¿MAESTROS?

Domingo IV de Pascua

3 mayo 2020

Jn 10, 1-10

En aquel tiempo, dijo Jesús: “Os aseguro que el que no entra por la puerta en el aprisco de las ovejas, sino que salta por otra parte, ese es ladrón y bandido; pero el que entra por la puerta es pastor de las ovejas. A este le abre el guarda y las ovejas atienden a su voz, y él va llamando por el nombre a sus ovejas y las saca fuera. Cuando ha sacado todas las suyas camina delante de ellas, y las ovejas lo siguen, porque conocen su voz: a un extraño no lo seguirán, sino que huirán de él, porque no conocen la voz de los extraños”. Jesús les puso esta comparación pero ellos no entendieron lo que les hablaba. Por eso añadió Jesús: “Os aseguro que yo soy la puerta de las ovejas. Todos los que han venido antes de mí son ladrones y bandidos; pero las ovejas no los escucharon. Yo soy la puerta: quien entra por mí se salvará y podrá entrar y salir, y encontrará pastos. El ladrón no entra sino para robar y matar y hacer estrago; yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante”.

¿MAESTROS?

          Uno de los signos más claros para detectar a un “falso maestro” es el hecho de que se presente a sí mismo como “mediador” o “condición necesaria” para que las personas logren la liberación. Lo cual nos hace ver que las palabras que leemos en este texto no habrían salido nunca de la boca de Jesús; se trata, más bien, de frases que expresan la fe en él por parte de aquella primera comunidad.

          Cada confesión religiosa tiende a creer que el suyo es el líder o maestro “verdadero”, a diferencia de otros que solo son “ladrones y bandidos”. Se trata, de nuevo, de una absolutización, carente de fundamento, del propio grupo y de la propia creencia.

          Se comprende que pueda existir un “lenguaje de enamorados”, por el que atribuimos a las personas queridas dones “especiales”, adornándolas con todo tipo de cualidades. Pero ese modo de hacer únicamente habla de los “seguidores”, más o menos fanáticos, de un supuesto maestro.

          Un verdadero maestro sabe que no puede existir el “maestro perfecto” –lo “perfecto” nunca puede ser personal (lo humano no puede ser perfecto), sino en todo caso transpersonal–. Sabe también que toda persona cuenta con la “guía interior” que necesita para recorrer su camino. Y si bien es cierto que puede servirnos de ayuda cualquier persona sabia y experimentada, eso no niega el hecho de que todos, sin excepción, somos maestros y discípulos a la vez.

          Solo una personalidad narcisista busca mostrarse como alguien “especial” o, en el otro lado, necesita maestros a quienes admirar, proyectando en ellos su afán de grandeza y de perfección. Conozco algún “director espiritual” que, presentándose como “mediador” de Dios para algunas personas, terminó manipulándolas e incluso abusando de ellas. Y conozco también no pocas personas que presumen de haber encontrado el “maestro ideal”, al que idealizan, y del que esperan que les otorgue seguridad absoluta, para no tener que enfrentarse a sus propios miedos e incertidumbres.

         Quien va de «pastor» genera borreguismo alienante y quien se presenta como «maestro» fácilmente produce dependencia, a la vez que trata de blindarse frente las críticas, como si fuera inmune ante ellas.

        Ser maestro no es un rol permanente. Es una función que alguien o algo puede ejercer en cualquier momento. La autoridad auténtica radica, no en la persona, sino en el contenido de lo que se transmite. El maestro auténtico no promete nada, pide entrega total únicamente a la verdad; no hambrea reconocimiento ni busca discípulos; no ata a nadie, sino que promueve la autonomía y la libertad de quienes se acercan a él.

