Semana 4 de junio: «NOSOTROS» Y «ELLOS» (II)

“NOSOTROS” Y “ELLOS”.

EL ESQUEMA DE LA INTOLERANCIA Y EL FANATISMO

“La intolerancia es la angustia de no tener razón”
(Andréi Sajarov, físico nuclear y Premio Nobel de la Paz 1975).

II

En cierto modo, la intolerancia –aunque injustificable- es “comprensible”, tanto desde el punto de vista cultural como desde el psicológico. Entre otras cosas, es un pre-juicio –en el sentido más literal del término-, y sabemos que todo prejuicio es inconsciente, lo que hace muy difícil, si no imposible, trabajar sobre él.

         Por lo que se refiere al aspecto cultural, parece innegable que uno de los estadios de la consciencia –el llamado “nivel mítico”, que abarcaría al menos 10.000 años, desde el Neolítico hasta nuestra era, y que sigue presente en nuestras neuronas- se caracteriza por el etnocentrismo.

         En su último libro, Adolf Tobeña, catedrático de Psiquiatría de la Facultad de Medicina y del Instituto de Neurociencias de la UAB, propone el recurso a la psicobiología y las neurociencias para entender los nacionalismos[i]. En esa clave señala “el gregarismo, el etnocentrismo y la xenofobia, como resortes primordiales de los nacionalismos de base identitaria, pese a que se presenten con una impecable y engañosa modernidad”. Lo que –inconscientemente- persigue todo nacionalista es el sueño de “la república perfecta habitada por individuos perfectos”, algo, según él, no difícil de explicar a partir del estudio del cerebro y de la psicobiología.

    Para quien se halla en el nivel mítico de consciencia, su propio grupo es el depositario de la verdad en todos sus aspectos. Para ellos es claro que solo existe un modo correcto de pensar. Los otros se convierten automáticamente en seres equivocados y, por tanto, “inferiores”. Quedan descalificados de raíz. Ante ellos solo cabe una de estas posturas: convencerlos –“traerlos a la verdad”: el proselitismo de todo signo se asienta en esta creencia-, ignorarlos, conquistarlos o eliminarlos. 

         Desde un punto de vista psicológico, es claro que la intolerancia y el fanatismo son hijos directos de la inseguridad afectiva. Quien padece inseguridad busca aferrarse a cualquier cosa que alivie su angustia, son frecuencia sin ser consciente de que la raíz de la misma se halla en un pasado lejano y tiene un componente esencialmente afectivo. No es exagerado afirmar que el fanatismo esconde la ausencia de vínculo seguro con la figura materna, que se halla en el origen de la inseguridad que resulta insoportable.

     La personalidad fanática o intolerante puede creerse en posesión de la verdad absoluta, como un modo de obtener una cierta sensación de seguridad. Ahora bien, como tal sensación es sumamente precaria e inestable, será incapaz de tolerar la discrepancia, porque la mera existencia de opiniones diferentes a la suya lo introducirá en una duda que no podrá afrontar. La personalidad insegura es incapaz de permanecer en la incertidumbre y de convivir en la diferencia.

   Sobre estas bases, es comprensible que la intolerancia y el fanatismo se hagan presentes en cualquier ámbito de la existencia humana: relacional, laboral, político, religioso… Hasta el punto de que, incluso en religiones que hacen del amor y de la unidad su primer mandamiento, conviven personalidades intolerantes y fanáticas que, no solo culpan de sus males a los otros, sino que en ocasiones llegan incluso a desear acabar con ellos.

    La historia sociopolítica y religiosa está llena de posturas dualistas y maniqueas que consideran a “los otros” como causantes de “nuestros” problemas. A partir de este diagnóstico no queda sino una acción hostil que trate de eliminar o, al menos, reducir y silenciar al diferente, en comportamientos xenófobos de todo tipo.

   En cierto modo, podría decirse que, en esos planteamientos dualistas, un componente básico de la identidad del “nosotros” consiste justamente en la oposición a “los otros”. Hasta el punto de que un “enemigo” común más fuerte es capaz de unir en una misma lucha a enemigos que parecían irreconciliables entre sí. A este respecto, Yuval Harari, el historiador israelí ya citado, cuenta que el día del desfile gay en Jerusalén, organizado por la comunidad LGTB, es “el único día de armonía en la ciudad”: religiosos judíos, cristianos y musulmanes se ven poderosamente unidos en una causa común; todos se enfurecen a la vez y con la misma intensidad contra dicho desfile.

