Semana 5 de febrero: ESPIRITUALIDAD Y NARCISISMO (I)

Siempre son de agradecer las voces que alertan del riesgo de narcisismo que puede acechar a la espiritualidad, en este resurgir del que estamos siendo testigos. Todo sin excepción es susceptible de ser apropiado por el yo en beneficio propio, y a ello no escapa la espiritualidad. Con todo, me parece obligado reconocer que el problema no está en la espiritualidad, sino en la apropiación que el ego pueda hacer de la misma, para construirse un paraíso narcisista en el que busca su bienestar por encima de cualquier otra cosa.

         Ahora bien, la lucidez requiere añadir algunas puntualizaciones para seguir abriéndonos a una verdad mayor que nos permita vivir más conscientes.

         Es indudable que el narcisismo puede estar presente en cualquier ámbito de la existencia humana: desde las relaciones interpersonales a la relación de pareja, desde la política a la religión… Porque todo puede vivirse desde el ego.

         A veces, entre quienes acusan a la espiritualidad de ser intimista y de “mirar hacia dentro”, parece producirse un fenómeno curioso: parecieran confundir la insistencia en el compromiso con el compromiso mismo. Lo cual rechina particularmente cuando se utiliza el “compromiso” para afirmar la supuesta “superioridad” moral de una religión determinada sobre la espiritualidad que critican.

         La espiritualidad invita ciertamente a mirar hacia “dentro”. Pero ese “dentro” del que habla la espiritualidad no es el “dentro narcisista o egoico” de quien vive conjugando permanentemente el “yo, mi, me, conmigo”, sino aquel “Dentro” que constituye nuestra “casa común” y que todos compartimos. Es precisamente ahí donde brota el compromiso ajustado, gratuito y sin pretensiones, porque nace de la comprensión de que somos no-separados y que, por ello mismo, “tu bien es mi bien”. “Dentro” es compasión y disolución del ego, es desapropiación y desapego, es Nada.

         Decía más arriba que todo puede vivirse desde el ego: la espiritualidad, pero también el compromiso. Lo vivimos así cuando, en la forma que sea, “presumimos” de ello o lo utilizamos para compararnos con otros. Esa manera de vivirlo ofrece ventajas al ego: mejora la (auto)imagen, refuerza la sensación de ser “alguien comprometido”, canaliza la necesidad de ser reconocido, compensa de posibles culpabilidades ocultas…, en definitiva, lo sostiene y reafirma: ¡un “yo comprometido” es un ego muy poderoso!

         Me parece que la salida de la trampa narcisista, que puede tentarnos a todos, se halla justamente en la respuesta a esta pregunta: ¿desde dónde me vivo? Lo cual remite, una vez más, a la pregunta central de la espiritualidad: ¿quién soy yo?

         Si me creo un “ser separado” (yo o ego, reducido a mi “personalidad”), no podré evitar que todos mis comportamientos sean egocentrados, es decir, giren en torno a mí, trátese de la espiritualidad o del compromiso.

         Solo en la medida en que crezco en comprensión experiencial de que no soy ese “yo” que busca autoafirmarse, sino la única Consciencia o Vida que alienta en las diferentes formas que tenemos, crecerá también de su mano una actitud y un comportamiento des-egocentrados, gratuitos y entregados. De hecho, el compromiso auténtico es aquel que no tiene a ningún “yo” por sujeto, ningún yo que presuma de lo realizado: nace de la gratuidad, porque brota de lo que somos, sin rastro de apropiación egoica.

Semana 5 de febrero: MINDFULNESS Y MEDITACIÓN

Entrevista a Laurence Freeman,
en La Contra  de La Vanguardia, 6 de enero de 2017.
“Dé más tiempo al ser y menos al hacer: vivirá mejor”.

 

 

Laurence Freeman preside, con el Dalái Lama, la Comunidad Mundial de Meditación Cristiana.

