¿DÓNDE PONGO LA SEGURIDAD?

Domingo XVIII del Tiempo Ordinario 

4 agosto 2019

Lc 12, 13-21

En aquel tiempo, dijo uno del pueblo a Jesús: “Maestro, dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia”. Él contestó: “Hombre, ¿quién me ha nombrado juez o árbitro entre vosotros?”. Y dijo a la gente: “Mirad: guardaos de toda clase de codicia. Pues aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes”. Y les propuso una parábola: “Un hombre rico tuvo una gran cosecha. Y empezó a echar cálculos: ¿Qué haré? No tengo donde almacenar la cosecha. Y se dijo: «Haré lo siguiente: derribaré los graneros y construiré otros más grandes, y almacenaré allí todo el grano y el resto de mi cosecha. Y entonces me diré a mí mismo: Hombre, tienes bienes acumulados para muchos años: túmbate, come, bebe, y date buena vida». Pero Dios le dijo: «Necio, esta noche te van a exigir la vida. Lo que has acumulado ¿de quién será?». Así será el que amasa riqueza para sí y no es rico ante Dios”.

 ¿DÓNDE PONGO LA SEGURIDAD?

      La codicia esconde necesidad, más o menos enfermiza, de seguridad. Dado que el ser humano no puede renunciar a la seguridad, la cuestión es saber dónde la ponemos.

          A lo largo de nuestra existencia, es probable que el “lugar” donde la situábamos haya ido modificándose: los padres, los amigos, el grupo, la pareja, la profesión, la salud, el dinero, las posesiones, las creencias…

          El problema no radica, por tanto, en el hecho de sentir necesidad de seguridad, sino en la ignorancia a la hora de querer afirmarla. Y caemos en la ignorancia siempre que la colocamos en cualquier realidad impermanente que, antes o después, terminará cayendo.

       Poner la seguridad en cualquier forma impermanente es garantizarse la decepción, la frustración y el sufrimiento. Esa es la primera ignorancia, porque nos hace tomar como “seguro” lo que es transitorio.

          Jesús utiliza la palabra “necio” para referirse a quien actúa así. Tal término viene del verbo latino “nescio”, que significa literalmente “no sé”. E indica con claridad nuestro problema: actuamos mal –desde la codicia, el egoísmo, el enfrentamiento, la tristeza, la desesperanza…– porque no sabemos, es decir, debido a nuestra ignorancia básica que, en realidad, es un olvido:“Nuestro nacimiento —escribía el poeta romántico William Wordswoth— no es sino un sueño y un olvido”.

          Nos sucede entonces que nos tomamos por lo que no somos –un yo que se define como carencia y que busca aferrarse a lo que ilusoriamente cree que le va a aportar seguridad– y olvidamos nuestra verdadera identidad, plenitud de consciencia, que es una con todo y, en sí misma, seguridad. 

          La seguridad no es, por tanto, un “objeto”, como piensa nuestra mente, que hayamos de lograr a través de esfuerzos y de proyecciones. Seguridad es otro nombre de nuestra verdadera identidad. Apenas salimos de la inercia que nos hacía vernos como un yo separado, entrenando la capacidad de acallar la mente, empezamos a reconocernos experiencialmente en Eso que es consciente, inefable y pleno, más allá de todos los objetos con los que previamente tendíamos a identificarnos.

          A diferencia de ellos, lo que somos es estable y permanente. Más aún, es lo único que permanece cuando todo cambia. Y ese constituye el criterio de verdad. Así que puedes empezar por esa pregunta: ¿qué es lo que permanece cuando todo cambia?, ¿qué es lo que no ha cambiado en mí desde que tengo memoria? Advertirás que la respuesta solo es una: la consciencia de ser, que experimentas, invariable y permanente, como “Yo soy”, la única certeza que nunca podrás negar.

¿Dónde pongo mi seguridad?

Semana 28 de julio: CARACTERÍSTICAS DEL ESTADO DESPIERTO // Steve TAYLOR

Steve TAYLOR, El Salto, Ediciones Gaia 2018.

