ADICCIÓN AL SUFRIMIENTO // Ramón Andreu Anglada

«La gente desconoce que tiene una adicción al sufrimiento».

Entrevista de Cristina Turrau a Ramón Andreu Anglada, psiquiatra y psicoanalista, en El Diario Vasco, 1 agosto 2022:
https://www.diariovasco.com/sociedad/salud/psicologia/gente-desconoce-adiccion-20220801215541-nt.html

El psiquiatra Ramon Andreu Anglada (Vic, 1937) piensa que cualquier psicólogo o psiquiatra y toda persona interesada por estas disciplinas es o ha sido antes un ser neurótico. Y este último es aquel que sufre de inestabilidad emocional: las cosas de la vida alteran su equilibrio en mayor medida que a otras personas. Con este convencimiento quiso rubricar su larga carrera profesional con una trilogía de libros –’El GPS secreto de nuestra mente’, ‘Las cartas que los padres nunca recibieron’ y ‘El monstruo de hielo’–. Ahora publica ‘¿Ir al psiquiatra? ¿Para qué?’, una guía sobre terapias psicológicas que incluye además testimonios que sus pacientes, generosamente, han dado permiso para publicar.

Los pacientes de Andreu Anglada, que ejerce como psiquiatra psicoanalítico, sufren de una adicción al sufrimiento. «Terminada la trilogía sobre ese sufrimiento adictivo, que no se sabe que se padece, sentí la necesidad de escribir algo que orientara a la gente sobre qué clase de terapia o de terapeuta se necesita según el tipo de sufrimiento o malestar que se experimenta», explica. «Uno puede perderse en el laberinto de las terapias existentes, y por tanto, de terapeutas».

¿Hay mucha gente que arrastra comportamientos repetitivos y dañinos dictados por su inconsciente?

«Sí. El sufrimiento de los ‘tres demasiados’ que he descrito en la trilogía, es cada vez más frecuente. Se trata de un sufrimiento que se produce demasiado pronto, que es demasiado fuerte y que sucede durante demasiado tiempo seguido. Así se fragua el ‘efecto droga’ del sufrimiento. Quien lo sufre se ve obligado a romper de forma inconsciente cualquier etapa de bienestar emocional. Porque le falta su dosis de dolor. Y este sufrimiento patológico es cada vez más frecuente. Se fragua en el grupo original o familia de infancia. Y la familia como institución está siendo cada vez más maltratada y desprotegida por parte de la sociedad. La comunicación emocional entre sus miembros no siempre funciona bien».

La neurosis, el mal funcionamiento de nuestro psiquismo, ¿está más extendida de lo que se piensa?

«Sí, bastante más. Es algo que suele banalizarse sin reconocer su importancia. ‘Es que él es así’, ‘son cosas suyas’, ‘es su carácter’… son comentarios que suelen hacerse por no reconocer la importancia de ciertos rasgos de conducta de muchas personas. Pero el carácter admite cambios. Y aprender es la terapia. Se necesita mucha fuerza moral y de voluntad para cambiar. Y también capacidad de amar y perdonar».

Si Andreu Anglada tuviera que dar una receta a quien busca modificar hábitos de pensamiento y de comportamiento nocivos, ¿cuál sería?

«La autocrítica valiente y sincera, asociada a una gran fuerza de voluntad. Pero muchas veces esto no basta, y es necesaria, en mi opinión, una terapia de orientación analítica, ya sea el psicoanálisis convencional (de 3 a 5 sesiones semanales durante años) o la cura psicoanalítica semanal vis a vis, que yo denomino ‘neopsicoanálisis’, que no tiene una duración desmesurada».

Sostiene el psicoanalista que, si falta comunicación profunda en el núcleo familiar originario, arrastramos un sentimiento de soledad y abandono. «Lo fundamental es la salud mental de los padres, su capacidad de comunicar y transmitir. Si es la óptima, la calidad del tiempo que puedan invertir suplirá con creces la falta de cantidad».

