacia sí, de autoacogida, de autocomprensión, del descanso reparador que sea posible, de relaciones vitalizantes, de oxigenar nuestra sensibilidad, de humor, de tiempos de silencio y meditación…  

          Y la invitación humilde: no dejéis que pase desapercibida a vuestros ojos toda la riqueza humana que estáis derrochando. Apreciad el caudal de humanidad que fluye y se moviliza a través vuestro en beneficio de las personas más vulnerables: reconocedlo, saboreadlo, integradlo… Ser conscientes de lo que somos y de lo mejor que brota en nosotros constituye un potente factor de transformación personal y social.

          Por todo ello, por vuestro servicio, vuestra sonrisa, vuestro gesto, vuestra presencia…, ¡gracias! Y gracias también por vuestro cansancio, vuestra pena, vuestra frustración, vuestro enfado, vuestro miedo, vuestros “bajones”… Todo ello forma parte de nuestra condición, con todo ello aprendemos a acogernos. Por eso, nos resulta fácil ver en vosotros y en vosotras –todo el “personal sanitario”, en el sentido más extenso de la palabra– como un “espejo” que estáis reflejando lo que somos todos y todas.

¡¡¡Gracias por tanto!!!

Y recibid nuestro aplauso diario: quiere ser expresión de la gratitud y mensaje de ánimo para vuestra tarea.

Postdata 1.

Más allá de la gratitud, no puedo ofreceros mucho. Pero si deseáis escribir por correo electrónico en algún momento –me dirijo a las personas que trabajáis en la sanidad–, no dudéis en hacerlo. En todo lo que me sea posible, ahí estaré.

Postdata 2.

La gratitud es inclusiva. Y alcanza especialmente a profesionales y trabajadores de todos los ámbitos que siguen desarrollando su actividad, ahora con mayores dificultades y más esfuerzo. Gracias por vuestra entrega.

SOLO EL QUE NO SABE MIRA

Domingo IV de Cuaresma 

22 marzo 2020

Jn 9, 1-41

En aquel tiempo, al pasar Jesús vio a un hombre ciego de nacimiento. Y sus discípulos le preguntaron: “Maestro, ¿quién pecó: este o sus padres, para que naciera ciego?”. Jesús contestó: “Ni este pecó ni sus padres, sino para que se manifiesten en él las obras de Dios. Mientras es de día tengo que hacer las obras del que me ha enviado: viene la noche y nadie podrá hacerlas. Mientras estoy en el mundo, soy la luz del mundo”. Dicho esto, escupió en la tierra, hizo barro con la saliva, se lo untó en los ojos al ciego y le dijo: “Ve a lavarte a la piscina de Siloé” (que significa Enviado). Él fue, se lavó, y volvió con vista. Y los vecinos y los que antes solían verlo pedir limosna preguntaban: “¿No es ese el que se sentaba a pedir?”. Unos decían: “El mismo”. Otros decían: “No es él, pero se le parece”. Él respondía: “Soy yo”. Y le preguntaban: “¿Y cómo se te han abierto los ojos?”. Él contestó: “Ese hombre que se llama Jesús hizo barro, me lo untó en los ojos y me dijo que fuese a Siloé y que me lavase. Entonces fui, me lavé, y empecé a ver”. Le preguntaron: “¿Dónde está él?”. Contestó: No sé”. Llevaron ante los fariseos al que había sido ciego. Era sábado el día en que Jesús hizo barro y le abrió los ojos. También los fariseos le preguntaban cómo había adquirido la vista. Él les contestó: “Me puso barro en los ojos, me lavé y veo”. Algunos de los fariseos comentaban: “Este hombre no viene de Dios, porque no guarda el sábado”. Otros replicaban: “¿Cómo puede un pecador hacer semejante signo?”. Y estaban divididos. Y volvieron a preguntarle al ciego: “Y tú, ¿qué dices del que te ha abierto los ojos?”. Él contestó: “Que es un profeta”. Pero los judíos no se creyeron que aquel había sido ciego y había recibido la vista, hasta que llamaron a sus padres y les preguntaron: “¿Es  este vuestro hijo, de quien decís vosotros que nació ciego? ¿Cómo es que ahora ve?”. Sus padres contestaron: “Sabemos que este es nuestro hijo y que nació ciego; pero cómo ve ahora, no lo sabemos nosotros, y quién le ha abierto los ojos, nosotros tampoco lo sabemos. Preguntádselo a él, que es mayor y puede explicarse”. Sus padres respondieron así porque tenían miedo a los judíos: porque los judíos ya habían acordado excluir de la sinagoga a quien reconociera a Jesús por Mesías. Por eso sus padres dijeron: “Ya es mayor, preguntádselo a él”. Llamaron por segunda vez al que había sido ciego y le dijeron: “Confiésalo ante Dios: Nosotros sabemos que ese hombre es un pecador”. Contestó él: “Si es un pecador, no lo sé; solo sé que yo era ciego y ahora veo”. Le preguntaron de nuevo: “¿Qué te hizo, cómo te abrió los ojos?”. Les contestó: “Os lo he dicho ya, y no me habéis hecho caso: ¿para qué queréis oírlo otra vez?, ¿también vosotros queréis haceros discípulos suyos?”. Ellos lo llenaron de improperios y le dijeron: “Discípulo de ese lo serás tú; nosotros somos discípulos de Moisés. Nosotros sabemos que a Moisés le habló Dios, pero ese no sabemos de dónde viene”. Replicó él: “Pues eso es lo raro: que vosotros no sabéis de dónde viene y, sin embargo, me ha abierto los ojos. Sabemos que Dios no escucha a los pecadores, sino al que es religioso y hace su voluntad. Jamás se oyó decir que nadie le abriera los ojos a un ciego de nacimiento; si este no viniera de Dios, no tendría ningún poder”. Le replicaron: “Empecatado naciste tú de pies a cabeza, ¿y nos vas a dar lecciones a nosotros?”. Y lo expulsaron. Oyó Jesús que lo habían expulsado, lo encontró y le dijo: “¿Crees tú en el Hijo del Hombre?”. Él contestó: “¿Y quién es, Señor, para que crea en él?”. Jesús le dijo: “Lo estás viendo: el que te está hablando, ese es”. Él dijo: “Creo, Señor”. Y se postró ante él. Dijo Jesús: “Para un juicio he venido yo a este mundo: para que los que no ven vean, y los que ven se queden ciegos”. Los fariseos que estaban con él oyeron esto y le preguntaron: “¿También nosotros estamos ciegos?”. Jesús les contestó: “Si estuvierais ciegos, no tendríais pecado; pero como decís que veis, vuestro pecado persiste”.