Entonces, ¿cuáles son las características básicas del estado despierto según las tradiciones espirituales?

Quizás el tema más frecuente sea el de la unión. En el estado despierto vamos más allá de la separación y entramos en un estado de conexión y de unión. Y, lo que es más importante, este estado significa conectar con la esencia espiritual del universo ―llámese Brahman, Tao o Dios― y con la parte más profunda de nosotros mismos, ya que la esencia universal es también la de nuestro propio ser. El mayor obstáculo para esta conexión (tanto con la esencia espiritual del universo como con nuestro propio ser) es nuestro intenso sentido del ego, con todos sus deseos, ambiciones y apegos. Las fronteras limitantes del ego, tan firmes y sólidas, nos encierran dentro de nuestro propio espacio mental; nos separan del mundo. Por lo tanto, para poder trascender la separación y conectar con el espíritu, debemos debilitar este yo; por así decirlo, ablandar de algún modo sus sólidos contornos. (Las tradiciones describen este proceso como una auto-aniquilación o autonegación). Nuestro sentido de identidad y aquello sobre lo que gravitamos habitualmente tienen que alejarse del yo estrecho y personal y pasar a formar parte de una expansión más amplia y más profunda del ser.

Una segunda característica del estado despierto que resaltan todas las tradiciones que hemos examinado es la calma o quietud interior, el vacío interior. La mente de los individuos despiertos no está constantemente ocupada o parloteando; estas personas no se ven asaltadas por deseos y emociones turbulentas. En su interior están tranquilas, en paz; su consciencia es pura y está en calma, serena, como un lago. De hecho, todas las tradiciones están de acuerdo en que el desarrollo de la calma interior es una parte esencial del proceso de despertar. Dicho en otras palabras, si quieres despertar, tienes que aprender a sosegar, ralentizar y calmar tu mente, y a trascender las capas de pensamiento y de emoción que nublan tu consciencia. Por esta razón, entre otras, la meditación regular es importante. Al meditar, podemos llegar a comprender que no somos nuestros pensamientos y establecer contacto con capas más profundas y más amplias de nuestro ser que están más allá del pensamiento. Meister Eckhart describe «la tormenta del pensamiento interior» que normalmente asedia nuestra mente, y afirma que «para que Dios diga su palabra al alma, esta debe estar en reposo y en paz». De manera similar, el Maitri Upanishad describe cómo «cuando la mente está en silencio… puede penetrar en un mundo que está más allá de la mente: el Fin más elevado».

Una tercera característica del estado despierto que aparece en todas las tradiciones es la plenitud. A los individuos despiertos les preocupa muy poco o nada tener éxito en el mundo, las posesiones físicas o las ambiciones personales, y no se ven afectados por los elogios, la culpa o las descalificaciones; no necesitan la aprobación de los demás. No tienen necesidad de agregar nada a si mismos, como el éxito, el estatus o la riqueza, porque ya se sienten plenos, completos, realizados. El Sutra del Corazón budista lo resume claramente de este modo: «En su indiferencia hacia el logro personal y en su falta de deseo de autojustificación, los hombres y mujeres iluminados no pueden nunca ser denostados o alterados por los demás». El Bhagavad Gita describe a la persona despierta como alguien que no se ve afectado ni por el placer ni por el sufrimiento, para quien el oro, las piedras o la arena son lo mismo, y «cuya paz permanece inalterable tanto en lo agradable como en lo desagradable». Sin embargo, esta falta de preocupación por las opiniones que los demás puedan tener de ellos no significa que a las personas despiertas no les preocupen los demás en absoluto.

