Semana 24 de septiembre: LA MENTE Y LA REALIDAD (y II)

II. LO REAL ES LO QUE ES 

La simple constatación de que el yo es solo un pensamiento más, el primero de todos, tendría que ayudarnos a aflojar la identificación egoica. Entonces seríamos capaces de tomarnos con humor, reírnos de nosotros mismos y aceptar con sencillez que también nuestro ego, como todos los humanos, puede sentir frustración, decepción, fracaso, dolor… y muerte. Dejaríamos de tomarnos todo personalmente y, en paralelo, soltaríamos la pretensión (inconsciente) que nos situaba en el ombligo del cosmos. El alivio que ello produce no es menor, ya que aprendemos a mirar todo lo que nos sucede como si no nos sucediera a nosotros.

Y en realidad es rigurosamente así: porque no somos ese yo al que le ocurren todo tipo de cosas. Al descubrir su carácter de constructo mental, advertimos que el yo es solo “una ilusión óptica de la consciencia” (Einstein). Es “verdadero” para quien permanece en el nivel mental, pero no es real.

Desenmascarado el sueño del yo, queda al descubierto también la irrealidad del nivel aparente (mental). Quien se halla en él no podrá advertirlo, del mismo modo que quien duerme no alcanza a ver la irrealidad de su sueño. Por eso, se afanará en aquello en lo que considera que le va la vida. Y será esa misma ignorancia la que se convierta en fuente constante de sufrimiento y de alienación, tal como expresaba el sabio Nisargadatta: “Compare usted la conciencia y su contenido con una nube. Usted está dentro de la nube, mientras que yo la miro. Está usted perdido en ella, casi incapaz de ver la punta de sus dedos, mientras que yo veo la nube y otras muchas nubes y también el cielo azul, el sol, la luna y las estrellas. La realidad es una para nosotros dos, pero para usted es una prisión y para mí un hogar”.

         Si el mundo que pensamos es solo una construcción mental, verdadero en esa dimensión, pero carente de realidad, ¿qué es entonces lo real? La respuesta, de tan simple, parece infantil: Lo real es lo que es. La vida sin más añadidos, que se despliega constantemente dando lugar a infinitas formas. Del mismo modo que la materia es, en último término energía, y esta a su vez es solo información (consciencia), todas las formas que perciben nuestros órganos neurobiológicos y que nuestra mente conceptualiza o modula, no son sino Vida (pura consciencia de ser).

         A partir de esta comprensión, cae el yo y todos sus sistemas de creencias. Dejas de vivir en la mente y de girar alocado en torno a los intereses del ego, para anclarte en la consciencia de ser. Importa poco cómo le vaya a tu yo. Lo que eres –la Vida- se halla siempre a salvo.

         No solo aprendes a fluir con la Vida, rindiéndote a su Sabiduría, sino que sabes que tú eres la Vida misma. Todo es como tiene que ser –algo que en el nivel mental suena escandaloso- y tú también.

         Ahora bien, descubrir que el mundo mental es irreal, no significa negarlo ni desinteresarse. Tales actitudes serían igualmente “mentales”, nacidas de un ego más o menos decepcionado. La sabiduría consiste en reconocerse en el plano profundo –en la certeza de que nuestra identidad es la Vida misma- y, desde ahí, vivir el despliegue del mundo aparente, en un sí constante a la Vida, en un “vivir viviendo” que no necesita aferrarse a ningún sistema de creencias, porque reconoce que la Vida no las necesita.

Semana 24 de septiembre: EN BUSCA DEL LUGAR

Hay unos pececillos minúsculos que se dedican a comerse las piltrafas de carne podrida que los peces más grandes tienen dentro de la boca; porque al buscarse el alimento o pelearse, esos peces mayores se hacen heridas entre los dientes; y si no existieran esas criaturas ínfimas que les mordisquean y les limpian, las infecciones acabarían con ellos.

         Para mantenerse pulcros y aseados, pues, cada cierto tiempo esos pescados gordos abren la cabeza y permiten que unos pescadillos que normalmente serían su aperitivo deambulen por el interior de sus fauces durante largo rato, arrancándoles pedacitos de carne y haciéndoles ver previsiblemente las estrellas. Pero el pez grande se aguanta y se comporta, y repite el ritual una vez al mes o cosa así sin dañar jamás al invitado.

