LA BELLEZA Y SABIDURÍA DEL PRESENTE

 

 

 El momento presente contiene la clave de la liberación,

pero no puedes encontrar el momento presente mientras seas tu mente” (E. Tolle).

 

1. EL PRESENTE ES PLENITUD

El presente es la única cosa que no tiene fin” (Erwin Schrödinger).

 

Sólo ser; nada más. Y basta. Es la absoluta dicha” (Jorge Guillén).

 

Palpo aquí una presencia latente. No sé lo que es. Pero me brotan lágrimas de agradecimiento” (Sagyo).

 

 

¿Qué tendrá el presente que, en nuestros momentos más difíciles, es lo único que nos sostiene en pie? Frente a todo aquello que nos remueve y desinstala, en las situaciones en las que todo parece tambalearse, cuando nuestras “seguridades” adquiridas saltan por los aires hechas añicos, incluso en los momentos en que el dolor nos parece insoportable…, podemos mantenernos en pie viniendo al presente, en un ejercicio constante de estar en el “aquí y ahora”, en el instante que ahora mismo está aconteciendo. Siempre que hemos sufrido, lo hemos experimentado…, aunque ni siquiera le hayamos puesto nombre ni hayamos sabido nunca qué es lo que hacíamos. Sin embargo, era el presente –nuestra aceptación del instante- quien nos regalaba estabilidad y descanso. Si esto es sí, ¿a qué se debe?, ¿cuál es su secreto?

 

El suyo es un secreto muy simple, que podemos sintetizar en una doble afirmación: en el presente no hay sufrimiento, porque presente es sinónimo de plenitud.

Lo que nos sucede es que, en general, nos hallamos tan alejados de la sabiduría del presente que nos cuesta entender que sea así. Por eso, vamos a tratar de acercarnos progresivamente, del modo más sencillo posible, a esa sabiduría que no deja nada fuera, sino que todo lo integra. Eso es, precisamente, lo que la hace resplandecer de belleza.

Empecemos constatando algo: siempre que nos sentimos profundamente bien, estamos viviendo en presente. Más todavía: cuando estamos plenamente bien, ni siquiera nos damos cuenta de que estamos. No, no es un juego de palabras ni ganas de complicar lo sencillo. La plenitudes una experiencia tan presencial –tan intensamente asociada al presente- que diluye momentáneamente la conciencia del yo. Es decir, hay conciencia, hay experiencia intensa de lo que se está viviendo, pero no hay un “yo” que se atribuya esa experiencia ni que se la apropie. Por eso, la persona feliz ni siquiera se “entera” de que es feliz. La persona extasiada ante algo se halla tan “embebida” en aquel algo, que ella no “está”: su conciencia de sí momentáneamente desaparece; o mejor dicho, lo que existe entonces es una conciencia no-diferenciada. 

La “magia” del presente radica precisamente en esto: en el presente, se detiene la mente pensante. “Mente pensante” es la mente que “va por libre”, adueñándose de nosotros mismos, como si nos “poseyera”…, y con la que solemos terminar identificados. Nos produce, de entrada, cansancio mental y, enseguida, todo tipo de sufrimiento, creándonos películas que nos atrapan y nos introducen en laberintos interminables que no tienen salida.

 

Pues bien, siempre que estamos en esa mente, siempre que “nos dejamos llevar” por el pensamiento, estamos fuera del presente. Y ahí lo constatamos con claridad: estar fuera del presente es sinónimo de sufrir, porque estamos lejos de la realidad. Y, en último término, porque estamos en la ignorancia: se nos oculta la verdadera naturaleza de lo real, incluida nuestra verdadera identidad, y tomamos como “real” o “verdadero” lo que no es más que una película elaborada por nuestra mente, de acuerdo con las pautas y los funcionamientos aprendidos desde niños.

Eso es precisamente lo que hace la “mente pensante”: desfigura la realidad y nos hace tomar como real lo que sólo es una construcción suya, lo que ella misma ha construido.

Así pues, son dos –y simultáneas: siempre se dan unidas- las trampas adonde nos conduce la “mente pensante”: nos desfigura la realidad de las cosas y nos saca del presente. Y fuera del presente –es necesario reiterarlo-, todo es ignorancia y sufrimiento.

 

Si la mente pensante nos lleva irremisiblemente al pasado (o a proyectar el futuro imaginado a su medida) y a la ignorancia, ¿qué es lo que aporta el presente?

En primer lugar, el presente me pone en contacto conmigo mismo. En este nivel, el presente se halla totalmente asociado al cuerpo y al sentimiento. Por eso, en un primer movimiento, venir al presente equivale a sentirse a sí mismo, y eso se experimenta en el cuerpo. Por eso, puede afirmarse también desde el ángulo inverso: Así como el pensamiento nos lleva al pasado, el cuerpo nos trae al presente. Se trata, sencillamente, de sentirlo sin pensarlo.