Al contrario, su falta de interés en sí mismos y su mayor sentido de la conexión nos lleva a una cuarta característica del estado despierto que aparece en todas las tradiciones espirituales: un grado muy elevado de compasión y altruismo. Al mismo tiempo que conectan con la esencia espiritual del mundo y con su propia esencia, aquellos que han despertado conectan también de forma muy intensa con el resto de los seres humanos. Tienen una gran capacidad para la empatía, para sentir lo mismo que están sintiendo los demás ―para sentir con ellos―. Pueden sentir el sufrimiento, la frustración y el dolor de otras personas, lo que les genera un impulso altruista para aliviar su sufrimiento o ayudarles a desarrollarse. Debido en parte a que para ellos sus propias ambiciones y deseos ya no son importantes, sienten un fuerte impulso de servir a los demás y de practicar la bondad y la generosidad. Este espíritu de altruismo fue claramente expresado por el monje budista del siglo VII Shantideva, quien escribió: «Quiero eliminar el sufrimiento de todos y cada uno de los seres vivos, haciendo así que puedan llegar a la iluminación… Mi preocupación por el bienestar de los demás me aporta más mérito que cualquier acto de adoración». En última instancia, esta actitud compasiva se deriva del hecho de ser consciente de que el espíritu está presente en todos, de modo que, en cierto sentido, uno es todos los demás. Por lo tanto, cuando otras personas sufren, somos nosotros mismos los que sufrimos. Como dice Moisés Cordovero, el místico judío del siglo XVI: «El que peca no se está perjudicando únicamente a sí mismo, sino también a aquella parte de sí mismo que pertenece a los demás». De esta manera, es importante amar a los demás, porque «los demás son en realidad uno mismo».

Un quinto elemento común al estado despierto entre las diversas tradiciones espirituales (relacionado con el primer tema de la unión) es el abandono de cualquier identidad o voluntad personal. Dicho en otras palabras, despertar significa olvidar la idea de que uno es el que está dirigiendo su propia vida y siguiendo sus propios planes o sus propias ambiciones. En lugar de eso, la vida se convierte en la expresión de algo más grande que nosotros mismos, una fuerza que fluye a través de nosotros. Esta es la idea taoísta de wu wei ―acción sin acción―, cuando nos damos cuenta de que el Tao es nuestra naturaleza y todo lo que hacemos es la expresión natural de esta. En las tradiciones espirituales monoteístas, el místico abandona su propia voluntad personal para poder así vivir a través de Dios ―o para que Dios pueda vivir a través de él―. En la cábala, por ejemplo, la voluntad individual ha de ser «elevada» hasta convertirse en una con En Sof, el principio divino que impregna el mundo y lo trasciende. Cuando alineamos nuestra voluntad personal con la de Dios, nos convertirnos en agentes de dicha voluntad divina, y una poderosa energía transformadora con la que podemos contribuir a sanar el mundo comienza a fluir a través de nosotros.

Y para terminar, resaltemos brevemente otros dos claros aspectos ―y, en cierto sentido, obvios―. El primero de ellos es que el estado despierto trae consigo una consciencia más intensa y completa de la realidad. El mundo, tal como lo percibimos con la consciencia ordinaria, es tan solo una realidad limitada, una sombra. Como lo expresó el filósofo griego Platón, estamos sentados en una cueva, mirando las sombras de la pared que tenemos frente a nosotros, mientras que el mundo real pasa por detrás. En realidad, el mundo no es algo trivial, prosaico y sin sentido, sino que irradia significado y armonía resplandeciente. Realmente, en lugar de separación, lo que hay es unidad. En términos del vedanta indio, se descubre la ilusión de maya (el engaño), revelando así un mundo de unidad donde antes no había más que un mundo ilusorio de dualidad y separación. O, usando las palabras del místico sufí del siglo XI Al-Ghazali, es un estado «cuya relación con nuestra consciencia normal en la vigilia es análoga a la relación de esta con los sueños. ¡Comparado con este estado, tu consciencia habitual de vigilia sería el equivalente a estar soñando!».

