COMPRENSIÓN Y HUMILDAD

Domingo VIII del Tiempo Ordinario

27 febrero 2022

Lc 6, 39-45

En aquel tiempo, dijo Jesús a los discípulos una parábola: “¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo? Un discípulo no es más que su maestro, si bien, cuando termine su aprendizaje, será como su maestro. ¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano:
«Hermano, déjame que te saque la mota del ojo», sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano. No hay árbol sano que dé fruto dañado, ni árbol dañado que dé fruto sano. Cada árbol se conoce por su fruto; porque no se cosechan higos de las zarzas, ni se vendimian racimos de los espinos. El que es bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal; porque lo que rebosa del corazón, lo habla la boca”.

COMPRENSIÓN Y HUMILDAD

Los dichos se Jesús están repletos de sabiduría: un ciego no puede guiar a otro ciego, tiendo a ver en el otro lo que no veo en mí, el árbol se conoce por sus frutos… En estos tres casos, lo que se está reclamando es la necesidad de una mirada limpia, lúcida y humilde, es decir, una mirada capaz de iluminar nuestras oscuridades, en definitiva, una mirada que nace de la comprensión.

Solo la comprensión profunda o experiencial -no la mente analítica- nos permite ver con claridad, disipando las oscuridades en las que nos había enredado nuestro afán de autoafirmación narcisista.

La comprensión nos libera de la ceguera de la rutina, del conformismo, de estrechas lecturas mentales, de los intereses del ego, posibilitando de ese modo que nuestra vida fluya con acierto. Y solo quien es diestro en “guiar” su propio camino es capaz de poder acompañar a otros de manera adecuada.

La comprensión nos permite reconocer nuestra propia sombra -la “viga en el ojo”-, en lugar de proyectarla en los otros, como pretexto para juzgarlos y condenarlos. Sin ser conscientes de que, al condenarlos, nos estamos condenando a nosotros mismos. De hecho, no podré dejar de condenar a los otros mientras haya en mí mismo algo que condene.

La comprensión es la matriz de “frutos buenos”, que afloran de manera gratuita y desapropiada. Mientras el ego vive de la apropiación, que le lleva a presumir de lo que hace y buscar, por ello, la aprobación y el aplauso, la comprensión nos muestra con claridad meridiana que todo se hace a través de nosotros. De hecho, la desapropiación constituye la nota característica de todo “fruto bueno”. En ausencia de la misma, incluso los mejores “frutos”, quedan contaminados e incluso pervertidos, volviéndose amargos.

Todos los efectos que produce la comprensión se hallan sustentados en una característica que la define: la humildad. Al mostrarnos la verdad de lo que somos, la comprensión nos libera del orgullo neurótico -porque nos libera de la identificación con el yo, es decir, nos des(ego)centra- y nos sitúa en la humildad.  

Humildad -dijera santa Teresa de Jesús- es “andar en verdad”. La identificación con el yo, el juicio a los otros y la pretensión de quedar por encima de ellos ponen de manifiesto que nos movemos en la mentira, que hace imposible dar “frutos buenos”.

Si humildad es sinónimo de verdad, orgullo es sinónimo de mentira y, en último término, de ignorancia. Se entiende, por tanto, que todas las tradiciones espirituales hayan considerado la humildad como el cimiento básico de todo camino de crecimiento.

¿Dejo espacio a la humildad en mí? ¿Acepto toda mi verdad, sin maquillarla, y comprendo lo que es mi (nuestra) verdadera identidad?

AMOR COMO CERTEZA DE NO-SEPARACIÓN

Domingo VII del Tiempo Ordinario

20 febrero 2022

Lc 6, 27-38

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “A los que me escucháis os digo: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os injurian. Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite la capa, déjale también la túnica. A quien te pide, dale; al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames. Tratad a los demás como queréis que ellos os traten. Pues, si amáis sólo a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a los que los aman. Y si hacéis bien sólo a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores
lo hacen. Y si prestáis sólo cuando esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a otros pecadores, con intención de cobrárselo. ¡No! Amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada; tendréis un gran premio y seréis hijos del Altísimo, que es bueno con los malvados y desagradecidos. Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo; no juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante. La medida que uséis, la usarán con vosotros”.