      En épocas, tanto de fáciles credulidades como de adhesiones dogmáticas a creencias que aparecen como incuestionables, necesitamos recoger el grito kantiano que hizo suyo la Modernidad: “Sapere aude” (atrévete a conocer). Liberándose de los “tutores” que mantienen a los humanos en la “minoría de edad”, Kant abogaba por el librepensamiento y la capacidad de conocer por uno mismo. Su grito constituye una invitación a poner en cuestión lo recibido, lo aprendido y todo lo que damos por sabido, recorriendo el camino de la indagación, que nace del anhelo de verdad y que podría concretarse en esta doble pregunta: ¿Y si las cosas no fueran como me las han contado?; si dejo de lado todo lo que me han enseñado y todo lo que he aprendido, ¿qué puedo decir por mí mismo? Si aprendemos a convivir con la incertidumbre y no nos desalentamos, el gusto por la verdad podrá conducirnos más lejos de lo que nuestra mente hubiera imaginado.

         «La verdad es una tierra sin caminos», proclamaba Krishnamurti en su famoso discurso de «Disolución de la Orden de la Estrella». Por lo que «cada uno tiene que ser su propio maestro y su propio discípulo».

        La persona sabia tiene claro que cada cual es maestro de sí mismo, y que cada cual tiene su propio camino que recorrer, según cantaba el poeta León Felipe:

“Nadie fue ayer,
ni va hoy,
ni irá mañana
hacia Dios
por este mismo camino
que yo voy.
Para cada hombre guarda
un rayo nuevo de luz el sol…
y un camino virgen
Dios”.

¿Me siento comprometido/a a buscar la verdad por mí mismo/a, hasta el final?

Semana 26 de abril: VULNERABILIDAD Y FORTALEZA

VIVIR EN TIEMPOS DE PANDEMIA (1)

VULNERABILIDAD Y FORTALEZA

En los correos, whatsapps y llamadas que estoy recibiendo en estas semanas que llevamos confinados percibo diferentes sentimientos, desde el pánico hasta el amor compasivo y solidario. Pero entre todos ellos hay uno que se repite con más frecuencia, cobrando un relieve especial y, en cierto modo, coloreando todos los demás: la vulnerabilidad.

Cuando aparece la vulnerabilidad

El Covid-19 nos ha puesto frente al espejo de nuestra propia vulnerabilidad. Con frecuencia hemos querido negarla, ocultarla, reprimirla, enmascararla, maquillarla, compensarla de mil modos… Sin embargo, en cuanto aparece la amenaza, aquella no solo queda al descubierto sino que ocupa el primer plano.

¡Somos tan vulnerables!… Palpamos el miedo a las pérdidas de todo tipo –de bienes, de salud, de afectos…– y nos sentimos desnudos ante la incertidumbre. Descubrimos que no controlamos nada y aparece nuestra impotencia. Y comprobamos con temor que todo aquello en lo que habíamos puesto nuestra seguridad se derrumba; y que no existe “forma” alguna, externa o interna, que pueda sostenernos.

Tal constatación nos obliga a un reconocimiento humilde y a un cuestionamiento seguramente decisivo.

La amenaza nos lleva, por un lado, a reconocer que somos vulnerables, frágiles, débiles… y que la impermanencia es la ley que rige todo el mundo de las formas. En ellas nada permanece, excepto el cambio: todo cambia, todo pasa, todo se termina perdiendo…

Y, por otro lado, nos sentimos cuestionados acerca de qué hacer con esa vulnerabilidad reconocida, cómo aprender a vivir con ella.

Desde dónde vivir la vulnerabilidad

Podemos vivir la vulnerabilidad desde tres actitudes diferentes, que conllevan también efectos diametralmente opuestos.

Desde la resignación, acompañada con frecuencia de decepción y lamento, que suele acabar en claudicación, paralización y, en ocasiones, en cinismo amargo.

Desde la resistencia, acompañada de agresividad, queja y crispación, que hace entrar en guerra con la realidad, nos sitúa en el “no” a la vida y termina incrementando el sufrimiento mental y la desesperación.

Desde la aceptación, la actitud sabia, contrapuesta por igual a cada una de las dos anteriores. Aceptar significa alinearse con la realidad de cada momento –decir “sí” a lo que viene–, acogiendo todos los sentimientos que aparecen, aunque sin reducirse a ellos y experimentar cómo, al aceptar, empieza a surgir en nosotros la acción adecuada en ese momento.

Aceptar significa también abrazar la propia vulnerabilidad, acogernos débiles y frágiles. Para lo cual, tendremos que cuidar la paciencia y el amor incondicional hacia nosotros mismos.

