CIELO Y TIERRA SON LO MISMO

Fiesta de la Trinidad

7 junio 2020

Jn 3, 16-18

Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él, no será juzgado; el que no cree, ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.

 CIELO Y TIERRA SON LO MISMO

          La comunidad del cuarto evangelio entiende a Jesús como el “salvador celeste” enviado por Dios. Y lee ese gesto de envío –o mejor, de “entrega”–, como prueba del amor de Dios al mundo y como fuente de “vida eterna” para la humanidad. Tal es la lectura que hizo aquella comunidad: se trata de lo que, posteriormente, la teología cristiana denominaría el “misterio de la encarnación”.

        Tal creencia suponía un salto cualitativo con respecto a la ortodoxia judía, en cuyo seno había nacido. El Dios absolutamente transcendente e inefable –YHWH– se hacía completamente inmanente, hasta el punto de –como dice también cuarto evangelio– “habitar entre nosotros” (Jn 1,14). Desde este punto de vista, la novedad aportada por el cristianismo es manifiesta: Dios se hace humano, con todas las consecuencias que eso supone para nuestra propia auto-comprensión.

       Sin embargo, esa lectura se apoyaba sobre la creencia en Dios como un Ser separado: Yhwh, desde el cielo, enviaba a su Hijo al mundo. La cosmovisión que esa misma frase expresa no puede ser más elocuente: habla de una realidad dividida en dos planos y entiende la divinidad como habitando el “piso de arriba”.

    Es precisamente esa cosmovisión la que progresivamente ha ido entrando en crisis en nuestra comprensión de la realidad: no hay “un Dios ahí arriba” (Roger Lenaers) separado del conjunto de lo real.

        A partir de ahí, intuyo que nos hallamos ante la posibilidad de otro “salto cualitativo”, no menor del que supuso el cristianismo en la historia de la auto-comprensión humana. Tal como me parece verlo, podría formularse de este modo: lo que el cristianismo atribuía exclusivamente a Jesús como “encarnación” de Dios es atribuible a todo ser humano sin excepción, e incluso a todos los seres: todos somos “formas” en las que Dios se expresa. O dicho con más propiedad: lo que realmente somos es vida, consciencia, ser, Dios…, experimentándose en formas concretas.

           Somos plenitud de vida desplegada en una forma sumamente vulnerable. Lo que nuestros antepasados proyectaban en un “Dios” separado constituye realmente nuestra verdadera identidad. Y esa identidad es amor y es vida. Nuestra tragedia consiste sencillamente en la ignorancia, por la que ignoramos lo que somos y nos identificamos –y reducimos a– lo que no somos.

          Cielo y tierra son lo mismo. Para la mente analítica no deja de ser una contradicción. Sin embargo, en la comprensión no-dual se reconoce y resuelve la paradoja que es consecuencia del “doble nivel” de lo real: en el plano profundo, aquella afirmación –cielo y tierra son lo mismo, todo está bien– es cierta; sin embargo, en el plano fenoménico o de las formas, es innegable que, lejos de ser “cielo”, hay situaciones humanas que resultan un auténtico “infierno”, que es necesario transformar. Ambas afirmaciones son ciertas, cada una en su nivel: todo es cielo y todo es mejorable. La sabiduría consiste en articular esa doble afirmación adecuadamente y vivir desde esa comprensión.

¿Dónde estoy en mi comprensión de la realidad?

Semana 31 de mayo: SOBRE LA PSICOLOGÍA TRANSPERSONAL – Entrevista

(Aprovecho el envío de esta entrevista para comunicaros que la edición impresa de este libro -en papel- saldrá probablemente en este mes de junio).

Entrevista de Jesús Bastante, redactor jefe de «Religión Digital», 24.05.2020. 

https://www.religiondigital.org/libros/Enrique-Martinez-Lozano-desclee-psicologia-transpersonal-amor-cuidado-libros_0_2232976689.html

Primera pregunta, de lector ‘asustado’. ¿Qué es eso de la Psicología transpersonal y cómo lo puedo aplicar a mi día a día?

