LA FUENTE DE LA PAZ

Domingo V de Pascua

10 mayo 2020

Jn 14, 1-12

En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: “No perdáis la calma, creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas estancias; si no, os lo habría dicho, y me voy a prepararos el sitio. Cuando vaya y os prepare sitio volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros. Y adonde yo voy, ya sabéis el camino”. Tomás le dice: “Señor, no sabemos a dónde vas. ¿Cómo podemos saber el camino?”. Jesús le respondió: “Yo soy el camino y la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí. Si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre. Ahora ya lo conocéis y lo habéis visto”. Felipe le dice: “Señor, muéstranos al Padre y nos basta”. Jesús le replica: “Hace tanto tiempo que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ve a mí, ve al Padre. ¿Cómo dices tú: «Muéstranos al Padre?». ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? Lo que yo os digo no lo hablo por cuenta propia. El Padre, que permanece en mí, Él mismo hace las obras. Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre en mí. Si no, creed a las obras. Os lo aseguro: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aún mayores. Porque yo me voy al Padre”.

LA FUENTE DE LA PAZ

          Hay personas que buscan la calma en la relajación, la práctica del yoga o del mindfulness. Y está bien. El cuidado integral de la persona requiere prácticas que relajen el cuerpo y acallen la mente. Sin embargo, la fuente real de la calma o de la paz es la comprensión experiencial de lo que somos.

          En lenguaje teísta se habla de “creer en Dios”, en el sentido de “confiar”. En un sentido más amplio y en un lenguaje no religioso (universal), equivale a decir: “Confía en el fondo de lo real, confía en la vida”…

         Ese “Fondo” último, como bien expresara el Maestro Eckhart, es a la vez nuestro propio Fondo. Cuando lo comprendemos, dejamos de vernos como el yo separado para reconocernos en nuestra verdadera identidad.

          Parece que, por venir de donde históricamente venimos y por la propia naturaleza de nuestra mente, unido a la necesidad infantil de seguridad en alguien exterior (padre “todopoderoso”, madre…), el ser humano sueña con alguna presencia “exterior” protectora que le pueda aportar confianza, sobre todo en tiempos de incertidumbre o de angustia.

          Eso explica que se haya vivido la religión en esa clave, en la espera de un “Padre todopoderoso” –que recuerda mucho al del sueño infantil– en quien confiar y a cuyo amparo acudir.

          Por eso, al caer la idea de un Dios separado que habitara en otro “piso” superior –al ir descomponiéndose la creencia–, no pocas personas experimentan una sensación de soledad, como si hubieran quedado de pronto a la intemperie.

          Sin embargo, si se lee bien, el propio texto ofrece la clave de comprensión: “Quien me ve a mí, ve al Padre”. El término “Padre” es una metáfora que apunta a ese Fondo inefable, que transciende la mente y la palabra. Y Jesús, hombre sabio, afirma que ese Fondo es lo que somos; que, miremos donde miremos, estamos viéndolo permanentemente.

          Con todo ello, las palabras con que empieza el texto podrían «traducirse” de este modo: No perdáis la calma, comprended lo que sois. “Creer en Dios” equivale a confiar en el Fondo último de lo real; “creer en mí” es una invitación a reconocer en cada uno y cada una de nosotros lo que el propio Jesús reconocía en sí mismo.

          Cuando comprendemos vivencialmente lo que somos, brilla “la paz que supera todo lo que podemos pensar” (Filp 4,7). Porque, como dijera el sabio chino Huanchu Daoren en el siglo XVII, “la calma en medio de la quietud no es verdadera calma; mantenerse tranquilo en medio de la turbulencia, esa es la verdadera calma. La felicidad en medio del bienestar no es verdadera felicidad; mantenerse feliz al enfrentar la adversidad, ese es el verdadero potencial de tu mente”.

¿He encontrado el “lugar” de la paz?

Semana 3 de mayo: MIEDO Y CONFIANZA

VIVIR EN TIEMPOS DE PANDEMIA (2)

MIEDO Y CONFIANZA

Ante la amenaza se despierta el miedo, como pieza básica de nuestro sistema de defensas que nos alerta para poder escapar del peligro.