La paciencia nos permite convivir con el “oleaje” emocional que se despierta en un momento concreto, sabiendo que tal vez requiera tiempo para que pueda calmarse. Aquí no hay que hacer nada, sino alimentar la confianza: quizás no entienda nada ni vea por dónde tirar, pero puedo mantener la confianza en una sabiduría mayor que rige todo el proceso. En mí hay vulnerabilidad y ceguera –tal vez estoy asustado y no puedo ver más–, pero sé que la Vida sabe. Dejo de discutir todo el tiempo con ella y confío… Más tarde podré verificar la verdad de mi actitud por los frutos que produce.

El amor incondicional hacia sí constituye el mayor poder del que disponemos en el plano psicológico. Y la experiencia de la propia vulnerabilidad puede constituir la oportunidad de reconciliarme en profundidad conmigo mismo y con toda mi verdad, cuidando actitudes de autoacogida, comprensión, perdón… En la medida en que me permita sentir mi propio dolor y pueda acogerme con él, despertará en mí la capacidad probablemente más humana: la compasión. Y en la medida en que la viva conmigo mismo podré vivirla hacia los demás.

La crisis –acompañada de experiencias de fragilidad, miedo e incertidumbre– habrá sido así una escuela de compasión, que se traduce en solidaridad.

Los frutos de la vulnerabilidad

Al reconciliarme con la vulnerabilidad es fácil que se me muestren dos frutos que nacen de la aceptación.

En primer lugar, en una profunda paradoja, descubro que aceptar que soy vulnerable no me hace más débil, sino más fuerte…, porque me apoyo en la verdad, y la verdad siempre es fortaleza y liberación. Y empiezo a comprender que en tanto no se acepte completamente la propia vulnerabilidad es imposible sentir fortaleza, porque algo nos dice que nuestra apariencia de seguridad es solo fachada, una máscara que trata de esconder aquello que nos asusta. Por el contrario, al mirar de frente toda nuestra fragilidad y aceptarla compasivamente, emerge aquella “roca” en la que hacer pie: la reconciliación con toda nuestra verdad, la paz y el descanso.

En segundo lugar, empiezo a comprobar que la fuerza que necesito no vendrá de nada de “fuera” –de las circunstancias, los acontecimientos…–, como tampoco de mis ideas o creencias, sino del encuentro en profundidad conmigo mismo que es, en realidad y al mismo tiempo, encuentro con todo y con todos. Ahí conecto con la fuente de la vida que, me alineo con ella y empiezo a comprender que la sabiduría se traduce en aprender a fluir con la vida.

El miedo que se despierta en la crisis nos hace ver dónde habíamos puesto nuestra confianza, dónde creíamos encontrar la fuente de nuestra seguridad. Cuando eso –sea lo que sea– se vea amenazado notaremos cómo se incrementa nuestro temor. Y quizás ahí podamos vislumbrar la luz que asoma a través de esa rendija: la confianza y la seguridad no pueden apoyarse de manera estable en ninguna forma –ningún objeto, ninguna creencia–, sino en la comprensión de que “Aquello” que somos en profundidad, “Eso” que es consciente de todo –más allá del “personaje” o del yo en el que nos estamos experimentando– se halla siempre a salvo. Porque no somos la forma con la que nuestra mente nos ha identificado, sino la Vida de donde brotan todas las formas.

El camino del silencio

Para Pascal, “toda la desdicha de los hombres se debe a una sola cosa: no saber permanecer en reposo en una habitación”. Y sin embargo, como diría Viktor Frankl, “literalmente hablando, lo único que poseemos ahora es nuestra existencia desnuda”.

Tal vez una experiencia de confinamiento como la que estamos viviendo sea una oportunidad para experimentar ambas cosas: la riqueza del silencio y el encuentro con nuestra “existencia desnuda”.

Tengo constancia de que son muy numerosos los grupos que, en algún momento del día, se reúnen para meditar a través de alguna plataforma digital. Lo cual me parece una buena noticia.

En la práctica meditativa encontramos un tiempo para favorecer la cercanía a nosotros mismos, el cuidado de la atención y la riqueza del Silencio.