¿Qué ocurre entonces? Si realmente escucho mi cuerpo, si puedo sentirme a mí mismo, el pensamiento se aquieta, los fantasmas –que no eran sino una creación de la mente dispersa- empiezan a desaparecer, y nos descubrimos con fuerza para afrontar lo que nos toca vivir en este momento.

Esto es así. Nunca tendremos fuerzas para resolver el futuro imaginado, porque ese futuro es sólo un fantasma. Y está claro que con los fantasmas no se puede luchar; únicamente hay que encender la luz para que se difuminen. Eso ocurre con nuestros problemas: mientras cavilamos sobre ellos, estamos creando fantasmas que, finalmente, se nos antojarán invencibles, por la sencilla razón de que nunca podremos tener herramientas para enfrentar el futuro fantaseado. Sin embargo, venir al presente es venir a la luz: los fantasmas huyen y nos sentimos capaces de vivir el momento.

Sentirse a sí mismo es sentir la vida que nos habita y sostiene en lo profundo. Es sentir la propia identidad, el propio valor y bondad, desde una mirada positiva y amorosa.

Poco a poco, se va abriendo paso en nosotros un movimiento que nos invita a “dejar fluir” la realidad –en lugar de la compulsión por querer controlar todo-, íntimamente relacionado con la aceptación. Y es que el presente es también aceptación de lo que es.

 

Aceptación es sinónimo de humildad. En ella reconocemos que no somos todopoderosos y que no poseemos el control de la vida. Nos reconocemos limitados, frágiles y vulnerables. Pero –paradójica y sabiamente- en ese mismo reconocimiento ya nos estamos humanizando. Ciertamente,lo que nos humaniza es la humildad (no es casual que ambas palabras provengan de la misma raíz: humus, tierra fértil).

Y, al aceptar aquello que no podemos cambiar, empieza a abrirse para nosotros la fuente del descanso y de la libertad. De hecho, no hay nada que aporte más descanso ni más libertad interior que la humildad. Porque, al aceptar, lo que estamos haciendo es crear un espacio en torno al problema o malestar, en lugar de reducirnos a él. Ese “espacio” no es sino presencia. Con lo que, viniendo al presente, se nos ha regalado la sabiduría.

En conclusión: Presente –en este primer nivel- es sinónimo de sentirse a sí mismo, de aceptación, de humildad, de descanso, de libertad, de vida y de fortaleza.

 

 

Pero no todo termina aquí. El presente nos reserva todavía más belleza y sabiduría.

El pensamiento necesariamente fractura la realidad, porque pensar es sinónimo de delimitar, es decir, de separar. Sólo es posible el pensamiento a partir de una diferenciación entre “sujeto” y “objeto”. El “yo” –eso es la mente pensante, la mente que se apropia de los contenidos mentales- se percibe a sí mismo como sujeto frente a una infinidad de objetos de todo tipo.

Pues bien, este modelo de cognición sujeto/objeto –que algunos llaman “modelo cartesiano”- hace que veamos la realidad compuesta por multitud de partes separadas y que nosotros mismos nos percibamos como islotes independientes unos de otros.

Frente a ese modelo dualista, eminentemente diferenciador, el presente posee, en sí mismo, la virtualidad contraria. Si la mente separa, el presente integra. En el presente no se percibe separación ni diferenciación; la mente se detiene y, al detenerse, se diluye momentáneamente el yo que fraccionaba la realidad, y se abre paso sencillamente la percepción de que todo es. Se han abierto las puertas de una nueva forma de percepción, cuya característica más importante es la no-dualidad. En ella, ya no hay “sujeto” ni “objeto” como realidades separadas; ya no tiene sentido el “enfrentamiento” ni la lucha; todo queda integrado en una identidad nueva, que trasciende absolutamente nuestro yo habitual. Hemos entrado en lo transpersonal.

 

Aunque suene extraño cuando lo oímos o leemos por primera vez, este modo de percepción no es en absoluto desconocido para ninguno de nosotros. Lo que puede ocurrir es que nunca lo hayamos hecho consciente. Pero cada vez que, espontáneamente, estamos “concentrados” en algo –una lectura, una película, un paisaje, una relación…-, nuestro yo se ha diluido momentáneamente –mientras dure esa “concentración”-. Sigue habiendo conciencia de lo leído, visto, vivido…, pero lo que no hay es un “yo” que se apropie de esas experiencias mientras están ocurriendo. Por eso, cuando estás “concentrado” en algo, no puedes percibirte a ti mismo en ningún lugar. Eso es, precisamente, lo que les ocurre a los niños en la mayor parte de sus actividades: se hallan tan “volcados” en lo que hacen, que no hay ninguna conciencia de ellos en cuanto “sujetos” de esas acciones. ¿Cómo se explica ese fenómeno? Porque el presente es, por sí mismo, integrador; deshace la diferenciación sujeto/objeto, emergiendo un nuevo modo de percepción en el quetodo es.