     Con el grito, reiterado y cansino, de “America first”, Donald Trump no hace sino intentar construir una identidad sobre la base de la oposición o incluso el rechazo de “los otros”, a quienes se culpa de todos los males propios.

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[i] A. TOBEÑA, La pasión secesionista. ¿El ímpetu secesionista nació a partir de un enamoramiento colectivo?, ED Libros, Barcelona 2017.

Semana 4 de junio: TRUMP, SOMBRA DE USA

LA SOMBRA DE ESTADOS UNIDOS:
EL VERDADERO SECRETO DE DONALD J. TRUMP

 
Deepak CHOPRA, en Huffington Post
 http://www.huffingtonpost.com/deepak-chopra/americas-shadow-the-real-_b_10319848.html

“Donald Trump es la expresión de la sombra colectiva que llevamos dentro”.

Existe una manera eficaz de explicar el auge de Donald Trump que muchos analistas políticos han pasado por alto. Lo normal es que se describa a Trump como una anomalía extraña: empezó como un candidato famoso que no tenía muchas posibilidades y ha desafiado todas las reglas convencionales de la política, algo que debería haber tenido consecuencias desastrosas. En su lugar, Trump ha barrido a todos los que estaban delante de él en la carrera del Partido Republicano estadounidense. Posee un don para ser siempre el protagonista y continúa dominando de una forma que ningún político ha conseguido lograr en la actualidad.

Pero, en realidad, Trump no es ni extraño ni anómalo. Representa algo universal, algo que tenemos delante de nosotros. Es un aspecto de la psique humana del que nos avergonzamos, eso hace que sea un secreto colectivo. Si retrocedemos un siglo en el tiempo y nos centramos en el ámbito de la psicología profunda, el lado secreto de la naturaleza humana adquirió un hombre: la sombra.

La sombra se compone de todos los impulsos oscuros -el odio, la agresión, el sadismo, el egoísmo, los celos, el resentimiento, la transgresión sexual…- que no vemos. El nombre se lo otorgó Carl Jung, pero tiene su origen en la concepción de Freud de que nuestras psiques son dualistas, se dividen entre lo consciente y lo inconsciente. El auge de la civilización es un homenaje a lo bien que obedecemos a nuestro lado consciente y lo bien que suprimimos a nuestro lado inconsciente. Pero lo que se esconde entre las sombras acabará saliendo.

Cuando eso ocurre, las sociedades aparentemente ordenadas, racionales, justas, cultas y refinadas empiezan a dar horribles muestras de comportamientos que no son propios de ellas: la violencia, los prejuicios, el caos y la irracionalidad imposible de tratar. De hecho, la trágica ironía reside en que las peores muestras de la sombra se dan en sociedades que, aparentemente, no tienen nada de lo que preocuparse. Esto explica por qué Europa, cuando vivía una época estable de comportamiento civilizado, se lanzó a las fauces de la Primera Guerra Mundial.

Si Trump es la última personificación de la sombra, entonces no es una anomalía extraña; lo sería si los únicos patrones de medida fueran los valores racionales y comunes. Démosle la vuelta a la tortilla y hagamos que lo inconsciente se convierta en el estándar de medida, Trump es algo normal. Cuando la sombra aparece, lo que está mal se convierte en lo que está bien. Ser transgresor es un alivio porque, de repente, la psique colectiva retoza en jardines prohibido. Cuando Trump se permite comportarse mal de manera generalizada y cuando le dice a su descontrolado público «es divertido, ¿verdad?», lo que está haciendo es expresar en público un impulso del que nos avergonzamos: el de dejar de obedecer las reglas.