Del modo que sea más adecuado para cada cual, se trata de favorecer el amor incondicional hacia sí mismo, entrenar la atención –llevándola a la respiración o a las sensaciones corporales, y observando la mente a distancia– y ejercitarse en el Silencio del “solo estar”, en una consciencia sin contenidos, manteniendo la atención en la pura y simple sensación de presencia, sin añadir pensamientos.

Así vivido, el Silencio –me gusta escribirlo con mayúscula– conduce al centro de la vida; es fuente de comprensión, de amor, de libertad, de paz y de acción eficaz. El Silencio es la puerta hacia nosotros mismos; no solo eso: el Silencio consciente es otro nombre de lo que somos, es nuestra “casa”. Es liberación del sufrimiento inútil y experiencia de plenitud gozosa. Por todo ello, cuando se ha experimentado, el Silencio enamora.

EL CAMINO QUE VENCE A LA TRISTEZA

Domingo III de Pascua

26 abril 2020

Lc 24, 15-35

Dos discípulos de Jesús iban andando aquel mismo día, el primero de la semana, a una aldea llamada Emaús, distante unas dos leguas de Jerusalén; iban comentando todo lo que había sucedido. Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo. Él les dijo: “¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino?”. Ellos se detuvieron preocupados. Y uno de ellos, que se llamaba Cleofás, le replicó: “¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no sabe  lo que ha pasado allí estos días?”. Él les preguntó: “¿Qué?”. Ellos le contestaron: “Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras ante Dios y todo el pueblo; cómo lo entregaron los sumos sacerdotes y nuestros jefes para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que él fuera el futuro liberador de Israel. Y ya ves, hace dos días que sucedió esto. Es verdad que algunas mujeres de nuestro grupo nos han sobresaltado, pues fueron muy de mañana al sepulcro, no encontraron su cuerpo e incluso vinieren diciendo que habían visto una aparición de ángeles, que les habían dicho que estaba vivo. Algunos de los nuestros fueron también al sepulcro y lo encontraron como habían dicho las mujeres; pero a él no le vieron”. Entonces Jesús les dijo: “¡Qué necios y torpes sois para no creer lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto para entrar en su gloria?”. Y comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas les explicó lo que se refería a él en toda la Escritura. Ya cerca de la aldea donde iban, él hizo ademán de seguir adelante, pero ellos le apremiaron diciendo: “Quédate con nosotros, porque atardece y el día va de caída”. Y entró para quedarse con ellos. Sentado a la mesa con ellos tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero él desapareció. Ellos comentaron: “¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?”. Y levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron a los Once con sus compañeros, que estaban diciendo: “Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón”. Y ellos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.

EL CAMINO QUE VENCE A LA TRISTEZA

          Parece claro que esta catequesis de Lucas responde a la que era, probablemente, la mayor inquietud de aquellos primeros discípulos: ¿cómo entender que Dios hubiera permitido la muerte violenta de Jesús?; ¿no sería esa una señal de que se trataba de un falso profeta? Si realmente era el “Hijo de Dios”, ¿no habría venido Dios en su ayuda? “Nosotros esperábamos…”, confiesan desde su decepción. Pues bien, a esa frustración y a todos esos interrogantes, la catequesis responde: “era necesario”, ya estaba anunciado en las Escrituras.

         Es sabido que esta lectura sería «elaborada» por la teología posterior, dando lugar a interpretaciones absolutamente deformadas de la muerte de Jesús y del significado de la cruz. Hasta el punto de que cruz y muerte se entenderían como la condición necesaria para que Dios pudiese perdonar el pecado de los “primeros padres”, mostrando la imagen de un Dios ofendido y vengativo que habría exigido “reparar” en Jesús, a través del dolor, la “ofensa” o pecado de Adán y Eva.

        Desde nuestra perspectiva, podemos ver que se trataba sencillamente de una interpretación “intencionada” -en cierto modo, si se entiende bien, «inventada»-, a la que recurrió la primera comunidad para explicarse el “escándalo” de la cruz. Pero el texto no se detiene aquí, sino que parece invitar a los creyentes el camino para encontrarse con el Resucitado: acoger a los desconocidos.