          Sin embargo, con mucha frecuencia, lo que es una alerta necesaria y beneficiosa, se convierte en algo patológico, que termina en parálisis, hundimiento y pánico. Eso ocurre cuando el miedo se apodera de nuestra persona.

Cuando aparece el miedo

          Nuestro miedo aparece cuando se producen –o se teme que se produzcan– pérdidas de todo tipo: de bienes, de salud, de afectos… Es la nube del qué será de mí.

          O cuando nos vemos sumidos en la incertidumbre: acerca de nuestra salud, nuestro trabajo, nuestro futuro. Es la nube del qué pasará.

          O cuando caemos en la cuenta de que, ciertamente, no controlamos nada. Ha bastado un virus insignificante para que todo el planeta se sienta amenazado y surja un escenario que nunca hubiéramos imaginado. Es la nube del cómo terminará todo esto.

          El miedo “fantasma” nos arrebata lucidez, secuestra la paz, genera intenso sufrimiento y lleva a culpabilizar a otros de nuestro malestar. Aun sin ser conscientes de ello, el miedo –por la frustración que supone para nuestra necesidad de bienestar– genera agresividad, que fácilmente proyectamos fuera, en un mecanismo perverso de culpabilización.

          La persona feliz es buena. La persona asustada es como un animal enjaulado, que fácilmente alimenta enfado hacia sí y odio hacia los demás.

La relación de la mente con el miedo

          Los estudiosos del cerebro han comprobado que este reacciona igual ante la amenaza real que ante la que es solo imaginada. En cierto modo, no distingue una de otra.

          Esto significa, al menos, dos cosas importantes: que podemos sufrir por amenazas que nunca serán reales y que la mente tiene poder para crear escenarios atemorizadores o “miedos fantasmas”.

          Significa también la importancia de cuidar el modo como nos relacionamos con la mente, porque de ello dependerá que sea nuestra gran aliada en tiempos de crisis y dificultad o, por el contrario, nuestra mayor enemiga y fuente de sufrimiento desproporcionado e inútil.

          ¿Cómo vivo la mente? ¿Cómo servidora o como dueña? Recordemos una vez más el conocido dicho: “La mente es el mejor de los siervos y el más tirano de los dueños”.

          La mente-dueña es aquella que me acapara hasta identificarme con los pensamientos. Aun sin ser consciente de ello, creo que la realidad es como mi mente la ve, olvidando aquello que los neurocientíficos han comprobado: que nuestra mente nunca ve la realidad, sino solo una imagen mental. Confundido con mi mente, porque no he aprendido a tomar distancia de ella, me veré sacudido por los movimientos mentales y emocionales que aparezcan en cada momento.

          Los pensamientos generan sentimientos, a la vez que estos alimentan aquellos. De modo que puede crearse la “tormenta perfecta”: pensamientos de temor alimentan un miedo descontrolado que, a su vez, dan pábulo a ideas e imágenes cada vez más negras.

          La mente-servidora, por el contrario, es una preciosa y eficaz herramienta a nuestro servicio y por ello una gran aliada. Es la mente observada. Y la vivimos así cuando somos capaces de tomar distancia de ella, sin dejar que nos maneje. Con la práctica, me voy dando cuenta de cómo funciona en mi caso, pero no me creo todo lo que me dice.

Higiene mental y acceso a “otro lugar”

          Al tomar distancia de la mente, me libero de su dominio y empiezo a comprender lo que son los pensamientos. Estos no me dicen “la verdad” de lo que ocurre. Son solo propuestas neuronales, que mi cerebro me lanza a partir de las experiencias vividas en el pasado y de los patrones mentales que aquellas han configurado.

          Ahora bien, en el momento mismo en que descubro que mis pensamientos son únicamente propuestas cerebrales, empiezo a perderles el respeto y puedo mirarlos con un punto de humor. Y con esa misma práctica, empiezo a desarrollar una poderosa capacidad: aquella que consiste en dejar caer o soltar todos aquellos pensamientos que me producen sufrimiento mental.

          No se trata en absoluto de negar la realidad ni de evitar el dolor –de hecho aquella práctica no funcionará si no se basa en la lucidez–, sino de no ser marioneta en manos de una mente que no hace sino repetir mensajes de acuerdo con los circuitos neuronales.