¿Qué es lo mejor que aprendió de sus pacientes?

«Una de ellas, Araceli (los nombres son supuestos), que sale en mi primer libro, ‘El GPS secreto de nuestra mente’, me dijo que no es posible olvidar, pero sí se puede llegar a recordar sin sufrimiento. Es decir, se puede vivir sin rencor, sin afán de venganza y sin resentimiento. También he aprendido, de todos ellos, que no somos víctimas de verdugos, sino de otras víctimas, que ya lo eran antes de nacer nosotros».

Andreu Anglada prepara nuevos libros. «Estoy terminando uno sobre la visión psicoanalítica de España, de sus problemas y dificultades, de su génesis y de sus problemas estructurales, con mi diagnóstico, pronóstico y tratamiento. Y tengo un proyecto sobre el perdón, que es la clave de la curación del sufrimiento adictivo. Mientras tenga salud y capacidad, seguiré trabajando y publicando. Moriré con las botas puestas».

«SIERVOS INÚTILES»

Domingo XXVII del Tiempo Ordinario

2 octubre 2022

Lc 17, 5-10

En aquel tiempo, los apóstoles dijeron al Señor: “Auméntanos la fe”. El Señor contestó: “Si tuvierais fe como un grano de mostaza, diríais a esa morera: «Arráncate de raíz y plántate en el mar», y os obedecería. Suponed que un criado vuestro trabaja como labrador o como pastor, cuando vuelve del campo, ¿quién de vosotros le dice: «Enseguida, ven y ponte a la mesa?». ¿No le diréis: «Prepárame de cenar, cíñete y sírveme mientras como y bebo y después comerás y beberás tú?». ¿Tenéis que estar agradecidos al criado porque ha hecho lo mandado? Lo mismo vosotros. Cuando hayáis hecho todo lo mandado, decid: «Somos siervos inútiles, hemos hecho lo que teníamos que hacer»”.

“SIERVOS INÚTILES”

Desde la mente -o estado mental de consciencia-, esas palabras de Jesús –“somos siervos inútiles”- suenan intolerables, ya que parecen promover una actitud de sometimiento y auto-desvalorización, que choca frontalmente con la primera apetencia del ego, que reclama sentirse reconocido y valorado. Más todavía en un contexto sociocultural que hace de la autoestima y, más profundamente, del protagonismo del yo sus señas de identidad.

Es cierto que, en algunas ocasiones, aquella expresión se leyó en clave de autodesprecio y, en otras, sirvió de pretexto para alimentar una “falsa humildad”.

Entre ambas lecturas extremas y erradas, la expresión de Jesús apunta a una sabiduría que trasciende la mente y desvela el funcionamiento último de lo real.

Desde la mente, nos consideramos hacedores (más o menos) autónomos y libres, a la vez que presumimos de nuestra capacidad de control. Y en ese plano es así, de la misma manera que, mientras estamos dormidos, creemos que todo lo que aparece en nuestros sueños es completamente real.

Sin embargo, apenas trascendida la mente, la percepción cambia por completo. La comprensión nos muestra que el yo es solo un “objeto” más dentro del mundo de las formas: la ilusión de ser el hacedor libre es condición para que funcione todo este despliegue del llamado mundo de las formas. Pero es solo eso: una ilusión. Hasta el punto de poder afirmar que, mientras permaneces en el estado mental, estás hipnotizado, viviendo un espejismo, algo que no es más que fruto de tu propia creencia.

El único actor real es el sujeto. Y el único sujeto que merece ese nombre -lo que no puede ser observado, Eso que es consciente de todos los objetos- es la consciencia (o la vida o la totalidad).

¿Qué significan, entonces, las palabras de Jesús? El reconocimiento de que no hay ningún yo hacedor, no hay nadie que haga nada; todo se hace a través de nosotros. La expresión “siervo inútil” equivale al término “cauce” o “canal”. Y ningún canal presume de hacer algo. El único sujeto realmente real -aquello que permanece cuando todo cambia- es la vida que se despliega, lo cual, en la admirable paradoja de lo real, no niega que, en el nivel de las formas, sigamos funcionando como si fuéramos hacedores libres.