Pero la parte divertida de la Primera Guerra Mundial -a la que se envió, casi alegremente, a luchar a jóvenes- se convirtió en horror, y la sombra tendió una trampa traicionera. Una vez que sale a la luz, es difícil volver a enterrar a la sombra. El Partido Republicano la ha dejado cociendo a fuego lento desde que Nixon descubrió cómo sacar partido al racismo sureño, a las agresiones amparadas por la ley contra los grupos minoritarios y a la actitud de «nosotros contra ellos» que utilizó contra el movimiento que mostraba su desacuerdo con la guerra de Vietnam. Para no sentir vergüenza, las buenas personas de la derecha estadounidense buscaron a figuras que parecieran respetables después del mandato de Nixon. La ironía reside en que, en las sociedades civilizadas que no parecen dar rienda suelta a la sombra, cuanto más actuaban benévolamente Reagan o Bush, más fuerte se hacía la sombra detrás de esa máscara.

Trump se ha quitado la máscara, ebrio por la «diversión» que le provoca dar rienda suelta a sus demonios y descubrir que, para su sorpresa (al igual que le pasó a Nixon), millones de personas le aplauden. Aunque haya similitudes, Nixon consiguió mantener relativamente el control de las fuerzas que desató. Sin embargo, es posible que Trump cabalgue a lomos de un caballo desbocado; esa parte de la historia todavía no ha llegado a su fin.

Si la sombra se niega a retirarse, que es lo que ocurre siempre, ¿qué podemos esperar de los próximos seis meses? La situación actual nos deja atrapados entre la negación y el desastre. La negación tiene lugar cuando se ignora a la sombra; el desastre ocurre cuando uno se rinde. Sin llegar a ninguno de los extremos, los estadounidenses presentan el inquietante síntoma de estar fuera de control. Trump se jacta de estar fuera de control y hasta que no llegue a su final -y nadie puede predecir cuándo ocurrirá- seguirá siendo inmune a las limitaciones normales.

¿Qué se puede hacer mientras tanto?

  1. Hay que ver el fenómeno Trump como lo que es: un enfrentamiento con la sombra.
  2. En vez de demonizarla, hay que aceptar que la sombra está y siempre ha estado presente en todos nosotros.
  3. Al mismo tiempo, hay que darse cuenta de que la sombra nunca acaba ganando.
  4. Es necesario aprovechar cada oportunidad para reforzar el valor de volver a lo correcto y a la razón.
  5. No se puede combatir a la sombra con más sombra. Es decir, no hay que rebajarse a su nivel ni seguir las reglas nihilistas de Trump; él siempre va a estar dispuesto a rebajarse aún más.

Estados Unidos ha tenido la suerte de desahogarse y de reconocer que su historia está llena de demonios. Durante la Gran Depresión los ladrones de bancos se convirtieron en héroes populares, pero nadie llegó a sugerir que Bonnie y Clyde dirigieran el país. Los límites racionales que permiten la evolución humana llevan miles de años funcionando con éxito: la zona superior del cerebro se volvió dominante en detrimento de la parte inferior del cerebro. Ese dominio sigue presente, independientemente de lo mucho que nos acerquemos a las áreas primitivas del cerebro. Trump representa algo auténtico de la naturaleza humana y en momentos difíciles es el chico malo que se convierte en un héroe popular. Todavía no ha acabado este combate contra nuestra propia sombra.

Semana 28 de mayo: «NOSOTROS» Y «ELLOS» (I)

“NOSOTROS” Y “ELLOS”.

EL ESQUEMA DE LA INTOLERANCIA Y EL FANATISMO

“La intolerancia es la angustia de no tener razón”
(Andréi Sajarov, físico nuclear y Premio Nobel de la Paz 1975).

  I

El psiquiatra y estudioso de la mente Daniel Siegel, en uno de sus libros, cuenta un antiguo chiste judío, que bien puede servir de pórtico a las reflexiones que siguen. Cuando fue rescatado, un hombre que había estado veinte años viviendo en una isla desierta, preguntó a los rescatadores si les gustaría ver las estructuras que había construido. Les enseñó su modesto hogar en un pequeño valle, una biblioteca, un templo en lo alto de la colina, una zona para hacer ejercicio al pie de la misma, y otro templo cerca de la playa. Cuando los rescatadores le preguntaron por qué había construido dos templos siendo el único habitante de la isla, la respuesta fue inmediata: “¡Porque nunca sería miembro de otro templo!”[i].