          Parece claro que nuestra mente volverá a aquellos pensamientos que más alimentamos o en los que nos entretenemos con más frecuencia. Ello significa que terminará por no traernos obsesivamente aquellos que dejamos caer una y otra vez.

          He hablado de observar la mente, tomando distancia de ella, como condición de nuestra libertad y como medio para dejar de sufrir inútilmente. Pero para observarla, se requiere empezar a familiarizarse con “otro lugar” que no sea la mente y desde el que podamos mirarla.

          La psicología transpersonal, tomando prestado un término de la sabiduría hindú, denomina a ese lugar la Consciencia-Testigo, o el Testigo a secas.

          Como cada cual puede experimentar, encontramos en nosotros “dos lugares”: la mente que piensa y “algo” que la observa. Ese “algo” es el Testigo. Esto me parece tan evidente que si en nosotros hubiera solo pensamiento ni siquiera sabríamos que estábamos pensando. Hay otra instancia que se da cuenta de que pensamos. Dicho de otro modo: el Testigo es el que nos hace reconocer que no somos esa voz que habla en nuestra cabeza. Porque eso, para nosotros, es solo un objeto, es decir algo que podemos observar.

          Con ello, la práctica de observar la mente no solo nos conduce a vivirla como una herramienta a nuestro servicio –evitando la trampa de reducirnos a ella–, sino que nos abre la puerta para acceder a nuestra verdadera identidad: no somos la mente –o el yo– que observamos; somos Eso que observa.

          La experiencia de ese “otro lugar” se revela fundamental en el proceso de crecimiento de la persona, de la liberación del sufrimiento mental y de la comprensión de lo que realmente somos.

          El miedo le afecta al yo –y habrá que elaborar todos los miedos que aparezcan–, pero no al Testigo. El Testigo es ecuánime en toda circunstancia y se halla siempre a salvo.

La salida del miedo: la confianza

          El miedo es lo opuesto a la confianza: recientes investigaciones neurocientíficas parecen demostrar que ambos utilizan los mismos circuitos neuronales, por lo que si uno de ellos está activo mantiene al otro alejado: donde hay miedo no hay confianza, y donde hay confianza no hay miedo.

          El miedo se activa en situaciones de amenaza, tiende a agravarse –como hemos visto– cuando se hace presente cualquier tipo de pérdida, cuando aparece la incertidumbre y cuando tenemos la sensación de no controlar algo.

          Pero, en realidad, la raíz del miedo es más profunda. Nace de nuestra idea de que somos un yo separado y, en último término, de la ignorancia acerca de nuestra verdadera identidad.

          El miedo acompaña al yo desde su mismo nacimiento, tal como advirtiera Hobbes: “El día que yo nací mi madre parió gemelos: yo y mi miedo”. Donde hay un yo separado habrá miedo.

          Esto significa que si el origen del miedo es la ignorancia acerca de lo que somos, la liberación del miedo –la confianza profunda– únicamente podrá venir de la mano de la comprensión de nuestra verdadera identidad.

          Cuando vamos haciendo la experiencia de pasar del “yo” al “Testigo” estamos dando un paso decisivo en ese camino de comprensión. Y puede darse que, en la medida en que vayamos acallando el “griterío” de nuestra mente, en el silencio, notemos que hay “algo” en nosotros que nos invita a confiar. Si seguimos abiertos a ello, es fácil que escuchemos una voz que susurra incansablemente en nuestro interior: “Confía”.

                Como el amor, la alegría, la gratitud…, la confianza es un arte. Lo cual indica que se puede cultivar. Y que crece en la medida en que la practicamos. Al entregarnos a la vida, en la aceptación profunda, experimentamos que la confianza no defrauda: hay un «Fondo» que no sostiene en todo momento; ese Fondo es lo que somos.

¿MAESTROS?