Vivimos creyendo que somos libres, pero sabemos que no lo somos. Solo hay un sujeto: la consciencia o la vida. Y Eso es lo que realmente somos. Lo que llamamos “yo” es solo un “siervo inútil”, que se engaña cuando se apropia de la acción o cuando cae -por utilizar el lenguaje de los sabios- en la “falsa sensación de autoría”.

¿Desde qué nivel de consciencia leo la realidad?

¿QUIÉN SOY YO? // Pedro Miguel Lamet

Me miro al espejo. Mi primera impresión es que yo soy mi cuerpo, mi foto, el que externamente ven los demás, el niño o la niña que fui yo y fue creciendo y cambiando de aspecto con los años y la experiencia, y que ahora es ese que veo, con su juventud, sus canas, sus arrugas, sus bellezas y/o imperfecciones por enfermedad, accidentes, cultivo o debilidad física. El que veo ahora.

Pues bien, ese no soy yo.

Me voy a acostar o me levanto por la mañana. De pronto se acumulan en mí mis impresiones mentales: preocupaciones personales con la familia, el jefe, el trabajo, las deudas, el futuro, la salud, amores, fracasos, mujer, esposo, hijos, el sentimiento de culpa por lo que hice o dejé de hacer, fantasmas, miedos, obsesiones…

Tampoco ese o esa soy yo.

Con el tiempo he hecho de mí un personaje. Tengo una idea hecha de mí mismo, una especie de autorretrato robot con determinadas características: guapa, seductor, intelectual, simpático, deportista, hombre de empresa, escritor, artista, sociable, interesante, etc. Muchas veces con diversas caretas: una en la oficina, otra para las fiestas, la tercera con los amigos.

No soy ese o esa.

Tampoco soy mis pensamientos, emociones, reacciones…

¿Quién soy yo, pues?

Cuando haces meditación, sin darle vueltas al coco, solo contemplando, te das cuenta de que hay algo detrás de todo eso: la conciencia, algo que se conecta con la luz y que te despersonaliza de la identificación con pensamientos y emociones. Tu vida, tu relato personal es como una película que pasa en un plano secundario comparado con la luz de detrás, la de la conciencia. Todo eso no es la base de tu yo, de tu verdadera identidad.

Tú eres la luz de la Presencia, una luz más interior y profunda que tu cuerpo, impresiones, emociones o el personaje que crees ser.

Dice Jesús: “Yo soy la luz, el camino, la verdad y la vida”. ¿Puedes decir tú lo mismo? Pues sí, en lo más profundo, desde tu participación de la naturaleza divina puedes decirlo. ¿Es esto una herejía? No, lo afirman los místicos, como san Juan de la Cruz. “La luz de Dios y el alma toda es una –escribe–, unida la luz natural con la sobrenatural, y luciendo ya la sobrenatural solamente; así como la luz que Dios crio se unió con la del sol, luce la del sol solamente sin faltar la otra”. A fin de cuentas eso soy. El que lo descubre encuentra la paz y su verdadero ser.

Pedro Miguel Lamet.