El guion que rige cualquier actitud intolerante es sumamente simple: consciente o inconscientemente, divide a la humanidad en dos grupos que considera radicalmente enfrentados. De una parte, estaríamos “nosotros”, que nos hallamos en la verdad y somos merecedores de atención y cuidado, de respeto e incluso admiración; de la otra, se encontrarían “ellos”, quienes están forzosamente equivocados porque pertenecen a un grupo que no tiene arreglo.

Con frecuencia aparecen campañas en las que esta dinámica se muestra con total claridad. Nombraré solo dos hechos recientes que han producido un eco notable en la sociedad.

La asociación “Hazte Oír” sacaba a la calle un autobús en el que, bajo apariencia de “neutralidad” biológica –“los niños tienen pene, las niñas tienen vulva”-, transmitía un rechazo condenatorio a lo diferente, sin ser conscientes del dolor que tal rechazo provoca en personas transexuales. Como si todo aquello que atenta contra las propias creencias o posicionamientos fuera erróneo y hubiera que descalificarlo y eliminarlo. En el fondo, lo que late es muy simple: “puesto que «nosotros» estamos en la verdad, «ellos» están en el error”.

Por las mismas fechas, en un desafortunado e incluso torpe programa de EiTB (Euskal Irrati Telebista, la cadena de radiotelevisión pública vasca), se hablaba despectivamente de “los españoles” –a quienes se tachaba de “fachas”, “paletos”, “chonis” y “atrasados”, además de “mongolos”-, en contraposición con “nosotros” –los “privilegiados” miembros de un pueblo “superior”-. Bastaría un mínimo de distancia para observar, no solo que tales percepciones únicamente pueden nacer de una consciencia mítica (tribal), sino que, irónicamente, se proyecta –y, por tanto, se percibe- en los otros justamente aquello que se da –reprimido e inconsciente- en uno mismo. Siempre ha sido un recurso fácil el del “chivo expiatorio” para condenar fuera lo que no se quiere aceptar como propio. Una vez más, la misma dinámica: “ellos” frente a “nosotros”.

Por lo que se refiere al campo religioso, tendría que alertar el hecho de que cada grupo asume la convicción de que cree en la “verdad”, mientras que son solo todos los demás los que creen en supersticiones. De ese modo, lo que para una comunidad religiosa es una verdad incuestionable, para otra no pasa de ser una superstición insostenible. Hasta ahí llega el etnocentrismo mítico.

En un marco más amplio, resulta profundamente significativo que en muchas culturas se haya reservado el término “humanos” para referirse exclusivamente a los miembros del propio grupo o etnia. Los otros eran no-humanos o menos humanos, por lo que se justificaba de entrada cualquier acción que se pudiera emprender en su contra. La posible empatía quedaba de ese modo cortada de raíz.

A este propósito, el historiador israelí Yuval Noah Harari, en un libro sumamente interesante, escribe:

“La evolución ha convertido a Homo sapiens, como a otros animales sociales, en un ser xenófobo. Instintivamente, los sapiens dividen a la humanidad en dos partes: «nosotros» y «ellos». Nosotros somos personas como tú y yo, que compartimos idioma, religión y costumbres. Nosotros somos responsables los unos de los otros, pero no responsables de ellos. Siempre hemos sido distintos de ellos, no les debemos nada. No queremos ver a ninguno de ellos en nuestro territorio, y nos importa un comino lo que ocurra dentro de sus fronteras. Ellos apenas son humanos. En el lenguaje de los dinka del Sudán, «dinka» significa sencillamente «personas». Los que no son dinka no son personas. Los enemigos acérrimos de los dinka son los nuer. ¿Qué significa la palabra «nuer» en el idioma de los nuer? Significa «personas originales». A miles de kilómetros de los desiertos del Sudán, en las frías y heladas tierras de Alaska y el nordeste de Siberia, viven los yupik. ¿Qué significa «yupik» en el lenguaje de los yupik? Significa «personas originales»[ii].

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[i] D.J. SIEGEL, Viaje al centro de la mente, Paidós, Barcelona 2017, p.226.

[ii] Y.N. HARARI, Sapiens: De animales a dioses. Breve historia de la humanidad, Debate, Barcelona 2014, p.219-220.