“Tengo 65 años: temo cumplir cada década, pero luego la celebro. Nací en Londres, aunque me siento cada día más irlandés, como mis padres. El evangelio es neurociencia con Marta, el hemisferio izquierdo, y María, el derecho. Para disfrutar de la vida recuerde que se acaba. Enseño meditación en Esade”.
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Del ego al universo

Cada vez más entrevistados me citan aquí las virtudes del mindfulness, como si fuera la última moda llegada de Oriente. Pero Laurence Freeman, que viene de Oxford, explica que ni es moda ni es oriental. Se trata de un regreso a las técnicas de higiene mental y concentración que dominábamos en Occidente hasta que fuimos relegándolas a los monasterios. Nos privamos así durante siglos de una gimnasia cerebral imprescindible para el bienestar. Reduce ansiedad, estrés, hiperactividad y ayuda a gestionar el exceso de ego con el que tratamos de compensar otras deficiencias. Con ese autodominio se llega a la meditación con la que sentirá que su yo es el de todos. Es dejarse ser hasta sentirse todo y nada con el universo.

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 Desde chefs hasta futbolistas: todos hablan del mindfulness. ¿Usted se alegra?

Me alegro por ellos. De ­hecho, no es ninguna moda, sino un regreso, porque con estas técnicas no hacemos sino reintegrarnos a una tradición que habíamos perdido.

 ¿Por qué y cuándo las perdimos?

Los primeros cristianos recitaban mantras de relajación y concentración para lograr la presencia plena, pero en Occidente esas técnicas se fueron olvidando y nuestro rezo se volvió más cerebral. Excepto en la Iglesia bizantina, que los conservó y aún los practica.

Y aún rezan con salmodia hipnótica.

En cambio, en la Iglesia romana, la contemplación fue relegada a los monasterios para los místicos y fuera de ellos acabó siendo considerada algo sospechoso. Así se perdieron las técnicas paleocristianas de control mental.

Pues la verdad es que son pura higiene.

Por eso yo las enseño ahora a los no creyentes igual que un hospital católico también atiende a los ateos cuando se rompen un brazo. A algunos budistas les preocupa, en cambio, esta perspectiva tan práctica y la generalización de su enseñanza y su uso.

¿Por qué?

Porque también puedes aplicar esas técnicas de concentración y atención plena para ser mejor corredor de bolsa o mejor francotirador en la guerra. Dominar la focalización puede servir a los peores fines.

O ser un inocente ibuprofeno sin pastilla.

Por eso yo empezaría por diferenciar entre los beneficios y los frutos del mindfulness. Y después ya hablaremos de trascendencia.

¿No es lo mismo?

Los beneficios medibles de esas técnicas no son trascendentes, sino inmediatos y patentes: disminuyen la tensión arterial, mejoran el sistema inmunológico y la salud cardíaca, reducen la ansiedad y el estrés…

¿Se logra todo eso solo con meditar?

Solo con técnicas de concentración y respiración. Después llegan, además, los frutos. Tengo un alumno que estuvo en una guerra como marine y me dijo que era ateo. Repuse que no había ningún problema. Que viniera a aprender a relajarse con nosotros.

¿Funcionó?

Como buen ex-militar, era un tipo disciplinado, sí, y fue capaz de imponerse la media hora diaria de concentración al salir el sol y al ponerse, que son las mejores horas.

¿Y…?

Su mujer le pidió que siguiera practicando mindfulness porque, desde que meditaba, la escuchaba. Antes, cuando ella le hablaba, miraba el móvil, la tele o el diario, pero no a ella.

De marine a santo varón.

Yo diría solo que ahora es mejor marido y su mujer también será mejor con él. Además de los beneficios, esos son los frutos del mindfulness: te hace más paciente, tranquilo, agradable, sensible, empático. Y los demás lo notan.

¿Se puede ir más allá?

El mindfulness es una técnica con la que profundizas en ti mismo y mejoras tu autoconocimiento y autoaceptación. Así sirve de preparación para la meditación trascendental con que la conciencia empieza a expandirse y a tomar contacto con algo mayor que uno mismo.

¿Eso ya es una religión?

De nuevo, no necesariamente. Es una tradición, eso sí. Y una experiencia renovadora con la que ves el mundo ya no solo desde ti mismo, sino desde el tú y el todos hasta llegar a disolverte en una especie de conciencia universal. Y no es fe: es praxis. Lo vives.