          Y aquí entramos ya en un principio de sabiduría universal: la humanidad se salva de la decepción gracias al encuentro con los demás. Al compartir el camino y acoger a las personas, notamos que nuestro corazón empieza a “arder” y vuelve la alegría. Porque la alegría –como la felicidad– no tiene un sujeto individual; solo es posible en la experiencia de comunión, cuando es compartida.

¿Vivo la acogida y la comunión como gozo?

VIDA ES LO ÚNICO QUE HAY

Domingo II de Pascua

19 abril 2020

Jn 20, 19-31

Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa con las puertas cerradas, por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: “Paz a vosotros”. Y diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: “Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo”. Y dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos”. Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: “Hemos visto al Señor”. Pero él les contestó: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo”. A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: “Paz a vosotros”. Luego dijo a Tomás: “Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado y no seas incrédulo, sino creyente”. Contestó Tomás: “¡Señor mío y Dios mío!”. Jesús le dijo: “¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto”. Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Estos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre.

VIDA ES LO ÚNICO QUE HAY

     El evangelio de Juan se escribe varias décadas después de los hechos que narra. Y es precisamente a los discípulos de esa tercera generación a quienes les dirige esas palabras: “Dichosos los que crean sin haber visto”.

          En esta nueva catequesis, son varias las cuestiones que se abordan: la insistencia en la resurrección, para lo que apela a “señales corporales” (manos, costado), el miedo de los discípulos y las dificultades/dudas para creer, el don de la paz y del Espíritu que leen como regalo del Resucitado y, sobre todo, la afirmación conclusiva, en la que se encontraría la clave última de lectura: todo se ha escrito “para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre”.

          Si hay un anhelo que ocupe y vibre en el corazón humano es el de vivir, tener vida. En este mismo evangelio, Jesús proclama: “Yo soy la vida”. Pero la lectura que hacen los discípulos –de naturaleza mental y en clave teísta– parece entender la vida como “algo” que tenemos y que, en todo caso, tiene que “venirnos” de otro, sea Jesús (“en su nombre”) o Dios.

          Trascendida la lectura mental, podemos reconocer que la “vida” no es “algo” que podemos tener o perder, sino uno de los nombres con los que nos referimos al Fondo común y compartido de todo lo que es, la identidad última de todos los seres. Acertaba plenamente Jesús al afirmar que era vida, pero no alcanzaron a verlo sus discípulos al no reconocer que aquella afirmación era válida para todos: todos somos vida.

          En cierto sentido, podría decirse con verdad que la vida es lo único que es. Solo hay vida; todo lo que percibimos a través de los sentidos no son sino formas que adopta la vida o en las que se oculta. Somos vida experimentándose en formas –personas– concretas. Vivir con sabiduría consiste en atender y cuidar todas las formas sin perder la conexión consciente con la comprensión de que somos vida.

¿Qué me ayuda a comprender que soy vida?

Semana 12 de abril: CRÓNICAS DEL CORONAVIRUS // Íñigo DOMÍNGUEZ

MURMULLOS CON MIEDO AL TELÉFONO

 ÍÑIGO DOMÍNGUEZ, en El País, 6 abril 2020. 

https://elpais.com/sociedad/2020-04-05/murmullos-con-miedo-al-telefono.html

Las pequeñas historias que te llegan penetran en el alma más que las cifras y notas que tu entorno empieza a crujir. El sonido pasa de pared a pared, de barrio a barrio, estamos todos ligados unos a otros.

          Es difícil empezar el lunes incluso cuando ni recuerdas que es lunes, porque todos los días parecen lunes. En los segundos que tardas en despertar preservas la inocencia previrus, pero luego recuerdas que tampoco hoy es un día normal. Ya no sabes cómo enfrentarte a las noticias, si saber solo un poquito, no saber nada, saberlo todo. Pero hablando con los demás te enteras, y las pequeñas historias que se confiesan al teléfono, como un murmullo, con miedo, penetran en el alma más hondo que las cifras. Esto es tan gigantesco que los números dicen poco, no los traduces en imágenes. O no quieres. Pero no me quito de la cabeza lo que le pasó a una amiga. Se murió su tío, en su propia casa, y no fue lo peor: tuvo que seguir allí cuatro días. La funeraria no daba abasto. Les aconsejaron abrir la ventana, quitar la calefacción y no entrar allí. Lejos de los ojos de todos suceden escenas espantosas.