Semana 28 de mayo: QUERER O MATAR A LA TORTUGA

La foto de la tortuga me ha recordado un cuento que Tony de Mello aplicaba al amor: Un niño sintió que se le rompía el corazón cuando encontró, junto al estanque, a su querida tortuga patas arriba, inmóvil y sin vida. Su padre hizo cuanto pudo por consolarlo: «No llores, hijo. Vamos a organizar un precioso funeral por la señora Tortuga. Le haremos un pequeño ataúd forrado en seda y encargaremos una lápida para su tumba. Luego le pondremos flores todos los días y rodearemos la tumba con una cerca». El niño se secó las lágrimas y se entusiasmó con el proyecto. Cuando todo estuvo dispuesto, se formó el cortejo –el padre, la madre, la criada y, delante de todos, el niño- y empezaron a avanzar solemnemente hacia el estanque para llevarse el cuerpo, pero este había desaparecido.

         De pronto, vieron cómo la tortuga emergía del fondo del estanque y nadaba tranquila y gozosamente. El niño, profundamente decepcionado, se quedó mirando fijamente al animal y, al cabo de unos instantes, dijo: «Vamos a matarlo». La consecuencia que saca Tony no puede ser más reveladora: «En realidad, no eres tú lo que me importa, sino la sensación que me produce amarte».

         Vivimos, hoy más que nunca, a golpe de impacto. Si el telefilm no tiene bastante sangre, cuerpos destrozados, dosis suficientes de sexo y una música y ritmo trepidantes, es “lento, aburrido, plano”. Si para el fin de semana no hay plan fuera de casa, o las vacaciones son en el pueblo o fuera del ruido del complejo turístico, nos resulta tiempo perdido. Y así el silencio del día a día, el sentir pasar el tiempo, la charla sosegada, nada tienen que hacer ante el frenético estar colgado del Smartphone o la Tablet.

         Hemos convertido los acontecimientos de la vida en otra droga más o menos blanda. No amamos a las personas, el paisaje y la vida (la tortuga) si estos no nos hacen descargar adrenalina, sino las sensaciones más o menos trepidantes que nos provocan. Y estamos dispuestos a acabar con ellas (matar a la tortuga, a la que decíamos amar) para volvernos a “sentir vivos” a base de descargas provenientes del exterior: un divorcio, una aventurilla sexual, un deporte de riesgo, una litrona, un intercambio de parejas, qué sé yo.

         La desconexión con lo quieto y lo profundo de nosotros mismos provoca muchas locuras en la gente de hoy. Pues la alegría no está en el qué sino en el cómo. No en el correr ni huir ni en la vorágine de sensaciones, sino en el saborear el mar que desde siempre llevamos dentro. Así lo expresaba Ignacio de Loyola: «No el mucho saber harta y satisface en ánima, mas el sentir y gustar de las cosas internamente».

Pedro Miguel LAMET, en Revista 21 (agosto-septiembre 2014) p.55.

Semana 21 de mayo: EGO Y COMPROMISO (y V)

EL EGO SE APROPIA TAMBIÉN DEL COMPROMISO (y V)

Estado mental y estado de presencia

        De la apropiación no saldremos a través de la reflexión ni del voluntarismo, sino gracias a la comprensión. 

    Desde nuestra perspectiva, la consciencia evoluciona. En ese sentido, hablamos de estados y estadios o niveles, así como de “transformación” o “expansión” de la consciencia. Pero eso es así únicamente desde nuestra perspectiva. En realidad, la consciencia no evoluciona –es lo único permanente y estable frente al cambio e impermanencia de todas las formas-; lo que cambia es la percepción que nuestra mente tiene de la misma, por lo que hablamos de una consciencia arcaica, mágica, mítica, racional o transpersonal.

         En la actualidad, la gran mayoría de los humanos nos hallamos identificados en la “consciencia racional”, que da lugar a lo que habitualmente designamos como “estado mental” (o egoico), y que se caracteriza por la predominancia o protagonismo de la mente y su correlato: el yo individual.

         Para quien se encuentra en ese “estado mental”, la realidad no podrá ser sino como su mente la percibe. En ese estado, se cree que lo real coincide exactamente con la percepción que la mente tiene de las cosas, del mismo modo que, para quien duerme, la realidad es el contenido de sus sueños. No cabe discutir: cada perspectiva ofrece una “verdad” adecuada al estado en que nos encontramos. Eso también está bien, porque forma parte del juego de la manifestación en el que se despliega la consciencia.