Finalmente ―y quizás sea lo más evidente―, el estado despierto se percibe en todas las tradiciones como un estado de intenso bienestar. Todas coinciden en señalar que despertar significa trascender la ansiedad y el miedo y alcanzar un sentido de gran serenidad, dicha y felicidad. En el budismo, el concepto de bodhi lleva implícita la cesación del sufrimiento. En el taoísmo, el término ming significa vivir con una felicidad espontánea. En el vedanta indio, la felicidad es una de las cualidades de la consciencia misma, tal y como se expresa en satchitananda (ser-consciencia-felicidad). La esencia del brahman es la dicha, la alegría o el gozo: «Brahman es alegría, pues todos los seres provienen de la alegría, viven gracias a ella y a ella regresan». Por lo tanto, la auto-realización es, literalmente, despertar a la dicha, al gozo, la felicidad y la alegría. Del mismo modo, en la espiritualidad judía, devekut es un estado de alegría y exaltación, como también lo es el estado sufí de baqa.

INSISTIR PARA COMPRENDER

Domingo XVII del Tiempo Ordinario 

28 julio 2019

Lc 11, 1-13

Una vez que estaba Jesús orando en cierto lugar, cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: “Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos”. Él les dijo: “Cuando oréis, decid: «Padre, santificado sea tu nombre, venga tu reino, danos cada día nuestro pan del mañana, perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe algo, y no nos dejes caer en la tentación»”. Y les dijo: “Si alguno de vosotros tiene un amigo, y viene durante la medianoche para decirle: «Amigo, préstame tres panes, pues uno de mis amigos ha venido de viaje y no tengo nada que ofrecerle». Y, desde dentro, el otro le responde: «No me molestes; la puerta está cerrada; mis niños y yo estamos acostados; no puedo levantarme para dártelos». Si el otro insiste llamando, yo os digo que, si no se levanta y se los da por ser amigo suyo, al menos por la importunidad se levantará y le dará cuanto necesite. Pues así os digo a vosotros: Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque quien pide recibe, quien busca halla, y al que llama se le abre. ¿Qué padre entre vosotros, cuando el hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿O si le pide un pez, le dará una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le dará un escorpión? Si vosotros, pues, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?”.

INSISTIR PARA COMPRENDER

           La petición brota de la carencia. Mientras persista la identificación con el yo separado, absolutizaremos nuestra vulnerabilidad y, con ella, nuestro sentimiento de indigencia. Llevado al campo religioso, no es de extrañar que, en la oración, haya ocupado siempre un lugar predominante la petición.

       Es indudable que la persona en la que nos experimentamos se caracteriza por la debilidad, la fragilidad y la vulnerabilidad. Negar tal hecho nos instala en la mentira y hace que tratemos de acorazarnos, sin mucho éxito, en los más variados mecanismos de defensa, para aparentar una fortaleza y seguridad que nos eluden.

          Si somos honestos, habremos de reconocer que mientras nos identificamos con el yo separado, la percepción de nosotros mismos aparece siempre coloreada por la carencia –el yo es un manojo de miedos y necesidades–, de la cual brota la petición e incluso la búsqueda, más o menos compulsiva, de “algo” (“Alguien”) que nos colme.

         Todo se modifica cuando comprendemos que somos Plenitud, no porque el ego se infle y se atribuya una cualidad ilimitada. No, el sujeto de la Plenitud no es el yo separado –de hecho, mientras nos identifiquemos con él, no podremos percibir nuestra realidad profunda–, sino Eso que es consciente, el Fondo común que compartimos con todo lo que es.

          “Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque quien pide recibe, quien busca halla, y al que llama se le abre”. Ya se nos ha dado todo y todas las puertas se hallan abiertas ante nosotros. Se trata solo de caer en la cuenta, saliendo del estado hipnótico que nos mantiene encerrados en la creencia que nos identifica con el yo separado.

          Y ahí es justamente donde necesitamos “insistir”. Pero no para conseguir los favores de un Dios aparentemente poco generoso, sino para romper la inercia que arrastramos y que erróneamente nos reduce al yo separado.