No hay que asustarse, Jesús. La psicología transpersonal constituye la “cuarta ola” de la psicología, después de las tres corrientes anteriores: psicoanalítica, conductista y humanista. Asumiendo e integrando sus aportaciones, supone un “salto cualitativo” con respecto a ellas. ¿Cuál es ese salto? El reconocimiento de que somos más que nuestro cuerpo, nuestra mente y nuestro psiquismo; somos más que el “yo” que estudia la psicología clásica.

Somos infinitamente más de lo que nuestra mente piensa. Somos “más que” la persona. Lo que somos transciende a la persona: de ahí el nombre trans-personal, que remite a una dimensión transcendente.

Es importante cuidar nuestro psiquismo, de la misma manera que es importante cuidar el cuerpo. Pero es decisivo no reducirnos a ello. Somos “Eso” que es consciente de nuestro cuerpo, de nuestro psiquismo y de nuestro yo… No somos ningún objeto observado, sino “Eso” que observa a los objetos.

Una cosa es nuestra “personalidad” –objeto de la psicología clásica– y otra nuestra “identidad”, que aborda la psicología transpersonal. El error está en identificarlas: ese es el origen de la confusión y del sufrimiento mental. Nuestra identidad no está circunscrita a nuestro cuerpo ni atada a su destino.

La personalidad es diferente en cada persona; la identidad es compartida con todos los seres. La inscripción del Templo de Delfos lo expresaba con sabiduría: “Hombre, conócete a ti mismo y conocerás al Universo y a los dioses”.

A la pregunta decisiva ¿qué somos?, la psicología transpersonal responde: somos la vida una –la consciencia, el ser…– expresándose en formas diferentes. Por eso podemos decir con razón: no somos iguales, pero somos lo mismo. Tal como lo veo, es lo que vivió Jesús de Nazaret. El cuarto evangelio pone en su boca esa expresión: “Yo soy la vida”. Pues bien, esa afirmación es válida para todos nosotros.

¿Cómo aplicarlo en el día a día? La comprensión de lo que somos afecta completamente a nuestro día a día. Todo se ventila ahí, en esa comprensión. Mientras vivimos reducidos al yo –en la ignorancia o el olvido de nuestra identidad–, es imposible superar la confusión, el egocentrismo y el sufrimiento mental. Al crecer en comprensión, se nos regala lucidez, descanso, paz, liberación del sufrimiento mental, amor, compasión, unidad, comunión con todos los seres…

¿Es posible llegar a conocerse a uno mismo y no caerse mal?

Sin ninguna duda. Es posible llegar a conocernos en nuestra personalidad y también en nuestra identidad. Para esto último, que puede resultar más “novedoso”, puedes preguntarte: ¿Qué soy yo?, y ve soltando todas las respuestas que tu mente vaya dando. Soy “Eso” que queda, más allá (trans) de lo que mi mente me dice. Eso que únicamente puede conocerse en el silencio de la mente, porque lo que esta me dice son solo cosas “aprendidas”. Lo expresaba con acierto José Saramago: “En nosotros hay algo que no tiene nombre. Eso es lo que somos”. En cualquier caso, nuestra mente no puede saber lo que somos, porque ella es una parte de lo que somos.

Indudablemente, en cuanto alguien se conoce deja de caerse mal. Porque el conocimiento de sí viene acompañado de un sentimiento de comprensión y de compasión. Al conocerse y acogerse, la persona experimenta una creciente cercanía amorosa hacia sí misma –esto ya lo había aportado la psicología clásica– y la comprensión de que lo que somos es plenitud de vida y se halla siempre a salvo.

El mayor poder que tenemos, en el plano psicológico, es el amor humilde e incondicional hacia nosotros mismos, y haremos bien en cuidarlo. En el plano transpersonal –o espiritual– nuestra mayor riqueza es la comprensión experiencial de que somos vida.

Hablas de cinco etapas para el proceso de integración…

 Son las etapas que estudia la psicología transpersonal, que van desde el no-yo prepersonal (indiferenciado del entorno) al no-yo transpersonal (que ha comprendido que es más que el yo).

Son etapas que se han dado en nuestra especie y que se dan en cada individuo particular –la ontogénesis repite la filogénesis–, tal como se puede apreciar en el estudio de la antropología cultural o de la psicología evolutiva.