Domingo IV de Pascua

3 mayo 2020

Jn 10, 1-10

En aquel tiempo, dijo Jesús: “Os aseguro que el que no entra por la puerta en el aprisco de las ovejas, sino que salta por otra parte, ese es ladrón y bandido; pero el que entra por la puerta es pastor de las ovejas. A este le abre el guarda y las ovejas atienden a su voz, y él va llamando por el nombre a sus ovejas y las saca fuera. Cuando ha sacado todas las suyas camina delante de ellas, y las ovejas lo siguen, porque conocen su voz: a un extraño no lo seguirán, sino que huirán de él, porque no conocen la voz de los extraños”. Jesús les puso esta comparación pero ellos no entendieron lo que les hablaba. Por eso añadió Jesús: “Os aseguro que yo soy la puerta de las ovejas. Todos los que han venido antes de mí son ladrones y bandidos; pero las ovejas no los escucharon. Yo soy la puerta: quien entra por mí se salvará y podrá entrar y salir, y encontrará pastos. El ladrón no entra sino para robar y matar y hacer estrago; yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante”.

¿MAESTROS?

          Uno de los signos más claros para detectar a un “falso maestro” es el hecho de que se presente a sí mismo como “mediador” o “condición necesaria” para que las personas logren la liberación. Lo cual nos hace ver que las palabras que leemos en este texto no habrían salido nunca de la boca de Jesús; se trata, más bien, de frases que expresan la fe en él por parte de aquella primera comunidad.

          Cada confesión religiosa tiende a creer que el suyo es el líder o maestro “verdadero”, a diferencia de otros que solo son “ladrones y bandidos”. Se trata, de nuevo, de una absolutización, carente de fundamento, del propio grupo y de la propia creencia.

          Se comprende que pueda existir un “lenguaje de enamorados”, por el que atribuimos a las personas queridas dones “especiales”, adornándolas con todo tipo de cualidades. Pero ese modo de hacer únicamente habla de los “seguidores”, más o menos fanáticos, de un supuesto maestro.

          Un verdadero maestro sabe que no puede existir el “maestro perfecto” –lo “perfecto” nunca puede ser personal (lo humano no puede ser perfecto), sino en todo caso transpersonal–. Sabe también que toda persona cuenta con la “guía interior” que necesita para recorrer su camino. Y si bien es cierto que puede servirnos de ayuda cualquier persona sabia y experimentada, eso no niega el hecho de que todos, sin excepción, somos maestros y discípulos a la vez.

          Solo una personalidad narcisista busca mostrarse como alguien “especial” o, en el otro lado, necesita maestros a quienes admirar, proyectando en ellos su afán de grandeza y de perfección. Conozco algún “director espiritual” que, presentándose como “mediador” de Dios para algunas personas, terminó manipulándolas e incluso abusando de ellas. Y conozco también no pocas personas que presumen de haber encontrado el “maestro ideal”, al que idealizan, y del que esperan que les otorgue seguridad absoluta, para no tener que enfrentarse a sus propios miedos e incertidumbres.

         Quien va de «pastor» genera borreguismo alienante y quien se presenta como «maestro» fácilmente produce dependencia, a la vez que trata de blindarse frente las críticas, como si fuera inmune ante ellas.

        Ser maestro no es un rol permanente. Es una función que alguien o algo puede ejercer en cualquier momento. La autoridad auténtica radica, no en la persona, sino en el contenido de lo que se transmite. El maestro auténtico no promete nada, pide entrega total únicamente a la verdad; no hambrea reconocimiento ni busca discípulos; no ata a nadie, sino que promueve la autonomía y la libertad de quienes se acercan a él.

      En épocas, tanto de fáciles credulidades como de adhesiones dogmáticas a creencias que aparecen como incuestionables, necesitamos recoger el grito kantiano que hizo suyo la Modernidad: “Sapere aude” (atrévete a conocer). Liberándose de los “tutores” que mantienen a los humanos en la “minoría de edad”, Kant abogaba por el librepensamiento y la capacidad de conocer por uno mismo. Su grito constituye una invitación a poner en cuestión lo recibido, lo aprendido y todo lo que damos por sabido, recorriendo el camino de la indagación, que nace del anhelo de verdad y que podría concretarse en esta doble pregunta: ¿Y si las cosas no fueran como me las han contado?; si dejo de lado todo lo que me han enseñado y todo lo que he aprendido, ¿qué puedo decir por mí mismo? Si aprendemos a convivir con la incertidumbre y no nos desalentamos, el gusto por la verdad podrá conducirnos más lejos de lo que nuestra mente hubiera imaginado.

