Semana 15 de octubre: FLOTAR SOBRE LOS DESEOS

Algunos creyeron que la mejor forma de desapegarse era huir. Simeón el Estilita escogió una columna en el desierto para alejarse del mundo. Pero la cueva y el desierto no privaron a san Antonio de las tentaciones. Nos llevamos con nosotros el saco de los deseos a la calle, al monasterio o a las antípodas de nuestro planeta.

         Por eso el camino no es escapar, sino flotar como el pato en la superficie de los deseos. Muchas veces la renuncia ascética origina más deseos, los convierte en asignatura pendiente. Y el teóricamente santo se convierte en una persona con genio inaguantable, o la intachable virgen en una histérica a flor de piel.

         El día en que te aceptes con tus deseos, sin pretender responder al “superego” (tu personaje, creado por la educación, la cultura), ese día habrás dado el primer paso.

         Vivir sin apego es vivir con todo y sin nada, como de viaje por las cosas, mirando su transparencia, su sabor a más, su índole de trasunto, su perfume efímero, su canto de patria lejana que llama a seguir el camino, sin asir nada, sin anclarse definitivamente en nada. Por otra parte, ¿cómo aniquilar los deseos, que son facetas tan apetecibles de la vida? ¿Valdría la pena vivir sin pasión, sin risas ni lágrimas? ¿No sería mejor incluso sufrir y hasta el desengaño, después de haber gozado y tocado con la punta de los dedos la gran ilusión? Ayuda, para nadar en aguas medias, cambiar las adicciones por preferencias.

         Sueñas con tener un piso de tales características. Bien, pones los medios para conseguirlo y, dentro de ti, prefieres esa posesión a no tenerla. Pero si la vida o las circunstancias no te lo permiten, entonces te quedas bien porque tú eres mucho más que tu piso. Y tú solo lo preferías. Además sabes que vendrán otros regalos y satisfacciones, porque el chorro de la vida es inagotable.

         No se trata de no desear, sino de flotar sobre los deseos.

Pedro Miguel LAMET, en Revista 21, abril 2016, p. 53.

 

Semana 8 de octubre: ¿Libertad versus determinismo?

Cuando tratamos de resolver el enfrentamiento libertad versus determinismo, por lo que poco voy viendo, o mejor dicho, por lo poco que se me va regalando, nuestra respuesta dependerá radicalmente de dónde nos situemos para contestar a la pregunta.

Cuando nos situamos en el yo -en la persona separada- o estado mental, desde la identificación con la mente y sus mensajes, de entrada es habitual experimentar una sensación aparente de libertad de decidir, de control sobre las acciones o reacciones ante los eventos que nos suceden en el presente y de poseer también cierto control sobre los que nos aguardan en el futuro. Así, decidimos cerrar la puerta con llave en lugar de dejarla abierta, elegir la ropa que creemos nos sienta mejor, o beber agua y no coca-cola. Sin embargo, en una indagación más profunda, una posible explicación a estas acciones podría ser la de que hemos cerrado la casa porque creemos que es más seguro, elegimos la ropa creyendo que seremos mejor aceptados, más valorados por los demás, y seleccionamos agua porque creemos que es más saludable, por ejemplo.

Estas creencias mentales de las que tan seguros estamos son, pues, las que realmente controlan nuestras decisiones. Pero, ¿decidimos nuestras creencias libremente? Estas pueden tener su origen en experiencias previas, las opiniones de nuestros padres, el entorno, etc. Estos condicionamientos internos nos hacen, por tanto, repetir una y otra vez nuestras respuestas ante la vida aun sin ser conscientes de ello. De hecho, sin esas creencias grabadas en el subconsciente, nos resultaría imposible tomar decisiones desde la mente; quedaríamos paralizados en la eterna duda, pues la mente bien examinada nunca puede saber nada con certeza: ¿qué es mejor o qué es peor? En los acontecimientos dolorosos a menudo aprendemos más que en los placenteros, por tanto: ¿qué nos conviene? ¿Qué va a ocurrir en el futuro? La mente no sabe, solamente juega a saberlo, especula, pero es todo una ilusión, pues toda creencia es siempre relativa. Sin embargo, al no hacernos conscientes de ese relativismo mental, absolutizamos las creencias intentando que la realidad se ajuste a ellas, constituyendo nuestra principal fuente de sufrimiento: la distancia entre lo que es y lo que debería ser. En cambio, fuera del nivel mental, las cosas son lo que son, sin etiquetas ni juicios. Esto no quiere decir que la mente sea mala o dañina, que sería otro juicio mental más, sino solamente una herramienta adecuada para funcionar en el mundo de los objetos.