LA INDIFERENCIA CREA ABISMOS

Domingo XXVI del Tiempo Ordinario

25 septiembre 2022

Lc 16, 19-31

En aquel tiempo, dijo Jesús a los fariseos: “Había un hombre rico que se vestía de púrpura y lino y banqueteaba espléndidamente cada día. Y un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas y con ganas de saciarse de lo que tiraban de la mesa del rico, pero nadie se lo daba. Y hasta los perros se le acercaban a lamerle las llagas. Sucedió que se murió el mendigo y los ángeles se lo llevaron al seno de Abrahán. Se murió también el rico y lo enterraron. Y estando en el infierno, en medio de los tormentos, levantando los ojos, vio de lejos a Abrahán y a Lázaro en su seno, y gritó: «Padre Abrahán, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas». Pero Abrahán la contestó: «Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en vida y Lázaro a la vez los males; por eso encuentra aquí consuelo, mientras que tú padeces. Y además entre vosotros y nosotros se abre un abismo inmenso, para que no puedan cruzar, aunque quieran, desde aquí hacia vosotros, ni puedan pasar de ahí hasta nosotros». El rico insistió: «Te ruego, entonces, Padre, que mandes a Lázaro a casa de mi Padre, porque tengo cinco hermanos, para que, con su testimonio, evites que vengan también ellos a este lugar de tormento». Abrahán le dice: «Tienen a Moisés y a los profetas, que los escuchen». El rico contestó: «No, padre Abrahán. Pero si un muerto va a verlos, se arrepentirán». Abrahán le dijo: «Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto»”.

LA INDIFERENCIA CREA ABISMOS

Si la compasión -capacidad de vibrar con el otro, ponerse en su piel, ver las cosas desde su perspectiva, desear su bien y ofrecerle ayuda eficaz- es el “alma” de la sabiduría y el test que verifica la autenticidad espiritual, su opuesto es la indiferencia.

De entrada, la indiferencia es un mecanismo de defensa para evitar ser removidos por las situaciones que ocurren a nuestro alrededor. De ese modo, podemos permanecer en nuestra zona de confort, sin cuestionamientos ni responsabilidad, porque “ojos que no ven, corazón que no siente”.

En un nivel más profundo, la indiferencia es expresión de egocentrismo y narcisismo, que nos mantienen girando como peonzas en torno al yo y a sus intereses, sin ni siquiera advertir lo que sucede junto a nosotros.

Y más hondamente aún, la indiferencia es hija de la ignorancia. Vivimos egocentrados porque somos ignorantes que ponen su identidad en el yo, con lo cual, vivimos identificados con lo que no somos y desconectados de lo que realmente somos.

Tal actitud aporta “beneficios” -como todo aquello que mantenemos, ya que, de otro modo, la modificaríamos-, en tanto en cuanto logremos ir “compensando”, en el día a día, nuestras carencias y malestares. Metidos en nuestra burbuja egoica, vamos tratando de sobrevivir con el menor malestar posible, sin ningún otro anhelo ni horizonte.

Sin embargo, detrás de ese aparente bienestar, lo que hay en realidad es un “abismo” que nos mantiene irremediablemente separados de nosotros mismos y de los demás. El egocentrismo crea fracturas y genera dolor, porque se asienta en la mentira. Si todo es uno -la realidad conoce diferencias, pero no separación-, negarlo en la práctica implica situarse en el error de partida, que crea inexorablemente abismos, mundos y personas fragmentados.

¿Qué hay en mí de indiferencia y de compasión?

¿VIVIR SIN EGO? // Salvador Pániker

El País, 3 noviembre 2000.
https://elpais.com/diario/2000/11/03/opinion/973206007_850215.html