Esas cinco etapas son las siguientes:

  • etapa del “no-yo prepersonal” o fusión; la tarea a realizar es distinguir el propio cuerpo del entorno;
  • etapa del “yo corporal”; una vez distinguido el cuerpo del entorno, el niño tiene que percibirse como diferenciado de los otros;
  • etapa del “yo-verbal: emerge la mente y la tarea a realizar es la separar y luego integrar la mente y el cuerpo, pensamientos y emociones;
  • etapa del “yo social”, con la tarea de integrar la imagen y la sombra, para poder caminar hacia un yo psicológicamente integrado;
  • etapa del “no-yo transpersonal”, que requiere la integración de la dimensión transpersonal o espiritual.

Cada etapa presenta sus riesgos, con las consecuencias que luego tendrán para  la historia de la persona, tal como lo analizo en el libro.

Son etapas que, recorridas adecuadamente, posibilitan que la persona, no solo pueda vivirse de manera integrada y armoniosa, sino que llegue a comprender su verdadera identidad, más allá del yo. Solo cuando esto ocurre podemos decir que nos encontramos en “casa”. Esto me parece que es el “camino espiritual”: el camino de vuelta a casa, del que han hablado todas las tradiciones sapienciales.

 ¿Dónde colocamos la fe en este proceso?

La fe, en cuanto adhesión de la mente a unas creencias, es solo algo mental. Cuando se da la comprensión experiencial, la fe así entendida se viene abajo. Como dice el filósofo francés André Comte-Sponville, “el místico ve, ¿qué necesidad tiene ya de dogmas?”. Cuando en una ocasión le preguntaron a Carl Jung si creía en Dios, contestó: “Yo no creo, lo veo”. Eso es la comprensión.

Tengo para mí que Jesús tampoco creía en Dios. ¿Cómo podría creer aquel que, según el cuarto evangelio, dijo: “El Padre y yo somos uno”? Somos uno con el Fondo de lo real –“el fondo de Dios y mi fondo es el mismo fondo”, diría en el siglo XIII el místico cristiano Maestro Eckhart–, ¿qué necesitamos creer?

La comprensión experiencial es el final de las creencias. Y entonces compruebas que el abandono de toda creencia deja un corazón vaciado de sí mismo. Y un corazón vaciado de sí mismo es abierto y capaz de acogerlo todo.

Planteas medio centenar de prácticas (psico-afectivas, atencionales y meditativas o contemplativas). ¿Cuáles son las imprescindibles y por qué?

 La integración de la persona requiere un triple cuidado: el amor a sí mismo/a –frente al auto-reproche, la distancia o la indiferencia–, la atención –frente a la mente no observada que funciona por su cuenta– y el silencio –frente al barullo mental y el protagonismo del ego–. Ese triple cuidado da lugar a los tres tipos de prácticas que se ofrecen en el libro.

El amor a sí mismo/a posibilita y favorece la unificación psicológica de la persona. La atención nos libera de la tiranía de la mente pensante, sacándonos de la jaula de sufrimiento donde esta nos introduce. El silencio meditativo o contemplativo, que es silencio de la mente y del yo, nos permite ir “más allá” de la persona –transcenderla– y accedemos a comprender nuestra verdadera identidad. Porque como decía Krishnamurti, “solo una mente en silencio puede ver la verdad, no una mente que se esfuerza por verla”. Ciertamente, no es el ruido mental –aunque sean sesudas reflexiones–, sino el silencio la puerta que nos lleva a la verdad de lo que somos. En lo profundo, más allá de todo lo que podamos pensar y hacer, somos Silencio consciente. De ese silencio brotará el pensamiento preciso y la acción adecuada.

Cada persona podrá elegir la práctica concreta que más le encaje; lo decisivo es vivir el triple cuidado que quieren sostener. En él nos jugamos la unificación psicológica y la comprensión vivencial de lo que somos. Todo lo demás, como también decía Jesús, “se nos dará por añadidura”.

Para terminar, ¿cómo resumirías brevemente el contenido del libro?

Como decía antes, la emergencia de la psicología transpersonal ha supuesto un paso cualitativo en el intento de comprensión del ser humano. Valorando e integrando todas las corrientes anteriores, abre un horizonte nuevo en el campo psicológico que, sin embargo, conecta con lo que siempre ha enseñado la “filosofía (o sabiduría) perenne”: no somos un “contenido” de la consciencia, sino la consciencia misma, Presencia consciente experimentándose en formas temporales.