         «La verdad es una tierra sin caminos», proclamaba Krishnamurti en su famoso discurso de «Disolución de la Orden de la Estrella». Por lo que «cada uno tiene que ser su propio maestro y su propio discípulo».

        La persona sabia tiene claro que cada cual es maestro de sí mismo, y que cada cual tiene su propio camino que recorrer, según cantaba el poeta León Felipe:

“Nadie fue ayer,
ni va hoy,
ni irá mañana
hacia Dios
por este mismo camino
que yo voy.
Para cada hombre guarda
un rayo nuevo de luz el sol…
y un camino virgen
Dios”.

¿Me siento comprometido/a a buscar la verdad por mí mismo/a, hasta el final?

Semana 26 de abril: VULNERABILIDAD Y FORTALEZA

VIVIR EN TIEMPOS DE PANDEMIA (1)

VULNERABILIDAD Y FORTALEZA

En los correos, whatsapps y llamadas que estoy recibiendo en estas semanas que llevamos confinados percibo diferentes sentimientos, desde el pánico hasta el amor compasivo y solidario. Pero entre todos ellos hay uno que se repite con más frecuencia, cobrando un relieve especial y, en cierto modo, coloreando todos los demás: la vulnerabilidad.

Cuando aparece la vulnerabilidad

El Covid-19 nos ha puesto frente al espejo de nuestra propia vulnerabilidad. Con frecuencia hemos querido negarla, ocultarla, reprimirla, enmascararla, maquillarla, compensarla de mil modos… Sin embargo, en cuanto aparece la amenaza, aquella no solo queda al descubierto sino que ocupa el primer plano.

¡Somos tan vulnerables!… Palpamos el miedo a las pérdidas de todo tipo –de bienes, de salud, de afectos…– y nos sentimos desnudos ante la incertidumbre. Descubrimos que no controlamos nada y aparece nuestra impotencia. Y comprobamos con temor que todo aquello en lo que habíamos puesto nuestra seguridad se derrumba; y que no existe “forma” alguna, externa o interna, que pueda sostenernos.

Tal constatación nos obliga a un reconocimiento humilde y a un cuestionamiento seguramente decisivo.

La amenaza nos lleva, por un lado, a reconocer que somos vulnerables, frágiles, débiles… y que la impermanencia es la ley que rige todo el mundo de las formas. En ellas nada permanece, excepto el cambio: todo cambia, todo pasa, todo se termina perdiendo…

Y, por otro lado, nos sentimos cuestionados acerca de qué hacer con esa vulnerabilidad reconocida, cómo aprender a vivir con ella.

Desde dónde vivir la vulnerabilidad

Podemos vivir la vulnerabilidad desde tres actitudes diferentes, que conllevan también efectos diametralmente opuestos.

Desde la resignación, acompañada con frecuencia de decepción y lamento, que suele acabar en claudicación, paralización y, en ocasiones, en cinismo amargo.

Desde la resistencia, acompañada de agresividad, queja y crispación, que hace entrar en guerra con la realidad, nos sitúa en el “no” a la vida y termina incrementando el sufrimiento mental y la desesperación.

Desde la aceptación, la actitud sabia, contrapuesta por igual a cada una de las dos anteriores. Aceptar significa alinearse con la realidad de cada momento –decir “sí” a lo que viene–, acogiendo todos los sentimientos que aparecen, aunque sin reducirse a ellos y experimentar cómo, al aceptar, empieza a surgir en nosotros la acción adecuada en ese momento.

Aceptar significa también abrazar la propia vulnerabilidad, acogernos débiles y frágiles. Para lo cual, tendremos que cuidar la paciencia y el amor incondicional hacia nosotros mismos.

La paciencia nos permite convivir con el “oleaje” emocional que se despierta en un momento concreto, sabiendo que tal vez requiera tiempo para que pueda calmarse. Aquí no hay que hacer nada, sino alimentar la confianza: quizás no entienda nada ni vea por dónde tirar, pero puedo mantener la confianza en una sabiduría mayor que rige todo el proceso. En mí hay vulnerabilidad y ceguera –tal vez estoy asustado y no puedo ver más–, pero sé que la Vida sabe. Dejo de discutir todo el tiempo con ella y confío… Más tarde podré verificar la verdad de mi actitud por los frutos que produce.