Parece usted muy convencido.

El cristianismo se muestra, así, universal. Cuando Jesús dijo “que tu mano derecha no sepa qué hace tú izquierda”, hablaba de los dos hemisferios del cerebro.

¿Era neurocientífico avant la lettre?

Exacto, porque el hemisferio izquierdo es autoconsciente: analiza, elucida, categoriza; y el derecho es intuición, contemplación y está en el flujo de los acontecimientos en presente continuo. El equilibrio se consigue al conectar ambos hemisferios y la meditación ayuda a conseguirlo.

El evangelio, manual de neurociencia.

También en el episodio de María y Marta: ¿recuerda usted que una contemplaba el mundo con Jesús, mientras que la otra se preocupaba de las tareas de la casa?

Una agobiada y la otra gozando.

Jesús le dice: “Marta, Marta, te preocupas (es la ansiedad) de demasiadas cosas cuando solo una es necesaria, y es que tú y tu hermana estéis en armonía”. Jesús se refiere así a la unión del cerebro racional y el contemplativo.

Una exégesis hermosa, padre, pero ¿no es un punto arriesgada?

En absoluto: es el evangelio y nos anima a beneficiarnos de la conexión del hemisferio racional y el contemplativo. Nos anima a meditar. Ese es su sentido.

¿Solos o en compañía?

De los dos modos, aunque nosotros preferimos ayudarnos en grupo a meditar. Y con niños: es increíble lo rápido que los pequeños conectan de forma instintiva con la técnica y aprenden a concentrarse en el cole y la vida.

Ojalá gocen de una comunidad relajada.

Pues eso debería ser el cristianismo. Basta con veinte minutitos dos veces al día, o empiece con lo que sea capaz. Ya verá.

Semana 29 de enero: ESPIRITUALIDAD TRANSRELIGIOSA

La miel no es el dulzor, la creencia no es la verdad y la religión no es la espiritualidad.

La comprensión de la diferencia que hay entre “religión” y “espiritualidad” permite comprender que “existe una alternativa entre el ateísmo materialista y la religión tradicional, entre la concepción científico-técnica del mundo y una visión mítica preilustrada”.

        Quien así se expresa es el filósofo Feliciano Mayorga, en un libro que acaba de publicar, en la editorial Kairós, con título provocativo y sugerente: “El ateísmo sagrado. Hacia una espiritualidad laica”.

          Parece innegable que el imaginario colectivo de nuestro entorno sociocultural se mueve, efectivamente, en un “credo materialista”, cuyo dogma fundamental afirma que solo existe aquello que podemos experimentar. Poco importa que tal “creencia” ignore cuestiones hoy científicamente irrebatibles, como el hecho de que apenas conocemos un 4 % de la realidad existente, o que, como se viene afirmando desde la física cuántica, el origen de la materia es inmaterial. Sabemos bien que cuando un dogma se asienta en el imaginario colectivo es difícil tomar distancia del mismo, someterlo a crisis y abrirse a una verdad mayor. Parece que el cerebro humano justifica con facilidad aquello a lo que previamente se ha aferrado…, por más que resulte objetivamente insostenible. Esto suele ocurrir en todo tipo de creencias –en la religión hay casos notables de dogmas “increíbles”-, y el nuevo “credo” materialista o cientificista no es una excepción. La ironía consiste en que el materialismo moderno crítica el dogmatismo religioso y su carácter mítico, sin ser consciente de sus propios pre-juicios que le mantienen encerrado en el mismo error de fondo.

         Para el cientificismo materialista, todo lo que suene a espiritualidad solo se sostiene en el delirio narcisista –proyectarse en lo eterno-, que escapa al control humano. No advierte que lo que realmente constituye un delirio narcisista es la reducción de la realidad a lo que puede ser controlado por el ser humano. Este es el delirio de la razón absolutizada o del racionalismo patológico, causa de un efecto hipnótico, que obliga a creer que solo existe lo que, bajo tal hipnosis, es posible percibir. Junto con sus logros extraordinarios –entre ellos, la emergencia de la “razón crítica”-, esa fue la más triste y empobrecedora herencia de la Ilustración: la razón fascinó y hechizó al ser humano, hasta el punto de quedar hipnotizado por ella, con la consecuencia de no aceptar absolutamente nada que la propia razón no comprobara.     