La comprensión adecuada del ser humano requiere que se atiendan sus dos dimensiones: la psicológica (o personalidad) y la espiritual (o identidad). En esta especie de “manual de bolsillo”, lo que busco es ofrecer claves y recursos que buscan ayudar a comprender cómo se articulan ambos niveles para posibilitar una vivencia plena y armoniosa; en definitiva, para aprender a reconocer y vivir lo que ya somos.

PAZ

Fiesta de Pentecostés

31 mayo 2020

Jn 20, 19-23

Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas, por miedo a los judíos. En esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: “Paz a vosotros”. Y diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: “Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo”. Y dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”.

PAZ

          Somos paz. De hecho, cuando no se añaden agitaciones mentales (y emocionales), la paz se hace manifiesta sin ningún esfuerzo. Solo cuando, por diferentes motivos –muchos de ellos, y los más graves, inconscientes–, entramos en la cavilación obsesiva, la paz se oculta a nuestra mirada; pareciera entonces que la alteración, la inquietud, el agobio, la inseguridad ocupan todo nuestro campo de consciencia, hasta el punto de llegar a escuchar una voz que repite machaconamente: “no hay salida”.

       La alteración nace de la mente pensante en el momento mismo en que no aceptamos lo que nos ofrece el instante presente. Pero la mente tiene también motivos que explican su funcionamiento:

  • tendencias ancestrales, como el afán de controlar todo y la exigencia de que todo responda a sus expectativas, así como el egocentrismo que busca el propio beneficio;
  • mecanismos disfuncionales, heredados o aprendidos en la infancia, como la obsesión compulsiva, la rigidez o la culpa;
  • experiencias dolorosas, más o menos traumáticas, que han dejado huella en forma de heridas, de vacíos y de mecanismos de defensa, que terminan volviéndose contra el propio sujeto;

      Todo ese material, fruto de lo heredado y lo aprendido, fue modelando el cableado neuronal, del que depende nuestro modo de pensar, de sentir, de actuar… Con lo cual, a la hora de cambiar aquellos funcionamientos disfuncionales, nos topamos con la arraigada inercia cerebral que los tiende a repetir una y otra vez. Eso explica que, a pesar de tantos esfuerzos, comprobemos que nuestros intentos de cambio parezcan fracasar repetidamente.

         La buena noticia se llama ahora, desde la ciencia, neuroplasticidad. La inercia puede revertirse con una práctica perseverante que permita, en un proceso de reeducación, establecer nuevas conexiones neuronales y, con ello, un modo nuevo y creativo de relacionarnos con nuestra propia mente.

     En esa tarea de reeducación ocupan un lugar destacado la práctica de la atención –centrada en el cuerpo, en la respiración, en la acción que desarrollamos…–, la observación de la mente y el silencio, unido todo ello al cuidado del amor humilde e incondicional hacia sí mismo.

      Decía más arriba que toda alteración nace de la mente pensante. Pues bien, cuando aprendemos a observarla, la “mente pensante” se va silenciando y va ocupando más espacio la “mente observada”. La primera nos tiraniza sin límite; la segunda nos sirve con docilidad.

        En ese camino venimos a descubrir que la paz no es “algo” que hayamos de conseguir o que tengamos que recibir de una divinidad exterior. Paz es lo que somos en todo momento. Y lo experimentamos siempre que somos capaces de silenciar nuestra mente pensante.

¿Vivo mi mente como “dueña de casa” o como servidora?

Semana 24 de mayo: TÚ ERES EL BIG BANG // Alan WATTS

Alan Watts, Más allá de la mente,
Tomado de: https://www.espiritualidadpamplona-irunea.org/wp-content/uploads/2020/02/T%C3%BA-eres-el-Big-Bang-Alan-Watts.pdf

No eres un ser independiente de la naturaleza, sino un aspecto o síntoma de la naturaleza. Como ser humano, la idea de crecer paralelamente a este universo es comparable a una manzana creciendo fuera de un manzano. Un árbol que da manzanas es un árbol con manzanas, al igual que un universo en el que habitan seres humanos es un universo con seres humanos. La existencia de personas pone de manifiesto el tipo de universo en el que vivimos, pero como estamos bajo la influencia de estos dos grandes mitos (el modelo creacionista y el modelo mecanicista del universo) experimentamos esa sensación de no pertenecer a este mundo. En el lenguaje común utilizamos la expresión «vine al mundo», pero no fue así: nosotros surgimos del mundo.