 SOLO EL QUE NO SABE MIRA

    Se cuenta que, al ser cuestionada su teoría heliocéntrica, Galileo pidió al cardenal presidente del consejo que lo juzgaba que mirara por el telescopio para poder apreciar por sí mismo el movimiento de los planetas. A tal invitación, el cardenal contestó con tanta rapidez como vehemencia: “No necesito mirar por ningún sitio. Yo sé bien cómo son las cosas”. La creencia no indaga, pontifica; no le interesa la verdad, sino su propia autoafirmación.

          Indudablemente, el que sabe no mira –afirma que no necesita mirar–, porque su creencia constituye para él la única verdad. Sin duda, una de las características más peligrosas de toda creencia es su tendencia a identificarse con la verdad. En cuanto eso ocurre, la creencia constituye el mayor obstáculo para abrirse a la verdad, porque actúa como unas anteojeras que no permiten ver sino lo que previamente se ha aceptado. Por ese motivo, el que sabe –el que cree saber– no mira, no indaga e incluso llega a negar lo evidente. 

         Es lo que les sucede a los fariseos en este magnífico relato compuesto por la comunidad de Juan, como catequesis bautismal. Aferrados a sus creencias –“quien no guarda el sábado no puede venir de Dios”, “nosotros sabemos que este hombre es un pecador”–, no pueden ver la realidad, llegando incluso a extremos patéticos.

      “Los que ven se quedan ciegos”, dice Jesús. Que podría traducirse de este modo: quienes creen ver están incapacitados para abrirse a la verdad.

       Solo el que no sabe mira. El reconocimiento socrático de que “solo sé que no sé nada” nos sitúa en actitud de indagación. Pero eso requiere soltar todas las creencias: religiosas y antirreligiosas, psicológicas, culturales e incluso “científicas” –también la ciencia que, por definición, estaría libre de toda creencia, suele caer en esa trampa al dar por supuestos determinados apriori nada científicos, como aquel que afirma que solo existe lo que puede ser medido o comprobado en un laboratorio–.