Si vamos todavía más lejos, al no tener ninguna certeza, el propio “yo” se convierte en otra creencia más, aunque la hayamos absolutizado aferrándonos a ella. De hecho, cuando silenciamos la mente y tomamos distancia de ella, este se diluye. Pero, incluso dándonos cuenta de ello, desde el estado mental la ilusión perdura debido a la gran inercia que llevamos y al refuerzo que esta idea recibe del exterior.

Otra pregunta interesante sería: ¿nuestros pensamientos son realmente nuestros o sencillamente aparecen? ¿Podemos saber lo que pensaremos el próximo minuto? ¿Sabía hace cinco minutos lo que iba a escribir en estas líneas o simplemente este texto se ha ido escribiendo? Si somos honestos, vemos que tampoco tenemos capacidad para pensar libremente. Luego si no podemos decidir sin condicionamientos y nuestros pensamientos no son libres, la conclusión aparente es que nuestra persona está completamente determinada.

Esta conclusión leída desde la mente puede producirnos cierto agobio. Sin embargo, al salir del estado mental y situarnos en el testigo o estado de presencia, la sensación del yo se diluye y desde ahí podemos, por ejemplo, mover conscientemente cualquier parte de nuestro cuerpo, caminar, sonreír, expresarnos corporalmente con total libertad en cada instante, con total espontaneidad. Fuera de la mente no se experimenta determinismo, sino todo contrario, “no hay quien controle”. Las acciones, los movimientos, brotan en un flujo incesante y espontáneo.

En mi opinión, la Totalidad, el YO, se expresa en la multiplicidad de las formas que lo constituyen -entre ellas nuestros yoes-, y desde el estado de presencia permitimos que esta expresión se haga a través de nosotros, haciéndonos además uno con ella. Desde ahí no tenemos libertad sino que somos Libertad. Esta forma de expresión de la Totalidad mediante el movimiento espontáneo de los seres es, a mi juicio, una de las maneras en que lo hace, pero también creo que los condicionamientos de los que hablábamos, todas las leyes físicas y biológicas que rigen el universo, la relación que existe de todo con todo, el instinto, los pensamientos, las emociones, el arte y quizá también incluso la aleatoriedad son otras maneras igualmente válidas en las que se expresa. En definitiva, no queda nada fuera, ni siquiera lo que nos es aún desconocido. No hay nada que condicione a la Totalidad, aunque sus formas analizadas por separado sí estén condicionadas igual que mi mano no es libre para hacer lo que quiera, sino que está condicionada al resto del cuerpo. El problema surgiría si mi mano tratara de reflexionar acerca de su libertad como ente independiente, ya que entonces se vería determinada, enjaulada, dependiente del resto. Cuando nos sintamos encerrados en el estado mental, la única salida posible es, por tanto, comprender y abandonarlo.

Lo que sí me parece legítimo es que desde la mente, desde la parte y no desde el todo, nos formulemos la pregunta, ahora ya curiosa y no angustiosa, sobre cuáles son las leyes que lo rigen todo y que rigen a nuestro pequeño yo, de qué parte del universo funciona mediante leyes matemáticas, qué parte es simple y pura espontaneidad, qué parte es aleatoriedad, etc. La ciencia, la intuición o la deducción mental tratan de ayudarnos en este cometido. Seguro que poco a poco vamos creciendo en comprensión de los entresijos de este “teatro” en el que nos encontramos inmersos. Pero no como otro instrumento de control, sino porque sí.

Javier Prieto Mateos

Semana 22 de octubre: EL YO Y LOS SENTIMIENTOS (II)

En forma de esquema, la gestión adecuada de los sentimientos podría expresarse de este modo: la actitud inteligente y constructiva se sitúa en el centro de dos extremos igualmente peligrosos: la represión y la reducción. La inteligencia emocional no reprime los sentimientos ni se reduce a ellos.

         La represión es siempre peligrosa y dañina. Porque reprime los sentimientos –los oculta, los camufla, los niega o los disimula-, pero no los elimina. Dado que un sentimiento es una carga de energía, la represión acarrea estas consecuencias nefastas: desgasta a la persona, al consumir no poca energía para mantener reprimido el sentimiento; provoca que el sentimiento aparezca por otra vía, particularmente el cuerpo, en forma de somatizaciones (“el cuerpo dice lo que la mente calla”); el sentimiento reprimido se convierte en un volcán tan peligroso como oculto, que en cualquier momento puede estallar de forma inesperada y violenta, haciendo verdad el dicho de que «quien se empeña en vivir como un ángel, termina comportándose como una bestia«.

         Ahora bien, en el extremo opuesto, la reducción no es mejor, ya que termina infantilizando y hundiendo a la persona. En efecto, al reducirme al sentimiento, no solo me convierto en una marioneta en sus manos, a merced de sus altibajos, sino que termino desconectado de mi verdadera identidad: esta es la mayor ignorancia, fuente de todo sufrimiento.