La mayoría de la gente tiene la sensación de ser algo que existe únicamente dentro de un cuerpo de huesos y piel, de ser una consciencia que observa a este ser, y cuando miramos a aquellos que se parecen a nosotros los consideramos personas solo si tienen un color de piel, una religión o lo que sea similar a la nuestra. Si nos damos cuenta, siempre que hemos decidido borrar del mapa a cierto grupo de personas nos hemos referido a ellas como si no fueran personas o no exactamente humanos, por lo que les hemos llamamos despectivamente monos, monstruos o máquinas, pero en ningún caso personas. Toda hostilidad que podamos sentir hacia otros y hacia el mundo exterior proviene de esta superstición (de este mito), de esta teoría sin fundamento alguno que reduce nuestra existencia a un mero saco de huesos y piel.

Me gustaría proponer una idea diferente. Partamos de la teoría del Big Bang, aquella que afirma que unos 13.000 millones de años atrás hubo una explosión primordial que esparció todas estas galaxias y estrellas por el espacio; digamos en pro del argumento que fue así, como si alguien hubiera cogido un bote de tinta y lo hubiera lanzado contra la pared; la tinta se hubiera esparcido por el impacto desde el centro hacia fuera, donde hubieran quedado en los extremos todas esas gotitas y formas abstractas. Del mismo modo, al comienzo de todo hubo una gran explosión que se expandió después por todo el espacio y, como resultado, ahora estamos aquí tú y yo sentados como seres humanos complejos y aislados en uno de los extremos de esa primera explosión.

Si piensas que eres un ser atrapado bajo tu propia piel, seguramente te definas a ti mismo como una floritura diminuta y compleja entre otras tantas allí fuera en el espacio. Quizás hace 13.000 millones de años fuiste parte de ese Big Bang, pero ahora ya no lo eres; ahora eres un ser aparte. Pero eso solo se debe a que te has distanciado de ti mismo, y todo depende, al fin y al cabo, de cómo te definas. Te propongo una idea alternativa: si hubo una gran explosión al principio de los tiempos, tú no eres el resultado de esa explosión al final del proceso. Tú eres el proceso.

Tú eres el Big Bang, tú eres esa fuerza original del universo manifestándose en lo que sea que seas en este momento. Tú te defines a ti mismo como señor o señora fulanita de tal, pero en realidad no dejas de ser esa energía primordial del universo que aún sigue en proceso. Lo que ocurre simplemente es que has aprendido a definirte a ti mismo como una entidad separada de todo.

Esta es una de las suposiciones básicas que deriva de los mitos que nos han hecho creer. Realmente estamos convencidos de que existen cosas por separado y sucesos por separado. Una vez le pregunté a un grupo de adolescentes cómo definirían la palabra «cosa». Al principio dijeron que «una cosa es un objeto», pero eso es un sinónimo, otra palabra diferente para referirnos a una «cosa». Pero entonces una chica avispada del grupo dijo «una cosa es un nombre», y dio en el clavo. Los nombres no forman parte de la naturaleza, sino del lenguaje, y en el mundo físico no existen los nombres ni tampoco las cosas por separado.

El mundo físico es ondulado. Nubes, montañas, arboles, gente; todo está en movimiento. Solo cuando los seres humanos empiezan a modificar objetos es cuando se crean edificios en línea recta en un intento de hacer del mundo un lugar estático. Y aquí nos encontramos, sentados en habitaciones con todas estas líneas rectas, aunque todos escapamos de aquí para seguir en movimiento.

Controlar algo que está en continuo movimiento es difícil. Un pez es escurridizo; si tratas de cogerlo, se escabulle fácilmente de tu agarre. Entonces, ¿cómo podríamos atraparlo? Utilizando una red. Del mismo modo, utilizamos redes para mantener este mundo en movimiento bajo control. Si quieres controlar algo que está en movimiento, tendrás que arrojar algún tipo de red sobre ello.