         Nuestra percepción empieza a cambiar –y nosotros, a interrogarnos- en el momento mismo en que se produce cualquier inicio –por pequeño que sea- de “despertar”. Al salir del sueño nocturno percibimos la irrealidad de lo que, hace solo un instante, nos parecía la verdad absoluta. Y al observar la mente percibimos que lo que ella nos muestra es solo lo que ella misma construye: tampoco aquí vemos la realidad, sino una interpretación –construcción- condicionada por la estrecha perspectiva mental.

         Una de las características básicas de la mente es la separatividad. Ello explica que, en el estado mental, todo se vea separado de todo: la naturaleza, los animales, los otros, Dios… Todo se percibe separado y, en cierto modo, girando en torno al propio “yo” que, desde ese estado, se considera como nuestra identidad. Esa característica –unida a otra no menos significativa, como es la creencia en un yo hacedor– marca también el modo como entiende y vive el llamado “compromiso” desde el «estado mental»: la acción de un “yo” a favor de otro “yo” separado.

         Sin embargo, cuando empezamos a “salir” de ese estado –de manera similar a lo que sucede cuando abandonamos el sueño-, empezamos a comprender que las cosas no son como parecían. No hay ninguna separación ni existe tampoco ningún “yo” –este era solo un pensamiento, una “identidad” mental, si queremos llamarlo así-; somos, por tanto, uno con todo lo que es, porque nuestra verdadera identidad no es ningún objeto separado, sino la consciencia que sostiene y constituye a todos ellos –nuestros cuerpo, mente y psiquismo incluidos-.

   ¿Qué es, visto desde aquí, lo que llamamos “compromiso”? Si no existe ningún hacedor individual, ¿quién se compromete? La respuesta –aunque chirríe a la mente de quien se encuentra en el estado mental- es simple: nadie se compromete, todo fluye y todo será como tiene que ser: el que se compromete lo seguirá haciendo…, pero no hay “nadie” que lo haga.

       Tal planteamiento resulta absurdo cuando se escucha desde el estado mental. Porque desde la mente se percibe como un relato fantasioso y porque niega el protagonismo del ego. Es comprensible que se disparen todos los mecanismos de defensa, que no buscan otra cosa que proteger la coherencia mental y la sensación de identidad egoica.

       Entre tales mecanismos, hay uno que destaca porque se dirige explícitamente a nuestro sentimiento humanitario: ¿cómo no promover que tenemos que ayudar a quien pasa necesidad? Sin embargo, no es difícil advertir que ese planteamiento es característico del estado mental, que da por supuesto todo lo señalado anteriormente. En cualquier caso, no se cuestiona la ayuda, sino la creencia subyacente de que existe un “yo” protagonista de la misma.

        En tanto perdure esa creencia –que, desde la mente, es básica-, habrá apropiación por parte del (supuesto) “yo comprometido”, con todas las consecuencias que conlleva. Solo cuando se comprende que no existe ningún “yo”, la apropiación cesa. Todo se seguirá haciendo igual dado que la creencia de que lo hacía un “yo” era solo un espejismo. Todo se hará de la misma manera, pero nadie se lo apropiará. Y “nadie” proclamará que es “mejor” una cosa u otra. Todo está bien; o con más precisión, todo, sencillamente, es.

     Al final, parece claro que todo pasa por la comprensión –que emerge cuando, al acallar la mente, accedemos al “estado de presencia”-. Por lo cual, volviendo al lenguaje que habla de la “evolución de la consciencia”, solo la comprensión de quienes somos –no el yo separado que nuestra mente crea, sino la consciencia una que todo lo constituye- acabará con nuestros enfrentamientos inútiles y nuestra moral relativista –aquella que separa lo “bueno” de lo “malo” a partir de etiquetas mentales-, permitiendo que la Vida sea y se exprese. Dejaremos que la Vida haga todo lo que tiene que hacer a través de nosotros, pero desde la certeza de que no existe ningún yo separado, sino que somos la misma Vida que en todo se expresa. Llegados a ese punto podremos decir, con el Tao te King, que “nadie hace nada, pero nada se queda sin hacer”.