         Para mí, lo más asombroso de esta asombrosa historia radica en el acuerdo tácito para reconocerse en lo que son. Es decir, el bicho grande sabe que el pequeño no es un bocado nutritivo, sino su dentista. Y el pececillo estomatólogo es capaz de contrarrestar su pánico innato a ser devorado y de introducirse entre los colmillos de un depredador con la rara intuición de que no va a acabar convertido en merienda, sino que, por el contrario, va a poder merendar él tan ricamente de la paciente boca del monstruo caníbal.

         Ese acuerdo, tan provechoso para ambos, se basa en el reconocimiento instantáneo del lugar del otro. Siempre me ha fascinado la cristalina y precisa claridad con que los animales se contemplan unos a otros. Tienen una percepción estable e inmediata de lo que el otro es para sus vidas, así como lo que ellos son para el contrario. Y así, las criaturas salvajes disciernen enseguida si lo que tienen enfrente es un depredador o una presa comestible, o la pareja para el apareamiento, o un rival territorial, o un compañero de caza, o el dentista que te va a mordisquear esa carne podridilla de los mofletes. Se miran y se miran mutuamente, y cada uno conoce el lugar respecto al otro. De esa sabiduría nacen las reglas del juego, el equilibro.

         Los humanos también somos animales, cosa que olvidamos con excesiva frecuencia; pero somos unos animales tan inteligentes que nos hemos quedado medio tontos. Como especie tenemos unas características inciertas: hemos perdido la llave de la sabiduría instintiva, pero la urgencia de ese confuso instinto sigue creándonos conflictos con la razón. Todo esto se traduce, precisamente, en la pérdida del lugar propio. No sabemos quiénes somos, ni quiénes son los otros, ni cómo relacionarnos mutuamente. Nos corroe el desasosiego de ignorar cómo nos ven los demás y desde qué mirada. Imaginamos que somos unos y deseamos ser otros, y al final de tanta ensoñación, ya no podemos reconocernos. Hay una inquietud básica en el ser humano ante la propia identidad, una inquietud de encierro dentro de un cuerpo equivocado. Tal vez nos desconcierte seguir siendo animales y no saberlo.

         A medida que envejezco voy valorando más y más el descubrimiento del propio lugar como medida de la madurez, como conquista fundamental de la sabiduría vital. Ese lugar no es un espacio público, es decir, no tiene que ver con el éxito social. Es un sitio interior, algo así como una ligereza en la asunción de todas las capas de lo que uno es, aquellas que sé nombrar y aquellas para las que no tengo ni tendré nunca palabras. Es ese espacio íntimo desde el que no necesito preguntarme quién soy, ni representarme para los demás. Un lugar de serenidad probablemente inalcanzable desde el que se deben de entender los secretos de la muerte y de la vida.

Rosa Montero.

Semana 17 de septiembre: LA MENTE Y LA REALIDAD (I)

I.

EL MUNDO QUE TOMAMOS POR REAL ES UNA CREACIÓN DE LA MENTE

 La mente no puede captar lo real, porque la trasciende por completo. Lo más que puede hacer es elaborar sistemas de creencias a partir de lo que constituye su primer postulado: la idea del propio yo.

El resultado es que todas las personas creen estar en la verdad. Y en cierto modo es así: cada una tiene la suya. Sin embargo, ninguna “verdad” sustentada por la mente es real. Es solo una construcción mental, que proyecta “fuera” lo que ella percibe. Y de esa manera crea un mundo acorde con sus propias creencias, juicios, preferencias…, para terminar concluyendo que eso es verdad. Y ciertamente lo es para quien se halla en ese nivel, pero no tiene nada que ver con lo real.

Del mismo modo que el inconsciente crea todo un mundo onírico que, mientras dormimos, tomamos como verdadero –el único verdadero en ese momento-, la mente crea el mundo de vigilia que, mientras permanecemos en el nivel mental, se nos antoja completamente objetivo. Sin embargo, ambos son solo apariencia. De hecho, basta simplemente despertar para percibir su inconsistencia. Eran “verdaderos” en su nivel, pero no reales, sino meras construcciones mentales.

Decía que esa construcción gira en torno a un eje central: la creencia de que somos el yo individual que nuestra mente piensa. Eso explica que nos tomemos todo personalmente, y que vivamos preocupados por la suerte que pueda correr ese yo.