Y en eso nos basamos para medir el mundo, en redes llenas de agujeros de arriba abajo que nos ayudan a identificar dónde se encuentra cada movimiento. De esta manera es como conseguimos dividir el movimiento en partes. Esta parte del movimiento es una cosa, esta otra parte del movimiento es un suceso, y así es como hablamos sobre cada una de las partes como si estuvieran separadas entre sí. En la naturaleza, sin embargo, el movimiento no viene dado en «partes»; esa es solo nuestra forma de medir y controlar patrones y procesos. Si quieres comer pollo, para poder darle un mordisco primero tendrás que cortarlo, ya que no viene a bocados. De la misma manera, el mundo no viene dado en cosas ni sucesos.

Tú y yo tenemos la misma continuidad con el universo físico que una ola con el océano. Las olas del océano y la gente del universo. Pero nos han hipnotizado (literalmente) para que sintamos y percibamos que existimos como entidades separadas y atrapadas bajo nuestra propia piel. No nos identificamos con el Big Bang del principio, sino que creemos que somos el producto final; y eso nos tiene a todos aterrorizados. Creemos que nuestra ola va a desaparecer y que moriremos con ella, y no hay nada más terrible que eso. Como le gustaba decir a un sacerdote que conocí: «No somos nada. Pero algo sucede entre la sala de maternidad y el crematorio». Esa es la mitología bajo la cual nos regimos, y por eso nos sentimos todos tan infelices y desgraciados.

Algunas personas afirman que son cristianas, que van a la iglesia y que creen en el cielo y en el más allá, pero no es así. Solo piensan que deberían creer en eso, en las enseñanzas de Cristo, pero en lo que realmente creen es en el modelo mecanicista. La mayoría de nosotros pensamos igual, pensamos que somos algún tipo de casualidad cósmica o algún acontecimiento por separado que ocurre sólo entre la sala de maternidad y el crematorio y que cuando se apagan las luces, se acabó.

¿Por qué alguien pensaría de esta manera? No hay ninguna razón para pensar así, ni siquiera científica; es solo un mito, una historia inventada por personas para poder sentirse de cierta manera o para poder jugar a cierto juego. Pero a estas alturas, la supuesta existencia de Dios se vuelve cada vez más incómoda. Empezamos con la idea de Dios como alfarero, arquitecto o creador del universo, y eso no estuvo nada mal porque, a fin de cuentas, nos hizo sentir que la vida era importante, que teníamos un propósito y que había un Dios que se preocupaba por nosotros, y eso hizo que nos sintiéramos valiosos ante los ojos del Padre. Pero al cabo de un tiempo, cuando nos dimos cuenta de que Dios podía ver todo lo que hacíamos y sentíamos, incluso nuestros pensamientos y sentimientos más íntimos, eso ya empezó a incomodarnos. Entonces, para poder liberarnos de ese sentimiento nos convertimos en ateos y comenzamos a sentirnos aún peor, porque cuando nos deshacemos de Dios nos deshacemos de nosotros mismos y pasamos a convertirnos en meras máquinas.

Cualquier buen científico sabe que cuando haces referencia al mundo externo te estas refiriendo tanto a ti como a tu cuerpo. Tu piel en realidad no te separa del mundo, sino que es un puente por el cual el mundo fluye hacia ti y tú fluyes hacia él.

Eres como un remolino: un remolino tiene forma definida, pero en ningún momento el agua permanece inmóvil. El remolino es fruto de la corriente, así como nosotros somos fruto del universo. Si te vuelvo a ver mañana, te reconoceré como el mismo remolino que vi ayer, pero que sigue en movimiento. El mundo entero se mueve a través de ti: rayos cósmicos, oxígeno, un bistec detrás de otro, la leche, los huevos y todo lo que comes. Todo fluye a través de ti; eres movimiento y el mundo te mueve.

El problema viene cuando no nos enseñan a pensar de esta manera. Los mitos que subyacen nuestra cultura y nuestro sentido común no nos han enseñado a sentirnos parte del universo, y por eso nos sentimos ajenos a él, como si fuéramos seres por separado enfrentándonos al mundo. Pero necesitamos sentir lo antes posible que cada uno de nosotros somos el universo eterno porque, de lo contrario, vamos a seguir volviéndonos locos, destruyendo el planeta y cometiendo suicidios colectivos cortesía de las bombas nucleares; y nada más. Aunque cabe la posibilidad de que haya vida en algún otro lugar de la galaxia, y quizás ellos sepan jugar de otra manera.