        Soltar las creencias significa, no solo no confundirlas con la verdad –la creencia no es la verdad, como la miel no es el dulzor–, sino aprender a tomar distancia de la mente y de todas sus construcciones –toda creencia no es sino un constructo mental, un pensamiento al que le otorgamos nuestra adhesión–, al advertir que la verdad no cabe en la mente ni puede ser dicha con palabras. Como bien dijera Krishnamurti, “solo una mente en silencio puede ver la verdad, no una mente que se esfuerza por verla”.

¿Cómo me posiciono ante las creencias?

Semana 15 de marzo: CORONAVIRUS: ESCENARIO, OPORTUNIDAD Y RECURSOS PEDAGÓGICOS

Prueba a decir «sí» a lo que hay. Nota la paz que nace de la aceptación profunda. Y deja que ese “sí” te alinee con la vida y que su dinamismo te mueva a la acción adecuada.  

Tiendo a ver las crisis –como esta que ahora nos afecta– como un escenario y una oportunidad, contando con algunas herramientas que ayuden a vivir la dificultad de manera constructiva.

Un escenario en el que aparecen:

  • consejos e interpretaciones, llegando a decir que el coronavirus es un “castigo de Dios”, una “represalia de la naturaleza” o incluso una «fabricación intencionada por parte de grupos de poder económico»;
  • reacciones histéricas: desde compras excesivas hasta bulos que fomentan el pánico;
  • nuestros miedos, que saltan a escena en cuanto algo descoloca nuestros planes;
  • nuestro apego, y el consiguiente miedo a todo lo que sea pérdida: de salud, de dinero, de hábitos, de seguridad…, detrás de los cuales late siempre el miedo a la muerte; suelen ser miedos a los que habitualmente –en condiciones “normales”– intentamos mantener bajo control, ignorándolos o compensándolos, pero que afloran cuando las circunstancias nos ponen ante lo que percibimos como amenaza grave;
  • el hecho evidente de que no tenemos el control del que nos gusta presumir;
  • y la realidad igualmente evidente de la impermanencia: en el mundo de las formas –el mundo manifiesto– no hay ni puede haber nada estable; lo único permanente es que todo cambia.

Una oportunidad:

  • para replantearnos y reajustar nuestro modo de ver la vida y nuestro modo de vivirnos; al descolocarnos, las crisis –si sabemos aprovecharlas– nos obligan a preguntarnos para qué, cómo y desde dónde vivimos;
  • para reconciliarnos con nuestros límites y nuestra vulnerabilidad;
  • para crecer en solidaridad, ayudando especialmente a quienes se sienten más frágiles ante esta situación o, al menos, no tener comportamientos que aumenten la amenaza de contagio, aunque ello implique negarnos acciones que desearíamos, pero que pueden conllevar riesgos para otras personas; 
  • para crecer en empatía y en compasión, que implica ponerse en el lugar de los otros, sobre todo de los más frágiles, y no girar únicamente en torno al miedo o malestar propio;
  • para alinearnos con la vida y todos los seres: somos uno;
  • para reconocer que el camino de la sabiduría y de la paz es la aceptación; aceptar no es resignarse ni aprobar lo que ocurre, sino sencillamente reconocerlo hasta, en el buen sentido de la palabra, rendirnos a la Vida y a lo que esta nos trae en cada momento;
  • para comprender lo que realmente somos: aquello que no cambia cuando todo cambia; aquello que permanece y es consciente de los cambios; aquello que no puede ser dañado por ninguna crisis, ningún miedo, ninguna pérdida y ninguna muerte. Somos el Silencio del que nacen las formas y los ruidos, Aquello estable y permanente donde todo está bien.

Unas herramientas para el aprendizaje:

  • compartir los miedos con alguna persona sensata y de confianza; es importante que reúna esa doble condición: al verbalizar los miedos, tomamos distancia de ellos, pierden su poder de atraparnos, al tiempo que experimentamos el regalo de la comprensión y de la solidaridad ajena;
  • aceptar la impermanencia: no hay nada que no sea impermanente, todo es cambio constante: al ganar le sigue el perder, al reír el llorar, al aferrar el soltar, a la tranquilidad la inquietud…, al nacer el morir;
  • cuidar el amor incondicional hacia sí: es el mayor poder del que disponemos en el nivel psicológico; se trata de cuidar la cercanía amorosa hacia sí y el diálogo interno constructivo para aprender a estar consigo mismo/a en todo momento; si siempre necesitamos el amor hacia nosotros, con más razón cuando aflora nuestra mayor vulnerabilidad;
  • comprender el funcionamiento del cerebro: puede haber diferentes factores –marcadas conexiones neuronales, grabadas a fuego desde muy atrás– que explican el funcionamiento particularmente disfuncional del cerebro en circunstancias de crisis, que embarca a la persona en bucles sin salida de cavilación, rumiación obsesiva, dramatización, culpabilidad, inseguridad irracional, pánico…; en estos casos, es preciso ser paciente con el propio funcionamiento cerebral, sin entrar en los vericuetos que propone; 
  • soltar, consciente y voluntariamente, todos aquellos pensamientos que generan miedo obsesivo e inseguridad irracional: cada vez que aparecen –son involuntarios y pueden ser automáticos–, los dejamos caer, como si fueran una nube pasajera; no los “recibimos” en nuestra casa ni, mucho menos, los “alimentamos” dedicándoles tiempo;
  • practicar el silencio, para tomar distancia de la mente pensante y anclarnos en la atención; experimentamos cómo, al atender la respiración, todo el movimiento mental y emocional puede ir acallándose; y al conectar con el Silencio, descubrimos que, en ese nivel, no hay crisis ni etiquetas, miedos ni juicios: el Silencio, al “bajar el volumen” del ego, reduce también sus gritos; la práctica puede conducirnos a comprender que somos precisamente ese Silencio, como fondo permanente y estable de todas las formas impermanentes;
  • vivir la responsabilidad en todo lo que está en nuestra mano, como gesto de solidaridad y de amor: en situaciones de crisis colectivas, aparecerán reacciones de todo tipo, dependiendo de dónde –psicológica y espiritualmente– se encuentre cada persona; pero ese aspecto colectivo de la crisis requiere asumir con responsabilidad aquellos comportamientos que ayuden a las personas y favorezcan el buen funcionamiento de la vida social, desde evitar riesgos innecesarios hasta promover actitudes de servicio; y no es una cuestión meramente individual, sino que se trata, en el sentido más profundo, de un compromiso social;
  • desdramatizar e incluso dejar lugar al humor; me envían por whatsapp –la aplicación tiene mucho “alimento” con estas cosas– una reflexión que se está compartiendo mucho en Italia: “A nuestros abuelos les pidieron que fueran a la guerra. A nosotros solo nos piden que nos quedemos en casa”

Conclusión:

Si tuviera que resumir las actitudes básicas para vivir una situación de este tipo, lo haría con estas palabras: cuestionamiento, amor, aceptación, responsabilidad y solidaridad.

Y para terminar:

¿También aquí es aplicable el principio de que “lo que viene conviene”?

Algunas personas me lo han preguntado, entre la ironía y el enfado. La respuesta que me brota es la siguiente:

  • Esa afirmación no significa en absoluto justificar lo que está sucediendo; tampoco aprobarlo ni resignarse.
  • Más aún, tal afirmación no se refiere directamente a los acontecimientos que ocurren, sino a la actitud adecuada para vivirlos.
  • Recordemos la máxima que establecía el gran místico cristiano del siglo XIII, el Maestro Eckhart, como principio de sabiduría cotidiana: “Que el hombre acepte todas las cosas como si él mismo las hubiese deseado”.

Así entendida, me parece que aquella frase constituye la clave acertada para vivir todo lo que nos sucede. Aceptamos lo que hay –y si hay que pasar el coronavirus, lo pasaremos–, nos ejercitamos en decir “sí” a la Vida –aunque nuestra mente no lo entienda o incluso se resista– y comprendemos que, más allá de lo que percibimos en la superficie, la Vida es un proceso inteligente y sabe lo que hace: en lo más profundo de lo real, hay Algo que sabe.

Una vez alineados o alineadas con la realidad, brotará de nosotros todo aquello que haya de hacerse. Pero eso nacerá, no desde la resistencia, la rabia, el enfado o el miedo, sino desde la aceptación profunda que permite que brote en cada caso, no la acción programada por el ego, sino aquella desapropiada que, por eso mismo, resulta adecuada en la situación concreta.