         Nos hallamos así ante una paradoja: por una parte, la no asunción de la modernidad condena a las personas religiosas a posiciones fundamentalistas –no parece desacertado afirmar que esa es precisamente una de las carencias graves de la religión islámica, aunque no solo de ella-; por otra, su absolutización desemboca en la “cultura chata”, nihilista, vacía y carente de sentido que parece haberse enseñoreado de no pocos sectores de nuestra sociedad.

Entre ambas “creencias” –la religión preilustrada y el materialismo dogmático, dos formas “gemelas” de hipnosis mental-, la espiritualidad muestra un camino de apertura incondicional a la verdad de lo que somos.

         En la auténtica espiritualidad no hay dogmas ni creencias –se valora la razón y, sin absolutizarla, se la integra y trasciende-, sino apertura lúcida a la comprensión de lo real. Así, ofrece “instrucciones”, pautas o caminos para ir más allá de la mente y, de ese modo, responder adecuadamente a la única pregunta que realmente importa: ¿Quién soy yo?

         Cada vez somos más conscientes que la mente nunca podrá atrapar la verdad. Por lo que tampoco es capaz de otorgarnos certezas definitivas. Todo lo que nace de ellas son –no puede ser de otro modo- “construcciones mentales”, es decir, creencias de todo tipo, religiosas o no.

Necesitamos, por tanto, aprender a acallar la mente para poder “ver” en profundidad.

Y, dado que no tiene nada que ver con las creencias, la espiritualidad es transreligiosa, por el simple hecho de que es transmental. En esta línea, son de agradecer los intentos que están surgiendo en los últimos años favoreciendo la llamada “espiritualidad laica” o “espiritualidad atea”. En esta línea, además del libro de Mayorga, ya citado, y que me ha dado pie a esta reflexión, es obligado mencionar otros dos:

  • Marià CORBÍ, Una espiritualidad laica. Sin religiones, sin creencias, sin dioses, Herder, Barcelona 2007.
  • André COMTE-SPONVILLE, El alma del ateísmo. Introducción a una espiritualidad sin Dios, Paidós, Barcelona 2006.

Finalmente, a quien esté interesado en una visión más de conjunto de toda esta cuestión de la “espiritualidad transreligiosa”, me permito reenviarle a dos libros míos:

  • La botella en el océano. De la intolerancia religiosa a la liberación espiritual, Desclée De Brouwer, Bilbao 22009.
  • Vida en plenitud. Apuntes para una espiritualidad transreligiosa, PPC, Madrid 32013.

Semana 29 de enero: Entrevista a Ervin LASZLO

“TODO ESTÁ CONECTADO Y NADA DESAPARECE”

Entrevista de Ima Sanchís a Ervin László, doctor en filosofía de la ciencia, en La Contra, de La Vanguardia, 20 agosto 2016.

Tengo 79 años. Nací en Budapest y vivo en la Toscana. Casado, tengo dos hijos y un nieto. La política de partidos está obsoleta, en el futuro las personas se autoorganizarán en grupos. Creo en una realidad superior que puede incorporarse dentro del conocimiento científico.

 Concertista de piano, filósofo, físico… 

Mi interés es transdisciplinar. Si la evolución es cierta, de lo físico surgió lo biológico y más tarde lo social, psicológico, político… Es todo un continuo y yo siempre he querido entender qué proceso hay detrás de todo ello y cuál es nuestro lugar dentro de ese proceso.

 Y fundó el Grupo de Investigación sobre la Evolución General. 

Quería saber más y era consciente de que solo no lo iba a conseguir, así que reuní a un grupo de científicos, investigadores y pensadores para desarrollar una nueva teoría general de la evolución que iluminara el camino de un mundo mejor en respuesta a la rápida proliferación de armas nucleares.

Y el Club de Budapest (1993). 

De nuevo se trataba de unir fuerzas para cambiar el rumbo de nuestro mundo (insostenible, polarizado e injusto) y encaminarlo hacia la ética y el humanismo.

Visionario. 