TALLERES DE MEDITACIÓN EN VERANO: Tiempo de barbecho

Como muchos y muchas sabéis, Ana María de las Heras había asumido la responsabilidad de animar los dos talleres de meditación en silencio del próximo mes de agosto, en Artieda (Navarra) y en Galapagar (Madrid).

Pero la situación acaecida a partir de la crisis del coronavirus aconseja suspender esos talleres, a la espera de poder vivirlos al año siguiente. 

Cuando la vida nos detiene, es tiempo de mirar «hacia adentro», habituarnos con nuestro mundo interior, para que así pueda luego florecer «hacia fuera», en beneficio de los demás. Es un tiempo de barbecho, dejando la tierra preparada y descansada, blanda y receptiva, para que pueda germinar en sus mejores frutos.

Aprovecho para reiterar la gratitud y el reconocimiento a Ana María por su servicialidad y bien hacer, y seguimos cuidando el «barbecho» hasta agosto de 2021.

PRESENCIA

Fiesta de la Ascensión

24 mayo 2020

Mt 28, 16-20

En aquel tiempo, los Once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Al verlo, ellos se postraron, pero algunos vacilaban. Acercándose a ellos, Jesús les dijo: “Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos de todos los pueblos bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”.

PRESENCIA

     Parece que, en este breve texto, se mezclan dos tipos de afirmaciones: la primera sería obra de la primera comunidad; la segunda, tal vez, podría remontarse al propio Jesús.

    La afirmación que habla del “pleno poder”, del mandato de “hacer discípulos” y del rito del bautismo no puede nacer sino de un grupo religioso que se cree poseedor de la verdad. Reconoce a su maestro como dotado de todo poder, asume una actitud proselitista para expandir lo que considera “la verdad” e institucionaliza un “rito de entrada” a la propia comunidad.

     Por lo que se refiere a la segunda –formulada en forma de promesa de presencia permanente–, podría haber nacido igualmente como expresión de la fe de aquella comunidad en la presencia viva de Jesús con ellos. Pero podrían ser también palabras auténticas de Jesús, consciente de que la muerte no rompe la comunión.

   Leído desde nuestra situación, no me parece difícil advertir que el texto, como cualquier otro, actúa de espejo que refleja rasgos de la condición humana, como nuestra tendencia a absolutizar lo propio o nuestro interés por ganar adeptos para nuestros proyectos o ideas.

     Pero, más allá de esos rasgos fácilmente reconocibles, que derivan con facilidad en actitudes más o menos dogmáticas o incluso fanáticas, la afirmación última encuentra un “eco” vibrante en nuestro interior, como si “algo” en nosotros supiera que lo que realmente somos es estable, transciende el tiempo y permanece inalterable.

  Todas las formas del mundo fenoménico son impermanentes, lo cual constituye una fuente inevitable de dolor, a la vez que nos exige desarrollar la capacidad de aprender a vivir en la impermanencia y en la incertidumbre que deriva de ella. Pero más allá de las formas, lo que somos –Lo que es, “Yo soy”– sencillamente es, Presencia pura de la que brotan y en la que se mueven todas las formas.

    La Presencia que somos transciende el tiempo…, “hasta el fin del mundo”. Si los discípulos, en su propio y legítimo “mapa” mental, encontraban fuerza en la creencia de que Jesús los acompañaba, en nosotros –en nuestro momento histórico– parece abrirse camino un salto cualitativo en la comprensión: vemos que no se trata de la “Presencia” de un ser separado que nos sostendría en todo momento, sino de la misma y única Presencia que constituye nuestra identidad más profunda.

    La sabiduría –el núcleo del camino espiritual– consiste en reconocernos y vivirnos en conexión con ella: más allá de nuestra “forma” concreta, con todos sus ingredientes –cuerpo, mente, psiquismo, circunstancias…–, sometida a la impermanencia y al dolor, somos pura Presencia, plena y ecuánime, que experimentamos –de nada sirve si solo es una creencia– en cuanto silenciamos la mente. La Presencia que somos la percibimos en el Silencio de la mente y del yo, en la toma de distancia del mundo de las formas.

¿Me entreno en el silencio que me pone en contacto con lo que realmente soy?