Tan asumida tenemos esa creencia que vivimos en la idea de que yo soy el centro del universo, la persona más real e importante que existe. Un egocentrismo de ese calibre nos resulta socialmente repulsivo y por eso no presumimos de él. Pero eso no niega que la mente nos configure de esa manera. Incluso quien se rebele contra esta afirmación convendrá en que no ha tenido ninguna experiencia de la que no haya sido el centro absoluto. Es así: todo lo demás –lo que llamamos el “mundo”, en el sentido más amplio del término- se encuentra “fuera”; lo que vivimos nosotros viene revestido de una impresión de certeza inmediata e irrevocable. ¿Cómo no habríamos de considerarnos el “sujeto” de todo el universo?

Sin embargo, esa misma idea del yo –y nuestra identificación con él- es ya una construcción mental, la primera. Porque lo que llamamos “yo” no es sino un pensamiento más, creado por la mente –que se apropia de sus contenidos, identificándose con ellos- y sostenido por la memoria.

Semana 17 de septiembre: RETIRARSE ES BENEFICIOSO

Retirarse siete días tiene positivos efectos neurofisiológicos.
Un estudio descubre que la experiencia impacta en la dopamina y la serotonina.

        Un retiro espiritual de siete días tiene un impacto a corto plazo en la dopamina del cerebro y en la función de la serotonina, ha descubierto un estudio. Estos efectos neurofisiológicos explican las poderosas emociones positivas que se viven en estas experiencias y la creciente búsqueda de estos espacios de paz para mejorar el bienestar.

        En la actualidad, cada día más personas acuden a retiros espirituales, meditativos y religiosos como una manera de restablecer su vida cotidiana y mejorar el bienestar. Para comprender lo que pasa en el cerebro de las personas que acuden a estas prácticas, investigadores del Instituto Marcus de Salud Integrativa en la Universidad Thomas Jefferson estudiaron de cerca los comportamientos y reacciones de un grupo de voluntarios que participaron en un retiro controlado de siete días. Los resultados se han publicado en Religion, Brain & Behavior.

         El estudio se basó en la experiencia de 14 participantes cristianos con edades comprendidas entre los 24 y los 76 años. El estudio utilizó la tomografía computarizada de emisión de fotón único de DaTscan (SPECT) de los participantes durante el experimento. Y después del retiro, los participantes respondieron a una encuesta.

         El retiro que se usó para el experimento se llama ignaciano, y está basado en los ejercicios espirituales desarrollados por San Ignacio de Loyola, el fundador de la orden católica de los jesuitas. Después de una misa de la mañana, los participantes pasaron la mayor parte del día en contemplación silenciosa, oración y reflexión y asistieron a una reunión diaria con un orientador espiritual.

          El estudio descubrió que se producen cambios en los niveles de dopamina y de serotonina en los cerebros de los participantes en un retiro de siete días. Más concretamente, se observaron disminuciones significativas en la unión del transportador de dopamina en los ganglios basales y disminuciones significativas en la unión del transportador de serotonina en el mesencéfalo después del retiro. Asimismo, la participación en el retiro también implicó en cambios significativos en una variedad de medidas psicológicas y espirituales.

          El estudio muestra por primera vez los efectos neurofisiológicos, en particular los relacionados con la dopamina y la serotonina, que un retiro de siete días desencadena en los participantes. 

            La dopamina suele ser descrita como la responsable de sentimientos como el amor y las adicciones, por lo que se la considera la intermediaria del placer. Por su parte, la serotonina es fundamental para el equilibrio psicológico, ya que el sentimiento de soledad e incluso la depresión son respuestas químicas a su carencia.

 Más preguntas que respuestas

        «Dado que la serotonina y la dopamina forman parte del sistema de recompensa y de los sistemas emocionales del cerebro, este descubrimiento nos ayuda a entender por qué estas prácticas resultan experiencias emocionalmente poderosas y positivas» para las personas que las viven, explica Andrew Newberg, MD, Director de Investigación del Instituto Marcus de Salud Integrativa, en un comunicado. 

        Exploraciones posteriores realizadas a los participantes en el retiro revelaron disminuciones en el enlace transportador de dopamina (5-8 por ciento) y en el transportador de serotonina (6,5 por ciento), lo que podría hacer que más neurotransmisores estuvieran disponibles para el cerebro.

          Esto se asocia con emociones positivas y sentimientos espirituales. En particular, la dopamina es responsable de mediar en la cognición, la emoción y el movimiento, mientras que la serotonina está involucrada en la regulación emocional y el estado de ánimo. 

          Después de regresar del retiro, los participantes en el estudio respondieron a una serie de encuestas que mostraron mejoras significativas en su percepción de salud física, tensión y fatiga. También informaron de un aumento de los sentimientos de auto-trascendencia que se correlaciona con el cambio en la dopamina vinculante.