Viene a cuento este artículo -y su título- de una crítica a mi libro Cuaderno amarillo publicada por el señor Manuel Cruz en EL PAÍS del pasado 14 de octubre. Pasaré por alto -o no pasaré por alto- la pregunta inicial del señor Cruz: «¿Por qué un autor que cuenta ya con un importante número de obras publicadas decide dar a la luz lo que se presenta como su diario personal?». Es una pregunta que deja claro que el señor Cruz no ha entendido gran cosa de mi libro ni, en general, del oficio de escribir. Un libro mínimamente solvente carece de «por qué». Escribir, como solía decir Roland Barthes, es un verbo intransitivo. Quien escriba para conseguir algún objetivo está viciando ya de entrada su obra. Pero el señor Cruz insiste: Cuaderno amarillo sería un «artificio narrativo» para «poner a prueba la preocupación mayor -casi obsesiva- de Pániker, a saber… la tesis de que se puede vivir sin ego». Y ahí es donde uno decide sentarse a la máquina para aclarar conceptos y deshacer un grave malentendido. Pues creo que el tema posee interés general. Veamos. Jamás he defendido la «tesis» de que se pueda vivir sin ego. Por el contrario, estimo que vivir sin ego es tan imposible como vivir sin hígado o sin pulmones. Lo que uno, siguiendo la tradición mística de Oriente, tiene escrito es que se puede, y se debe, vivir sin identificarse en exclusiva con el ego. Quiere decirse que un místico no es un ser humano sin ego, es decir, sin pasiones o sin convicciones, sino -lo cual es muy distinto- alguien que, sin perder el ego, es capaz de trascenderlo. La ausencia de ego no sería tanto sabiduría como psicosis. Al que quiera convertirse en un «sabio sin ego» con ánimo de satisfacer unas fantasiosas expectativas de «santidad» o de «espiritualidad» (feas palabras), conviene aclararle las cosas. Citaré a un autor que algo entiende de estas materias, el norteamericano Ken Wilber. Escribe Wilber: «Se tiene la curiosa idea de que los sabios (místicos), no tienen necesidades ni deseos carnales y se pasan la vida sonriendo, como si estuvieran muertos de cuello para abajo». Y añade: «Se me antoja lamentable que se crea que los sabios no tienen problemas con las cosas que conciernen a todo el mundo, cosas como el dinero, la comida, el sexo, etcétera; como si los sabios permanecieran por encima de todo y sólo fueran cabezas habladoras, y, en fin, como si la mística no sirviera tanto para vivir la vida con plenitud como para reprimirla».

Wilber pone el dedo en la llaga. Es un desatino considerar que el sabio/místico es «menos que una persona», alguien que carece de todas las contradicciones de la vida, en suma, alguien «sin ego». Lo relevante -insisto- no está en carecer de ego, sino en no identificarse exclusivamente con el ego, es decir, en saber ampliar el espectro de la conciencia y prolongarse hacia la totalidad. La mayoría de los grandes sabios/místicos de la historia no fueron precisamente personajes pusilánimes que reprimieran sus emociones. Llegado el caso, no vacilaban en expulsar a los mercaderes del templo. No sólo tenían ego, sino que lo tenían muy fuerte. Tan fuerte que al final lo trascendían. Lo tengo escrito en Cuaderno amarillo: «El camino hacia la liberación presupone un ego fuerte, presupone la autoestima, la confianza en uno mismo, el vigor de las propias convicciones (las que fueren). Quien quiera trascender el ego partiendo de un ego débil o enfermizo, sólo conseguirá incrementar sus neurosis o sus delirios».

Ahora bien, más allá del ego está lo que los hindúes llaman el Testigo, es decir, el margen de libertad que contempla «desde fuera» la película de la vida. Este Testigo es lo que los budistas denominan Vacío. Este Testigo no anula el ego ni las servidumbres del ego. Este Testigo es el que ve el ego, pero sin identificarse con él. Le preguntaron a alguien sobre los efectos de la meditación. «Antes de practicar la meditación -respondió- estaba yo muy deprimido». ¿Y ahora? «Ahora sigo igual de deprimido, pero no me importa». Dicho de otro modo, uno ve su propio ego como quien ve sus propias piernas. Pero hay más: no se asciende a la posición de Testigo desde el deseo de liberarse del ego. Como dijera Chuang Tzu hace mucho tiempo: «¿No es acaso el deseo de liberarse del ego una manifestación del ego?». Ello es que el Testigo se encuentra ya presente en cualquier estado de conciencia; sólo se trata de reconocerlo. Y en eso, sólo en eso, consiste la meditación. El Testigo es lo que los chinos llamaban Tao, la espontaneidad pura que lo es todo sin identificarse con nada. El Testigo no es ninguna experiencia, sino el margen que hace posible la experiencia.