          Una tal inercia solo puede superarse gracias a un trabajo constante de reeducación. Porque, aunque hayamos comprendido –o simplemente atisbado– que nuestra identidad es Eso que es consciente –una realidad ilimitada y transcendente, que se halla siempre a salvo–, nos veremos llevados, una y otra vez, de modo insistente, a percibirnos y comportarnos como si fuéramos el yo separado.

          El único modo de superar la inercia pasa por detenernos, tomar distancia de la mente y re-situarnos, una y mil veces, en la comprensión de lo que realmente somos. En esta tarea, cualquier malestar repetitivo así como todo sufrimiento mental constituyen un aliado valioso, al hacernos ver que nos atrapan cuando –y porque– hemos desconectado de nuestra verdadera identidad y nos mantenemos apegados a la antigua creencia que nos reducía al yo vulnerable.

          La persona en la que nos experimentamos seguirá siendo extremadamente vulnerable y su horizonte será la muerte pero, gracias a la comprensión, podremos acogerla con serenidad. Porque habremos comprendido que, tras la forma transitoria de la persona, somos Plenitud de presencia. Hemos encontrado el tesoro y la puerta se halla siempre abierta.

¿Me reconozco como Plenitud? ¿Cómo vivo la sensación de carencia?

Semana 21 de julio: SURJO // María Adela PALCOS

https://vimeo.com/264519482

Desde los cimientos de mi propio yo, surjo.
Desde las cenizas de mi propio yo, surjo.

Vengo caminando a través de las edades
sin reconocerme
y siempre soy yo.

He hecho un largo camino para encontrarme,
he hecho un largo camino y me encontré.

Soy quien siempre he sido y es.

Desde el fondo de mí misma me estaba esperando.

Soy quien siempre fui
pero no me veía.
Soy quien siempre fui
pero no me oía.

¿Cómo pretendo sentir si no me creo?
¿Cómo pretendo creer si no me amo?
¿Cómo pretendo amar si no me siento?

Desde los cimientos de mi propio yo, surjo.
Desde la eternidad vengo.
Tanto tiempo estuve inventándome
y siempre estaba ahí.
Desde el fondo de mí misma surjo.

LO ÚNICO NECESARIO

Domingo XVI del Tiempo Ordinario 

21 julio 2019

Lc 10, 38-42

Entró Jesús en una aldea y una mujer llamada Marta lo recibió en su casa. Esta tenía una hermana llamada María, que sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra. Y Marta se multiplicaba para dar abasto con el servicio, hasta que se paró y dijo: “Señor, ¿no te importa que mi hermana me haya dejado sola con el servicio? Dile que me eche una mano”. Pero el Señor le contestó: “Marta, Marta: andas inquieta y nerviosa con tantas cosas: solo una es necesaria. María ha escogido la parte mejor, y no se la quitarán”.

 LO ÚNICO NECESARIO

           Ha sido frecuente leer este texto en clave dualista, como si abogara por la superioridad de la “vida contemplativa” sobre la “vida activa”. De ese modo, ha servido de soporte ideológico para ponderar “lo religioso” por encima de “lo profano”.

      El sentido original (histórico) del mismo parece que era diferente: trataría de afirmar la primacía del discipulado por encima de cualquier otra actividad. En efecto, la expresión “estar sentado(a) a los pies de Jesús” constituía una fórmula estereotipada para referirse al hecho de “ser discípulo” (o discípula). No es difícil entender que, para aquellas primeras comunidades, surgidas al calor de la figura de Jesús, el objetivo primero fuera precisamente el de vivir como discípulos del Maestro de Nazaret.

       Sin embargo, desde una clave espiritual (o universal), más allá del contexto histórico en que nace, el texto adquiere una riqueza mayor. La “única cosa necesaria”, “la mejor parte”, que nadie podrá quitarnos, es la comprensión de lo que somos.

          A falta de esta comprensión, podemos “multiplicar” nuestra actividad e incluso nuestro servicio, pero será imposible superar la “inquietud” y el “nerviosismo”…, incluso –como manifiesta María en el relato– la queja contra quienes no actúen como nosotros.