Los líderes no estaban dispuestos a hacer nada. Nosotros, científicos de distintas áreas, defendíamos otro tipo de crecimiento, que hoy llaman sostenible, y teníamos claro que necesitábamos líderes de opinión para difundirlo. Entre los primeros miembros estaban el Dalái Lama, Milos Forman, Mijaíl Gorbachov, Yehudi Menuhin, Rostropóvich, Arthur Clarke, Desmond Tutu… Ahora ya somos sesenta.

Y ha encontrado una teoría científica que sustenta esa lucha. 

Creo que hay un campo de información como sustancia del cosmos del que participamos todos. Esa dimensión que no se puede observar pero que es real hace que todas las cosas se conecten entre sí y es también una memoria: cuando algo tiene lugar la información permanece en esa dimensión.

Le ha llamado campo akásico. 

Hace 5.000 años los sabios hindúes, aparte de los cuatro elementos (aire, fuego, tierra y agua), definieron un quinto que los contiene a todos: akasa, matriz de toda materia y fuerza del universo. Me di cuenta de que esa idea era la que yo intentaba definir como campo psíquico profundo y le cambié el nombre. Hoy muchos científicos trabajan con ella.

¿Tiene bases científicas? 

Sí, tengo varios libros publicados que ahondan en ello. El campo akásico crea coherencia entre los distintos campos (electromagnético, gravitatorio, nuclear, cuántico y el de Higgs) y explica los misterios que las diversas ciencias compartimentadas no son capaces de explicar; por ejemplo: no se entendía cómo organismos complejos se transformaban en otra especie, capacidad sin la cual todavía seríamos algas marinas.

Las llaman mutaciones espontáneas.

Sir Fred Hoyle, reconocido cosmólogo y físico, calculó la posibilidad de ese azar: «Equivale a que un huracán entre en un desguace y que su paso deje un avión montado».

¿Entonces? 
Todo está autoorganizado. Yo y otros científicos creemos que el campo akásico está implicado en la evolución de los universos.

¿Cómo evolucionan los universos? 

Nacen unos de otros. Al big bang se le llama ahora el big bounce (el gran rebote). Un universo como el nuestro va expandiéndose hasta que se colapsa y empieza a contraerse hasta una dimensión cuántica, toda la materia del universo acaba en la cabeza de un alfiler, y entonces la fuerza de expansión es tan fuerte que ocurre una explosión que crea nuevos universos.

¿Y vuelta a empezar? 

La información que se ha generado en este primer universo es heredada por el segundo, de la misma manera que un cigoto tiene la información de los padres. El campo akásico es holográfico, la información de toda la imagen está en cualquier punto. Todo está conectado y nada desaparece.

Entonces, usted o yo, ¿contenemos toda la información del universo? 

En un estado alterado de conciencia podemos acceder a esa información que no está en el cerebro pero que este es capaz de capturar. El gran error del mundo moderno ha sido considerar que todo lo que no se puede oír, tocar o ver es una ilusión. La realidad fundamental no es observable directamente, y le voy a dar un ejemplo.

Adelante. 
Si tiro el bolígrafo observo cómo opera la gravedad, pero no puedo ver el campo gravitatorio, solo el efecto. Todas las fuerzas de la naturaleza están en esa dimensión más profunda y solo observamos los efectos. Yo baso mi teoría en la física cuántica, en las observaciones biofísicas de los seres vivos, en la psicología transpersonal y en la cosmología que estudia los multiversos.

¿Cómo explica la convulsión actual? 

Es parte de la dinámica de la evolución, cuando se alcanza un punto crítico, que es el punto de bifurcación, el sistema o bien se desmorona o bien se reorganiza de otra manera para estabilizarse.

Y estamos en ese punto crítico. 

La Tierra es como una nave espacial con una tripulación de 7.000 millones de personas, recibe energía del Sol pero no materia, por tanto la regla es sencilla: hay que reciclar, vivir en armonía entre nosotros y con el planeta, crear una cultura más ética.

¿Cuál es el primer paso? 

Alcanzar una masa crítica, bastará un 1% del 1%. Por eso hemos creado la Universidad del Cambio Global a través de internet.