       Los resultados, aunque preliminares, sugieren que participar en un retiro espiritual puede tener un impacto a corto plazo en la dopamina del cerebro y en la función de la serotonina, y que esto podría relacionarse con diversas reacciones emocionales y espirituales. 

         «De alguna manera, nuestro estudio plantea más preguntas de las que responde», dijo Newberg. «Nuestro equipo está intrigado respecto a qué aspectos del retiro causaron los cambios en los sistemas de neurotransmisores y si diferentes retiros producirían resultados diferentes. Espero que los estudios futuros puedan responder a estas preguntas», concluyó.

Fuente: http://www.tendencias21.net/Retirarse-siete-dias-tiene-positivos-efectos-neurofisiologicos_a43825.html

Semana 10 de septiembre: EL SÍNDROME DE LA RANA HERVIDA

Olivier Clerc, especialista en bienestar y desarrollo personal, nacido en Ginebra y afincado hoy en Borgoña, escribió en el año 2005 un libro titulado «La rana que no sabía que estaba hervida… y otras lecciones de vida». En la introducción dice el autor que «todo es lenguaje, que todo nos habla».

Imaginen una cazuela llena de agua, en cuyo interior nada tranquilamente una rana. Se está calentando la cazuela a fuego lento. Al cabo de un rato el agua está tibia. A la rana esto le parece agradable, y sigue nadando.

La temperatura empieza a subir. Ahora el agua está caliente. Un poco más de lo que suele gustarle a la rana. Pero ella no se inquieta y además el calor siempre le produce algo de fatiga y somnolencia.

Ahora el agua está caliente de verdad. A la rana empieza a parecerle desagradable. Lo malo es que se encuentra sin fuerzas, así que se limita a aguantar y no hace nada más. La temperatura del agua sigue subiendo poco a poco, nunca de una manera acelerada, hasta el momento en que la rana acaba hervida y muere sin haber realizado el menor esfuerzo para salir de la cazuela.

Si la hubiéramos sumergido de golpe en un recipiente con el agua a cincuenta grados, ella se habría puesto a salvo de un enérgico salto. «Es un experimento rico en enseñanzas, dice el autor. Nos demuestra que un deterioro, si es muy lento, pasa inadvertido y la mayoría de las veces no suscita reacción, ni oposición, ni rebeldía».

Pueden ponerse varios ejemplos para aplicar esta conclusión que ofrece Oliver Clerc. Uno de ellas es lo que sucede con el deterioro del amor inicial, tan intenso y emocionante muchas veces. Poquito a poco, detalle a detalle, se va desvaneciendo hasta desaparecer. ¿Cómo es posible, se preguntan los amantes, que hayamos llegado a este punto?

Ese punto es la indiferencia  más absoluta o la agresión más violenta que uno pueda imaginar. Se han ido acumulando silencios, displicencias, rencores, incomprensibles, malas contestaciones, pequeñas agresiones…, hasta llegar a ese momento en que la convivencia resulta imposible. Nadie podría decir que esa pareja empezó a funcionar mal a las tres de la tarde del día 24 de enero.

Lo mismo sucede en la salud, que llega deteriorarse de forma tan lenta e invisible como segura. La enfermedad es una consecuencia de la alimentación desvitalizada e industrializada, cargada de grasas y tópicos. Lo cual se une a la falta de ejercicio, al estrés y a una gestión  desafortunada de las emociones.

El síndrome de la rana también se puede aplicar al ámbito social. Hay sociedades en las que, en un tiempo, se vivía en función de valores acendrados. Pero, poco a poco, se van perdiendo las referencias éticas y un ciudadano de la primera época no se podría reconocer en la situación a la que sin pensarlo se ha llegado. Año tras año, día tras día, hora tras hora prosigue la degradación. Una creciente proliferación de la vulgaridad, de la grosería, de la falta de respeto, de falta de normas, de búsqueda de culpables hace que nos sumerjamos en un clima éticamente irrespirable.

Para evitar la somnolencia y, finalmente, la “muerte”, necesitamos poner atención en todo, vivir con consciencia. Y, de un modo particular, tendremos que ejercitarnos en tomar distancia de la mente, para que sea siempre una mente observada. La mente que “funciona por libre” hace las veces de la temperatura que va subiendo sin apenas percatarnos. Y con frecuencia, cuando queremos darnos cuenta, nos vemos ya “derrotados” o sin fuerzas para afrontar lo que nos ocurre.