¿Qué ocurre en este nuevo modo de percepción? Todo queda redimensionado, porque el que se ha modificado ha sido justamente el perceptor. Si lo que se modifica es el yo, es lógico que repercuta en todo aquello que el yo percibía. La propia identidad, la percepción de los otros y del mundo, el nacimiento y la muerte, la dicha y el sufrimiento, el ocio y el trabajo…, incluso “Dios” mismo. Todo se percibe ahora –en el presente- de un modo nuevo.

         En ese presente no-dual, no hay “yo”. Porque, ¿qué es, en realidad, lo que llamamos “yo”? Es otro modo de nombrar a la mente pensante. Es decir, el yo es sólo la mente que se apropia de los contenidos mentales. Esa simple apropiación le otorga una sensación de continuidad y, por tanto, de estabilidad, gracias a la memoria que hace posible aquella sensación. El proceso es muy simple: al apropiarme de lo que estoy pensando en este momento, digo “yo”; yo soy el que está pensando; a continuación, mi memoria viene a decirme: ayer también pensabas “tú”; conclusión: “yo” soy alguien estable y -¿por qué no?- autoconsistente…, que, a partir de aquí, seguirá apropiándose y arrogándose todo tipo de características.

         En efecto, ese yo que no es sino el resultado de una mente apropiadora, se caracterizará por su voracidad: como en realidad no tiene ninguna consistencia en sí mismo, buscará desesperadamente sostenerse aferrándose a todo lo que encuentre a su alcance y proyectándose en todo ello: dinero, bienes, títulos, imagen, creencias… Todo eso no es más que el yo en su alocada y estéril carrera hacia ninguna parte, pero a la que él no puede renunciar para seguir alimentando el sueño de su existencia.

 

         Por eso, necesitamos ser lúcidos: mientras estamos identificados con el yo (la mente pensante), no sólo creemos que somos lo que pensamos, sino que llegamos a perder la libertad frente a ese yo, hasta el punto de que, sin darnos cuenta, será él quien lleve las riendas de nuestra vida. Y, con las riendas en sus manos, nos conducirá por caminos egocéntricos –todo yo es egocéntrico- de individualismo, confusión y sufrimiento. Únicamente cuando experimentamos el presente, empezamos a notar la falsedad de la percepción anterior.

         Mente pensante (yo) es sinónimo de separación, con las consecuencias que lleva asociadas: soledad, ansiedad, miedo, individualismo… En el presente, por el contrario, al no existir esa separación, no hay sufrimiento ni falta nada. Pero, lógicamente, esto se percibe en tanto en cuanto permanecemos en el presente ininterrumpidamente. Al volver al pensamiento, volvemos al reino de la separación, con las secuelas mencionadas.

         En cualquier caso, lo decisivo es llegar averlo, hacer la experiencia de ese nuevo modo de percepción que se abre en cuanto aquietamos la mente y venimos al presente. Una vez que esto se ha experimentado, algo ha cambiado definitivamente en la persona; y, mientras eso no se experimente, parecerán fábulas todo lo que se diga sobre ello. También aquí vale aquello de Rumi: “Quien lo probó, lo sabe”.

 

         En lo más hondo de todos nosotros late un profundo anhelo por venir al presente. ¡Estamos tan cansados de pensar… y de estar en “otra parte”! Si nos escuchamos, percibiremos un movimiento a salir de la oscuridad y del sufrimiento inútil de nuestro yo, para acceder a la belleza luminosa y plena de Lo Que Es.

         A ese anhelo, las religiones lo han llamado “hambre de Dios”. Y toda persona religiosa ha buscado siempre salir de la oscuridad y de su ego, para vivir más y más continuamente en la presencia de Dios. En la experiencia del presente descubrimos que Dios no es tampoco un Ser separado –como nuestro yo separado había pensado, proyectándolo a su propia imagen-, sino Lo Que Es, y se manifiesta en el presente. Pero sin ningún dualismo: como si Lo Que Es se opusiera a lo que vemos diariamente. No,en Lo Que Es no queda nada fuera; lo que vemos y lo que no vemos, todo ello es la Realidad no-diferenciada, inefable y plena, a la vez. Por eso se puede decir con toda verdad que Presente es otro nombre de Dios. Y, en rigor, vivir en presencia de Dios no es pensar que vivimos en Él, sino vivir-en-presente.

         Si es tanto lo que está en juego, vale la pena aprender a venir al presente y ejercitarse por vivir en él de un modo cada vez más estable. Ahí continuaremos: Cómo aprender a vivir la belleza y sabiduría del presente.