Semana 22 de enero: ¿LA DIMENSIÓN PERDIDA?

Leía recientemente un comentario periodístico a propósito de las celebraciones navideñas. El autor se lamentaba de que, en el mundo actual, “nos faltan objetivos”. A la vez que denunciaba la superficialidad, la fiebre por el consumo y el individualismo de nuestra sociedad, citaba a Paul Tillich para afirmar que “la gran tragedia del hombre moderno es haber perdido la dimensión de profundidad”.

         Paul Tillich (1886-1965) fue uno de los teólogos más influyentes del siglo XX. Y, en cierto modo, podría decirse que el leitmotiv de su obra es una insistente invitación a recuperar la que él llamaba dimensión de profundidad. Expresión, por cierto, con la que se refería al Misterio que las religiones han nombrado como “Dios”.

         Sin duda, son ciertas las dos afirmaciones del gran teólogo germano-estadounidense, autor de libros tan interesantes como La dimensión perdida o El coraje de existir, aparte de su monumental Teología sistemática. Por una parte, salta a la vista la tendencia humana a instalarnos en la superficialidad –llámese “zona de confort” o simplemente comodidad- y, por otra, no es menos evidente la certeza de estar habitados por un anhelo que nos llama constantemente hacia la profundidad, de cualquier modo que se la nombre: nuestras raíces, nuestro ser…, en definitiva, nuestra “casa”.

         Esa es la paradoja humana. Y, sin duda, entre ambos extremos –superficialidad y profundidad- nos debatimos, del modo que mejor sabemos y podemos.

         Sin embargo, en el artículo al que me refería, el periodista, citando a otro teólogo –español en este caso-, afirmaba: “Las generaciones actuales no tienen ya el coraje de plantearse estas cuestiones [las preguntas acerca de nuestro origen y nuestro destino, nuestros valores y objetivos] con la seriedad y la hondura con la que lo han hecho las generaciones pasadas”.

         Sin negar la primera parte de esa afirmación –los humanos estamos lejos aún de vivir en la consciencia de lo que somos-, la segunda, sin embargo, me parece poco ajustada, al idealizar tiempos pasados de los que no puede decirse, con rigor, que vivieran con más consciencia que nuestros contemporáneos.

         Pareciera como si los sectores más conservadores sintieran añoranza de épocas anteriores, en las que se daba un mayor consenso social, cultural y religioso. Pero, en mi opinión, eso no significaba que nuestros antepasados se plantearan aquellas cuestiones fundamentales con mayor “hondura”, sino que sencillamente se adaptaban acríticamente a las creencias social y culturalmente aceptadas.

         En ese sentido, es innegable que se ha producido un radical “cambio de paradigma”: del monolitismo anterior hemos pasado a una situación de pluralismo difícilmente imaginable hace solo unas décadas. Pero aun con la zozobra que suele acompañar tales movimientos, y con las ambigüedades propias de todo lo humano –incluidos los síntomas denunciados por el periodista-, parece que la humanidad camina hacia una consciencia cada vez mayor.

         Tal vez, la llamada por Tillich “dimensión perdida” no sea otra cosa que nuestra verdadera identidad. Pero no llegaremos a ella a través del esfuerzo voluntarista, sino gracias a la comprensión. Comprensión que conecta con la propuesta que han hecho los sabios a lo largo de toda la historia (“conócete a ti mismo”) y que define lo que es el genuino “trabajo espiritual”: responder experiencialmente a la pregunta “¿quién soy yo?” y vivir en conexión con lo que realmente somos.

         Desde ahí comprenderemos que todo lo demás –superficialidad, consumismo, individualismo- son solo pálidas compensaciones que tratan de aliviar el vacío de quien se halla lejos de casa, a la vez que “cantos de sirena” que distraen de lo verdaderamente importante: vivir lo que somos.

         No somos el yo que se siente llevado a vivir de una manera egocentrada, girando en torno a sus intereses y generando mecanismos de defensa frente a sus miedos y necesidades –aunque tengamos que tener en cuenta todo ello-, sino la Plenitud una, que se está expresando temporalmente a través de esta “forma” (yo) que tenemos.