       En la empresa de un amigo, bien grande, el consejero delegado casi se les puso a llorar en videoconferencia. Tengo compañeros que ya cobran la mitad. Conocidos con tiendas me dijeron hace casi un mes que como mucho aguantarían un mes. Otro tiene un restaurante y tras pagar 20 años el alquiler ahora el dueño no se lo baja porque, hombre, tenía que haber pensado en ir ahorrando por si venían mal dadas. La mujer que viene a limpiar, a la que casi ya no puedes pagar, aunque no viene, no sabe cómo pagará a su casera. Tiene una docena de pisos y le dice que se lo apunta para que lo abone después.

         Estos días todos intuimos mejor el misterio de la vida, pero hay gente que ni por esas. Cuenta Ennio Flaiano que un amigo se interesó por un cuadro de su casa, que era raro. Le preguntó el significado, no supo explicarle, pero por bromear le dijo que costó una fortuna. Se le abrieron los ojos: “El misterio artístico se convirtió para él en un misterio económico, y eso sí llegaba a apreciarlo”.

        En cambio, la tía de un amigo tiene un montón de viviendas y llamó el primer día a todos sus inquilinos para que dejaran de pagar. Hay gente tan pobre que solo tiene dinero, decía mi abuelo, pero esta mujer es rica de verdad. Tengo otro amigo que vive en el campo y no tiene nada, pero sí una huerta. Se ha puesto a plantar como un loco y le salen patatas y lechugas para 40 familias, si hace falta. Su vecino le dejó el otro día un pollo en la puerta. Otro amigo cura se pasa el día llamando a la gente mayor de su parroquia para ver qué necesitan. Aquí nos retrataremos todos, unos saldrán feos, otros más guapos. Yo estoy aquí pontificando pero salí fatal el otro día. Vi pasar bajo la lluvia a un anciano que se ayudaba de un carrito para caminar, con la compra. No reaccioné, tenía atrofiadillo el impulso de ayudar. Luego pensé si me estaba volviendo gilipollas, a veces intuyo señales. Ahora lo busco cada vez que salgo, debe de vivir por aquí, pero no lo encuentro.

         En la puerta del supermercado hay pobres nuevos, vienen de otras zonas. Ayer un señor le compró a una anciana búlgara un costillar de cerdo. La mujer le miraba, y él metió otro en la bolsa. Hasta que metió tres y ella por fin sonrió. Le dijo que en su familia son doce. Los desconocidos nos darán lecciones. No hay que esperar órdenes, depende de nosotros, no saldrá decreto para eso, para que seamos buena gente.

        El dinero de mucha gente se acaba. Necesitamos corazón e inteligencia. Quien pueda renunciar a algo debe hacerlo por otro, que lo hará por un tercero. Tu sacrificio es la salvación de otro. Si la cadena se rompe caeremos unos encima de otros, hasta aplastar al último de la fila, para variar. Ante el sálvese quien pueda, hay un poema de Benedetti que se titula No te salves: “No te salves, no te llenes de calma, no reserves en el mundo solo un rincón tranquilo”. Habla de una historia de amor, de cómo hay que arrojarse a ella, sin ropa, y esto es igual. Bueno, no sé si quería decir eso, pero la poesía se puede romper en caso de emergencia.

        Con estas historias notas que tu entorno empieza a crujir. El sonido pasa de pared a pared, de barrio a barrio, estamos todos ligados unos a otros. Recuerdas a alguien, por un detalle, y escribes: ¿todo bien? “Cuídate”, dices al despedirte. Debemos cuidarnos unos a otros. Le preguntaron a Mark Twain al final de su vida una razón para vivir, y dijo: “La estima de nuestros vecinos”.

      Unos amigos viven en mi calle. A las ocho, con los aplausos, nos saludamos y les veo agitar los brazos a lo lejos, como en la despedida de un barco. Pero seguimos aquí, donde vivimos todos juntos. Este es nuestro destino.