         La actitud sabia, por tanto, consiste en reconocer, aceptar y nombrar todos nuestros sentimientos, acogiéndolos desde nuestra identidad profunda, sin negarlos ni reprimirlos y sin dejarnos conducir por ellos.

         Todo sentimiento tiene “derecho” a vivir: es un “objeto” dentro de nuestro campo de consciencia; como tal, necesita ser reconocido y aceptado, sin demonizarlo: los sentimientos son moralmente neutros, ni “buenos” ni “malos”. Es una energía que siempre tiene una causa, aunque nos resulte desconocida. Al reconocerlos y aceptarlos, dejamos de resistirlos; solo entonces evitaremos fracturarnos.

         Pero si bien todo sentimiento tiene “derecho” a vivir, no es menos cierto que ningún sentimiento constituye nuestra identidad. De ahí que identificarnos con cualquiera de ellos nos introduzca en la confusión y la impotencia. Nos identificamos con ellos cuando somos incapaces de tomar distancia o, peor aún, los alimentamos con nuestras cavilaciones mentales o rumiaciones. Y todos tenemos experiencia de que, al alimentar cualquier sentimiento o pensamiento, terminamos dramatizando la situación, enjaulados dentro de sus propios barrotes.

Semana 22 de octubre: IMBÉCILES AUN MEDITANDO

¿PARA QUÉ SIRVE MEDITAR?
POR QUÉ SIGUES SIENDO UN IMBÉCIL A PESAR DE LA MEDITACIÓN

No te ofendas.

Si te molesta la palabra “imbécil” puedes reemplazarla por “persona cuya identidad gravita alrededor de un sistema neurótico de creencias llamado ego”.

La mayor decepción de nosotros los meditadores modernos es continuar siendo imbéciles a pesar de la práctica de meditación. El nirvana, la trascendencia del ego, la disolución de los miedos, la siempre presente no-dualidad. Todos los productos que te vendieron en el brochure de la meditación tal vez solo los acariciaste por breves momentos para luego volver al terrenal mundo de tus deseos y traumas.

La meditación no es inservible. Si no fuera por ella yo no estaría escribiendo esto y no sería consciente de que un gobierno clandestino comanda mis acciones el 99% de mi vida. A pesar de eso, conviene preguntarnos por qué seguimos gravitando al compás de las mismas acciones y creencias. ¿Por qué seguimos siendo terrenales? ¿Por qué sigues siendo un imbécil a pesar de la meditación?

  1. Porque reconocer que eres un imbécil es el primer signo de que la meditación funciona:El imbécil por lo general es el otro. Gracias a la meditación llegas a darte cuenta de que el imbécil eres tú y que la imbecilidad del mundo es un reflejo de tu propia imbecilidad.
  2. Porque el ego contraataca: El ego interpreta cualquier signo de lucidez como una amenaza a su existencia. Contrarresta fuertemente con una sofisticada ofensiva que te devuelve a tu estado tradicional de imbecilidad.
  3. Porque no te urge dejar de ser imbécil:Consentido por los placeres de la modernidad, te conformas con limosnas de felicidad pasajera basadas en seguridades ilusorias. Revertir décadas de imbecilidad requiere algo más que meditar 30 minutos diarios, pero tu nivel de sufrimiento no es lo suficientemente fuerte como para que te urja trascender.
  4. Porque meditar es sumergirse en tu imbecilidad: Contrario a la creencia popular, la meditación es mirarte al espejo y contemplar tu ego lo más cerca posible, no alejarse de él. Este descenso a los confines de tu fantasía personal traerá consigo la irresistible tentación de enamorarte más de ella…
  5. Porque confundes el fin con el medio:La meditación no es una pastilla que te quita el dolor de cabeza. Es un examen a tu psique para entender lo que provoca el dolor. Mirarla como “pastilla” no acelerará su efecto.
  6. Porque sigues rodeado de imbéciles:Me refiero a personas que no saben que son imbéciles. La ignorancia se contagia. Para perpetuar tu consciencia de ella has de relacionarte más con otras personas que también han descubierto su imbecilidad.
  7. Porque le das cualidades milagrosas a la meditación: En realidad no eres tan imbécil, lo que pasa es que piensas que si meditas mucho vas a tirarte pedos con olor a incienso. ¡No! Un estado meditativo se usa cuando vas al supermercado, cuando te peleas con tu pareja, cuando tienes problemas en la oficina. Meditar es ejercitar el arte de poner atención, no es una píldora milagrosa para tele-transportarte instantáneamente al samadhi.

No subestimes los efectos de largo plazo de la meditación, no te detengas, no medites para iluminarte, medita para ser un mejor imbécil. Un imbécil consciente de su imbecilidad. Ese es el primer paso para el fascinante viaje hacia la trascendencia.

Como dice una muy apreciada amiga del grupo de Facebook: “Sigo siendo imbécil pero voy más relajada”.

Alejandro Cervantes, https://alejandrocervantes.net