ENTRE EL DESEO Y EL ANHELO

Domingo III de Cuaresma 

15 marzo 2020

Jn 4, 5-26

En aquel tiempo, llegó Jesús a un pueblo de Samaria llamado Sicar, cerca del campo que dio Jacob a su hijo José: allí estaba el manantial de Jacob. Jesús, cansado del camino, estaba allí sentado junto al manantial. Era alrededor de mediodía. Llega una mujer de Samaria a sacar agua, y Jesús le dice: “Dame de beber”. (Sus discípulos se habían ido al pueblo a comprar comida). La samaritana le dice: “¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?” (porque los judíos no se tratan con los samaritanos). Jesús le contestó: “Si conocieras el don de Dios, y quien es el que te pide de beber, le pedirías tú, y él te daría agua viva”. La mujer le dice: “Señor, si no tienes cubo y el pozo es hondo, ¿de dónde sacas el agua viva?, ¿eres tú más que nuestro padre Jacob que nos dio este pozo y de él bebieron él y sus hijos y sus ganados?”. Jesús le contestó: “El que bebe de esta agua vuelve a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna”. La mujer le dice: “Señor, dame esa agua: así no tendré más sed, ni tendré que venir aquí a sacarla”. Él le dice: “Anda, llama a tu marido y vuelve”. La mujer le contesta: “No tengo marido”. Jesús le dice: “Tienes razón, que no tienes marido: has tenido ya cinco y el de ahora no es tu marido. En eso has dicho la verdad”. La mujer le dice: “Señor, veo que eres un profeta. Nuestros padres dieron culto en este monte, y vosotros decís que el sitio donde se debe dar culto está en Jerusalén”. Jesús le dice: “Créeme, mujer, se acerca la hora en que ni en este monte, ni en Jerusalén daréis culto al Padre. Vosotros dais culto a uno que no conocéis; nosotros adoramos a uno que conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero se acerca la hora, ya está aquí, en que los que quieran dar culto verdadero adorarán al Padre en espíritu y verdad, porque el Padre desea que le den culto así. Dios es espíritu, y los que le dan culto deben hacerlo en espíritu y verdad”. La mujer le dice: “Sé que va a venir el Mesías, el Cristo; cuando venga él nos lo dirá todo”. Jesús le dice: “Yo soy: el que habla contigo”.

 ENTRE EL DESEO Y EL ANHELO

          El autor del evangelio construye este relato para mostrar a Jesús como quien sacia por completo la búsqueda del ser humano, representado en la figura de la mujer samaritana.

     En una consciencia mítica, la salvación se sigue buscando “fuera”, como obra de un Dios que viniera al rescate de nuestra carencia. En la medida en que se va superando ese nivel de consciencia se empieza a advertir que la salvación –plenitud, felicidad– no está fuera ni en el futuro; tampoco es un “objeto” que tendría que completarnos.

      Con esos términos se alude, más bien, a nuestra identidad profunda, a aquello que realmente somos. Y esto no tiene nada de narcisismo ni de orgullo porque el sujeto no es el yo, sino aquella identidad, una y compartida, que constituye nuestro fondo más íntimo y, a la vez, más transcendente.

      Lo contrario significa proyectar fuera –en un supuesto dios separado– aquello que somos en profundidad, con lo cual nuestra verdadera identidad quedaría irremisiblemente secuestrada por una figura creada por nuestra propia mente.

    El ser humano –siempre la paradoja– es un ser deseante y anhelante. El deseo nace de nuestra carencia y busca algo en beneficio propio; el anhelo, por el contrario, es gratuito y se percibe como un impulso que nos desegocentra.

    Es legítimo responder a los deseos, si bien será necesario estar vigilantes para no caer en la trampa del apego. Cuando se cae en ella, el deseo se convierte en adicción, en una fuerza tiránica que nos esclaviza y nos ciega, reduciéndonos a lo que no somos: hemos perdido la libertad y la comprensión.

      El anhelo es la “voz” de nuestra identidad profunda, que quiere expresarse en nuestra vida cotidiana y, por ello, clama en nosotros impulsándonos a secundarla. Si el deseo es siempre “interesado”, el anhelo es gratuito e incondicional, porque no nace del yo, sino de la propia vida que somos.

      Cuando vivimos desde el anhelo, no buscamos los intereses del ego, sino que nos percibimos como cauces por los que la vida se expresa. Este inédito modo de vivirse es el que queda plasmado en las palabras que el evangelista pone en boca de Jesús, en el mismo capítulo 4 del evangelio de Juan que leemos hoy: “Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra” (Jn 4,34).

    El deseo, siendo legítimo y en ciertos casos irrenunciable, alimenta al yo; el anhelo transciende el yo y nos sitúa en actitud de docilidad para que pueda vivirse en nosotros lo que realmente somos (“el que nos ha enviado”).

¿Me doy tiempo para escuchar en mí la voz del Anhelo?