AMOR COMO CERTEZA DE NO-SEPARACIÓN

El amor no nace de la voluntad, sino de la comprensión: en nuestra verdadera identidad, somos Amor. Habremos de recurrir a la voluntad para poner los medios que nos ayuden a liberarlo cuando lo notemos apagado o bloqueado, pero el amor no nace de la voluntad: es una realidad transpersonal, es lo que somos.

El amor no conoce fronteras, límites ni finales: es dinamismo que fluye sin cesar. Lo cual no niega que sea también lúcido y asertivo.

El amor no pone condiciones -es siempre humilde, gratuito e incondicional-, aunque moviliza poderosamente y nos saca de las inercias del egocentrismo.

El amor da paz, aunque nunca nos deja en paz.

El amor incluye a los enemigos -tal como afirma Jesús, que supo vivirlo así-, porque no existe nada separado de la totalidad: la realidad es no-separación. De hecho -más allá de la legítima protección ante cualquier amenaza-, lo que impide amarlos es la lectura que el ego hace de ellos y de la situación.

El amor es universal, pero el ego, según sus particulares e interesados criterios, divide y fracciona la humanidad en “buenos” y “malos”. A partir de esa etiquetación, genera comportamientos de diverso tipo.

Lo que ha ocurrido es que se ha desplazado el amor del centro, lugar que pretende ocupar el ego. El amor es, por su propia naturaleza, universal; el ego, por el contrario, egocéntrico. El amor fluye en todas las direcciones; el ego se mueve en función de sus intereses.

El amor no es, en primer lugar, un sentimiento o una emoción; es certeza de no separación. En cuanto tal, el amor no pasa nunca, porque aquella certeza es definitiva: define la naturaleza de lo real. La realidad no es una suma de objetos separados, sino un único tejido que, desplegado en infinidad de formas diferentes, comparte la misma “sustancia” o identidad. Eso explica que también los “enemigos”, más allá de todos sus comportamientos, son no-separados de mí.

¿Cómo entiendo y vivo el amor?

PARADOJA Y FELICIDAD

Domingo VI del Tiempo Ordinario

13 febrero 2022

Lc 6, 17.20-26

En aquel tiempo, bajó Jesús del monte con los Doce y se paró en un llano, con un grupo grande de discípulos y de pueblo, procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón. Él, levantando los ojos hacia sus discípulos, les dijo: “Dichosos los pobres, porque vuestro es el reino de Dios.
Dichosos los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados. Dichosos los que ahora lloráis, porque reiréis. Dichosos vosotros, cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os insulten, y proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo, porque vuestra recompensa será grande en el cielo. Eso es lo que hacían vuestros padres con los profetas. Pero, ¡ay de vosotros, los ricos!, porque ya tenéis vuestro consuelo. ¡Ay de vosotros, los que ahora estáis saciados!, porque tendréis hambre. ¡Ay de los que ahora reís!, porque haréis duelo y lloraréis. ¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros! Eso es lo que hacían vuestros padres con los falsos profetas”.

PARADOJA Y FELICIDAD

La sabiduría se expresa en paradojas, no por capricho, sino porque las cosas no son lo que parecen. La mente se queda atascada fácilmente en la apariencia y en la contradicción. Para ella, todo es “lineal”. Y etiqueta como “verdadero” aquello que se ajusta a lo que ella misma percibe. Con el añadido de que, mientras permanecemos en el estado mental, es imposible verlo de otro modo.

Sin embargo, la mente es solo un modo de conocer, no el único ni el definitivo. Hay otro modo de conocer que se abre camino en nosotros, justamente cuando aprendemos a silenciar el pensamiento. El silencio de la mente nos permite trascenderla, viniendo a constatar que, en efecto, las cosas no son lo que parecen.

La tradición mística cristiana había hablado de “los tres ojos del conocimiento”: el ojo de la carne, el ojo de la razón y el ojo del espíritu. Cada uno de ellos opera en su propio campo. Y de la misma manera que no se puede pedir al “ojo de la carne” que vea los pensamientos, tampoco es posible que el “ojo de la razón” alcance a ver la profundidad de lo real.