El amor incondicional hacia sí constituye el mayor poder del que disponemos en el plano psicológico. Y la experiencia de la propia vulnerabilidad puede constituir la oportunidad de reconciliarme en profundidad conmigo mismo y con toda mi verdad, cuidando actitudes de autoacogida, comprensión, perdón… En la medida en que me permita sentir mi propio dolor y pueda acogerme con él, despertará en mí la capacidad probablemente más humana: la compasión. Y en la medida en que la viva conmigo mismo podré vivirla hacia los demás.

La crisis –acompañada de experiencias de fragilidad, miedo e incertidumbre– habrá sido así una escuela de compasión, que se traduce en solidaridad.

Los frutos de la vulnerabilidad

Al reconciliarme con la vulnerabilidad es fácil que se me muestren dos frutos que nacen de la aceptación.

En primer lugar, en una profunda paradoja, descubro que aceptar que soy vulnerable no me hace más débil, sino más fuerte…, porque me apoyo en la verdad, y la verdad siempre es fortaleza y liberación. Y empiezo a comprender que en tanto no se acepte completamente la propia vulnerabilidad es imposible sentir fortaleza, porque algo nos dice que nuestra apariencia de seguridad es solo fachada, una máscara que trata de esconder aquello que nos asusta. Por el contrario, al mirar de frente toda nuestra fragilidad y aceptarla compasivamente, emerge aquella “roca” en la que hacer pie: la reconciliación con toda nuestra verdad, la paz y el descanso.

En segundo lugar, empiezo a comprobar que la fuerza que necesito no vendrá de nada de “fuera” –de las circunstancias, los acontecimientos…–, como tampoco de mis ideas o creencias, sino del encuentro en profundidad conmigo mismo que es, en realidad y al mismo tiempo, encuentro con todo y con todos. Ahí conecto con la fuente de la vida que, me alineo con ella y empiezo a comprender que la sabiduría se traduce en aprender a fluir con la vida.

El miedo que se despierta en la crisis nos hace ver dónde habíamos puesto nuestra confianza, dónde creíamos encontrar la fuente de nuestra seguridad. Cuando eso –sea lo que sea– se vea amenazado notaremos cómo se incrementa nuestro temor. Y quizás ahí podamos vislumbrar la luz que asoma a través de esa rendija: la confianza y la seguridad no pueden apoyarse de manera estable en ninguna forma –ningún objeto, ninguna creencia–, sino en la comprensión de que “Aquello” que somos en profundidad, “Eso” que es consciente de todo –más allá del “personaje” o del yo en el que nos estamos experimentando– se halla siempre a salvo. Porque no somos la forma con la que nuestra mente nos ha identificado, sino la Vida de donde brotan todas las formas.

El camino del silencio

Para Pascal, “toda la desdicha de los hombres se debe a una sola cosa: no saber permanecer en reposo en una habitación”. Y sin embargo, como diría Viktor Frankl, “literalmente hablando, lo único que poseemos ahora es nuestra existencia desnuda”.

Tal vez una experiencia de confinamiento como la que estamos viviendo sea una oportunidad para experimentar ambas cosas: la riqueza del silencio y el encuentro con nuestra “existencia desnuda”.

Tengo constancia de que son muy numerosos los grupos que, en algún momento del día, se reúnen para meditar a través de alguna plataforma digital. Lo cual me parece una buena noticia.

En la práctica meditativa encontramos un tiempo para favorecer la cercanía a nosotros mismos, el cuidado de la atención y la riqueza del Silencio.

Del modo que sea más adecuado para cada cual, se trata de favorecer el amor incondicional hacia sí mismo, entrenar la atención –llevándola a la respiración o a las sensaciones corporales, y observando la mente a distancia– y ejercitarse en el Silencio del “solo estar”, en una consciencia sin contenidos, manteniendo la atención en la pura y simple sensación de presencia, sin añadir pensamientos.