     Nerviosismo, inquietud, queja, confusión, sufrimiento… nacen siempre como consecuencia de nuestra identificación con el yo separado. Ese es el único “pecado”, y “pecado original”, porque en esa creencia errónea se origina la ignorancia radical que se traduce irremisiblemente en sufrimiento.

          Ahora bien, aunque errónea, tal creencia se halla fuertemente enraizada en nuestro psiquismo y en nuestras neuronas: la hemos mamado con la leche materna y ha sido constantemente sostenida, a lo largo de nuestra existencia, en todos los ámbitos en los que nos hemos movido. Hasta el punto de que nuestra propia mente tiende, de entrada, a revolverse contra cualquiera que la cuestione.  

          Sin embargo, es una creencia que únicamente se sostiene por la adhesión que le brindamos. La respuesta adecuada a la cuestión “¿qué soy yo?” es inmediata, directa y autoevidente: Soy Eso que es consciente. No puedo ser ningún “objeto” que pueda observar, sino Eso que es consciente de todos ellos y permanece estable. Esta comprensión es “lo único necesario”: todo lo demás, incluida la actividad y el compromiso, será consecuencia y fruto de aquella.

          Nos hallamos, pues, entre la comprensión –autoevidente en ella misma– y la inercia que nos lleva a mantenernos en la creencia antigua que nos identifica con el yo separado. ¿Qué hacer? Ejercitarnos constantemente, a lo largo de todo el día, en hacernos conscientes de lo que realmente somos, como si fuera un “recordatorio” permanente: “no soy este yo con el que me había identificado, sino Eso que es consciente y uno con todo, pura consciencia ilimitada y no-local, Presencia consciente. Y me entreno en vivir todo desde ahí. Y luego veo qué sucede…, para aprender a partir de la propia experiencia.

¿Qué es para mí “lo único necesario”?

Semana 14 de julio: INSTANTES // Juan José MILLÁS

Juan José Millás, en El País, 24 de mayo de 2019.

Leo a mi nieto un libro infantil titulado Los contrarios. A medida que avanzo, me doy cuenta de que estoy introduciendo en su cabeza el pensamiento binario que tanto nos ha hecho sufrir a lo largo de la Historia. Digamos que le parto el corazón sin que él se dé cuenta. Yo mismo no reparo en ello hasta la página catorce o quince. Ahí estamos los dos, en fin, cada uno en su papel, dóciles y obedientes como ovejas que pastan tras la valla. Cerca / lejos. Dentro / fuera. Arriba / abajo. Delante / detrás. Grande / pequeño. Largo / corto. Ancho / estrecho. Seco / mojado. Caliente / frío. Duro / blando. Lento / rápido.

Las ilustraciones no dejan lugar a dudas sobre la existencia de los contrarios, pero resulta imposible averiguar dónde termina lo pequeño y comienza lo grande, por ejemplo, pues no están dibujados sus límites. La frontera es un lugar confuso para el pensamiento infantil, incluso para el adulto. De ahí las concertinas. De ahí Trump. De ahí el sentimiento nacional. De ahí el otro, lo otro. Cuando cerramos el cuento, el crío salta de mis rodillas con el corsé de la cultura un poco más ceñido en su mente de lo que lo estaba cuando se subió. Más apretado. Su capacidad de deducción le conducirá con el tiempo a la creación de nuevas dicotomías culturales. Joven / viejo. Hombre / mujer. Nacional / extranjero. Blanco / negro. Rico / pobre. Sabio / ignorante. Le ayudarán en la construcción de este pensamiento disociado los libros de texto, los periódicos, la tele, la radio, las revistas. El mundo, en su cabeza, se conformará como un juego de oposiciones, no como una posibilidad de encuentros. Aunque tal vez un día, de mayor, revisando los textos de su abuelo muerto (muerto / vivo), dé con esta columna y se detenga a meditar unos instantes.