En nuestro caso, el ojo de la carne nos ve como un cuerpo; el de la mente, como un “yo” separado; solo el del espíritu percibe nuestra verdadera identidad, el “fondo lúcido” o “presencia consciente” que, en el silencio de la mente, podemos experimentar.

La paradoja se halla presente en todas las dimensiones de nuestra existencia. Y así queda recogida en quienes llamamos maestros y maestras de sabiduría. En el evangelio, es central aquella que habla de “perder” y “ganar”: salva la vida, quien la pierde, mientras que la pierde quien pretende guardarla.

El texto que comentamos hoy advierte de la paradoja que se da en nuestra búsqueda de ser felices: la felicidad que ansiamos no gira en torno al yo, sus intereses y apetencias, sino que nace de la comprensión y de la conexión consciente con lo que realmente somos.

¿Hacia dónde oriento la búsqueda de la felicidad?

VULNERABILIDAD Y PLENITUD

Domingo V del Tiempo Ordinario

6 febrero 2022

Lc 5, 1-11

En aquel tiempo, la gente se agolpaba alrededor de Jesús para oír la Palabra de Dios. Estaba él a orillas del lago de Genesaret y vio dos barcas junto a la orilla: los pescadores habían desembarcado y estaban lavando las redes. Subió a una de las barcas, la de Simón, y le pidió que la apartara un poco de tierra. Desde la barca, sentado, enseñaba a la gente. Cuando acabó de hablar, dijo a Simón: “Rema mar adentro y echad las redes para pescar”. Simón contestó: “Maestro, nos hemos pasado la noche bregando y no hemos cogido nada; pero por tu palabra, echaré las redes”. Y, puestos a la obra, hicieron una redada de peces tan grande que reventaba la red. Hicieron señas a los socios de la otra barca, para que vinieran a echarles una mano. Se acercaron ellos y llenaron las dos barcas, que casi se hundían. Al ver esto, Simón Pedro se arrojó a los pies de Jesús diciendo: “Apártate de mí, Señor, que soy un pecador”. Y es que el asombro se había apoderado de él y de los que estaban con él, al ver la redada de peces que habían cogido; y lo mismo les pasaba a Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón. Jesús dijo a Simón: “No temas: desde ahora, serás pescador de hombres”. Ellos sacaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, le siguieron.

 VULNERABILIDAD Y PLENITUD

Es propio de la lectura dualista proyectar la “salvación” en un ser separado, que termina siendo idealizado o incluso divinizado. En paralelo, se produce una desconexión de la propia identidad, cayendo en el olvido y la ignorancia de lo que realmente somos. El resultado, objetivamente, no puede ser otro que la alienación y el sufrimiento.

El ser, la vida, el poder, la “salvación”… no es “algo” que “alguien” podría otorgarnos, aunque todos puedan enseñarnos y de todos podamos necesitar.

De acuerdo con nuestra constitución paradójica, somos vulnerabilidad -que se cansa de bregar y parece no conseguir nada, según el simbolismo del relato- y somos también, en nuestra identidad profunda, plenitud de vida: paz, confianza, fuerza, dinamismo.

En Jesús, como en tantas otras personas, hemos podido descubrir a alguien que ha vivido en esa certeza. El error está en que, en lugar de verlo como un espejo que reflejaba lo que somos todos, lo hemos visto como un ser separado y distinto de nosotros y hemos terminado alienándonos.

En la comprensión no-dual se advierte que lo que es Jesús lo somos todos. Y que solo necesitamos ahondar en nuestra verdad más profunda -ahí donde somos uno con todos los seres- para escuchar con fuerza: “No temas, rema mar adentro…”

Esto no es un endiosamiento del propio yo, ya que la conexión con nuestra verdadera identidad -si es tal, y la vivimos de manera consciente- desnuda al yo y lo disuelve. Dicho de modo más simple: no es el yo quien nos “salva”, sino más bien al contrario, la comprensión de lo que realmente somos nos “salva” del (de la identificación con el) yo.

La conexión consciente con nuestra verdadera identidad se revela como plenitud, como un estado de ser caracterizado por la consciencia de unidad. En medio de todas las circunstancias de nuestra existencia, vivimos anclados en lo que somos y en unidad con todos, en un sí consciente a la vida.

 ¿Descubro en mí ese “fondo” que es plenitud de vida y de presencia?