Así vivido, el Silencio –me gusta escribirlo con mayúscula– conduce al centro de la vida; es fuente de comprensión, de amor, de libertad, de paz y de acción eficaz. El Silencio es la puerta hacia nosotros mismos; no solo eso: el Silencio consciente es otro nombre de lo que somos, es nuestra “casa”. Es liberación del sufrimiento inútil y experiencia de plenitud gozosa. Por todo ello, cuando se ha experimentado, el Silencio enamora.

EL CAMINO QUE VENCE A LA TRISTEZA

Domingo III de Pascua

26 abril 2020

Lc 24, 15-35

Dos discípulos de Jesús iban andando aquel mismo día, el primero de la semana, a una aldea llamada Emaús, distante unas dos leguas de Jerusalén; iban comentando todo lo que había sucedido. Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo. Él les dijo: “¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino?”. Ellos se detuvieron preocupados. Y uno de ellos, que se llamaba Cleofás, le replicó: “¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no sabe  lo que ha pasado allí estos días?”. Él les preguntó: “¿Qué?”. Ellos le contestaron: “Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras ante Dios y todo el pueblo; cómo lo entregaron los sumos sacerdotes y nuestros jefes para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que él fuera el futuro liberador de Israel. Y ya ves, hace dos días que sucedió esto. Es verdad que algunas mujeres de nuestro grupo nos han sobresaltado, pues fueron muy de mañana al sepulcro, no encontraron su cuerpo e incluso vinieren diciendo que habían visto una aparición de ángeles, que les habían dicho que estaba vivo. Algunos de los nuestros fueron también al sepulcro y lo encontraron como habían dicho las mujeres; pero a él no le vieron”. Entonces Jesús les dijo: “¡Qué necios y torpes sois para no creer lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto para entrar en su gloria?”. Y comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas les explicó lo que se refería a él en toda la Escritura. Ya cerca de la aldea donde iban, él hizo ademán de seguir adelante, pero ellos le apremiaron diciendo: “Quédate con nosotros, porque atardece y el día va de caída”. Y entró para quedarse con ellos. Sentado a la mesa con ellos tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero él desapareció. Ellos comentaron: “¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?”. Y levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron a los Once con sus compañeros, que estaban diciendo: “Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón”. Y ellos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.

EL CAMINO QUE VENCE A LA TRISTEZA

          Parece claro que esta catequesis de Lucas responde a la que era, probablemente, la mayor inquietud de aquellos primeros discípulos: ¿cómo entender que Dios hubiera permitido la muerte violenta de Jesús?; ¿no sería esa una señal de que se trataba de un falso profeta? Si realmente era el “Hijo de Dios”, ¿no habría venido Dios en su ayuda? “Nosotros esperábamos…”, confiesan desde su decepción. Pues bien, a esa frustración y a todos esos interrogantes, la catequesis responde: “era necesario”, ya estaba anunciado en las Escrituras.

         Es sabido que esta lectura sería «elaborada» por la teología posterior, dando lugar a interpretaciones absolutamente deformadas de la muerte de Jesús y del significado de la cruz. Hasta el punto de que cruz y muerte se entenderían como la condición necesaria para que Dios pudiese perdonar el pecado de los “primeros padres”, mostrando la imagen de un Dios ofendido y vengativo que habría exigido “reparar” en Jesús, a través del dolor, la “ofensa” o pecado de Adán y Eva.

        Desde nuestra perspectiva, podemos ver que se trataba sencillamente de una interpretación “intencionada” -en cierto modo, si se entiende bien, «inventada»-, a la que recurrió la primera comunidad para explicarse el “escándalo” de la cruz. Pero el texto no se detiene aquí, sino que parece invitar a los creyentes el camino para encontrarse con el Resucitado: acoger a los desconocidos.

          Y aquí entramos ya en un principio de sabiduría universal: la humanidad se salva de la decepción gracias al encuentro con los demás. Al compartir el camino y acoger a las personas, notamos que nuestro corazón empieza a “arder” y vuelve la alegría. Porque la alegría –como la felicidad– no tiene un sujeto individual; solo es posible en la experiencia de comunión, cuando es compartida.

¿Vivo la acogida y la comunión como gozo?