En resolución. Todos hemos oído hablar de maestros más o menos iluminados que a pesar de ello tienen grandes egos en el sentido de que son personalidades fuertes y poderosas. Pero la presencia del ego no es un problema; todo depende de si la persona también está abierta a sus dimensiones más profundas; todo depende de que nuestra sensación de identidad se expanda más allá del ego, aunque sin anular a éste. No se trata de vivir sin ego, sino de trascenderlo. Y ésta es, por cierto, la única salida al absurdo de la muerte. Porque, finalmente, el ego sólo es funcional. Finalmente, el ego importa poco.

Salvador Pániker.

ASTUCIA PARA VIVIR CON ACIERTO

Domingo XXV del Tiempo Ordinario

18 septiembre 2022

Lc 16, 1-13

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Un hombre rico tenía un administrador y le llegó la denuncia de que derrochaba sus bienes. Entonces lo llamó y le dijo: «¿Qué es lo que me cuentan de ti? Entrégame el balance de tu gestión, porque quedas despedido». El administrador se puso a echar sus cálculos. «¿Qué voy a hacer ahora que mi amo me quita el empleo? Para cavar no tengo fuerzas; mendigar, me da vergüenza. Ya sé lo que voy a hacer para que cuando me echen de la administración, encuentre quien me reciba en su casa». Fue llamando uno a uno a los deudores de su amo, y dijo al primero: «¿Cuánto debes a mi amo?». Este respondió: «Cien barriles de aceite». Él le dijo: «Aquí está tu recibo: aprisa, siéntate y escribe “cincuenta”». Luego dijo a otro: «Y tú, ¿cuánto debes?». Él contestó: «Cien fanegas de trigo». Le dijo: «Aquí está tu recibo: Escribe “ochenta”». Y el amo felicitó al administrador injusto por la astucia con que había procedido. Ciertamente, los hijos de este mundo son más astutos con su gente que los hijos de la luz”. Y yo os digo: “Ganaos amigos con el dinero injusto para que cuando os falte os reciban en las moradas eternas. El que es de fiar en lo menudo también en lo importante es de fiar; el que no es honrado en lo menudo tampoco en lo importante es honrado. Si no fuisteis de fiar en el vil dinero, ¿quién os confiará lo que vale de veras? Si no fuisteis de fiar en lo ajeno, ¿lo vuestro quién os lo dará? Ningún siervo puede servir a dos amos: porque o bien aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero”.  

ASTUCIA PARA VIVIR CON ACIERTO

La parábola no reclama una lectura literal, justificando, en este caso, un comportamiento manifiestamente deshonesto o incluso corrupto. Leída en clave simbólica, constituye, más bien, una invitación a desarrollar la agudeza para “acertar” en la vida, acierto que no consiste en tener dinero -calificado como “injusto”-, sino en “ganar amigos que reciban en las moradas eternas”.  

En esa misma clave, la expresión “moradas eternas” se refiere a aquello en nosotros que es permanente (eterno). Descubrirlo, reconocerlo y vivirlo es acertar; ignorarlo significa vivirnos desconectados de nuestra verdad profunda.         

Lo permanente solo puede ser lo no nacido, ya que todo lo que nace está llamado a morir. ¿Y qué es lo no nacido o lo permanentemente estable, sino la consciencia misma (la vida)?          

El mundo de los objetos o de las formas -todo aquello que puede ser observado- se halla sometido a la ley de la impermanencia: en cambio constante hasta finalmente desaparecer. Absolutizar los objetos y absolutizar el yo como si constituyera nuestra verdadera identidad, es caer en la ignorancia, con sus secuelas de confusión y de sufrimiento.         

Vivir con acierto -con sabiduría-, por el contrario, significa trascender la identificación con las formas, particularmente con el yo, y anclarnos en Eso que es consciente, lo que observa y no puede ser observado, lo único realmente real (“eterno”, en lenguaje religioso).

A ello se han referido las tradiciones sapienciales con términos como “desapego”, desapropiación, desasimiento o, más recientemente, desidentificación, con una invitación nítida: no te identifiques con -ni te reduzcas a- nada que sea impermanente.

¿Cómo entiendo y vivo la desidentificación?