MEDITAR   ES   ENTREGARSE

 

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         A las personas nos cuesta tanto entregarnos como dejar fluir la vida. Nuestra tendencia es, más bien, a controlar y a apropiarnos de las cosas.

 

         El control y la apropiación son dos mecanismos de defensa que buscan protegernos de la inseguridad afectiva. La apropiación nos otorga una sensación de seguridad, porque nos hace proyectar en las cosas –en el tener- la consistencia que no encontramos en nuestro interior. El control, por su parte, nos mantiene en la creencia –ilusoria- de que, “aferrando” las cosas, las personas y las situaciones, nada nos hará daño.

 

         La realidad, sin embargo, es bien otra. Tanto la apropiación como el control nos encierran en nosotros mismos, fortalecen nuestro ego y empobrecen nuestra existencia. En lugar de dejarnos vivir, bloqueamos la vida; en lugar de vivir la unidad que somos, nos encapsulamos en las estrechas fronteras egoicas. No hemos conseguido más seguridad, sino más encierro. No nos sentimos más libres ni más vivos, sino más asustados y más solos.

 

         En último término, si bien condicionado por las carencias afectivas que puede arrastrar, es el mismo ego el que se aferra a la apropiación y al control. Por tanto, la liberación únicamente vendrá de la mano de la superación del yo. Podrá necesitarse de un trabajo psicológico que sanee aquellas carencias que fortalecieron estos mecanismos defensivos, pero no saldremos de ellos mientras no trascendamos el yo.

 

         Ése es, justamente, el efecto más característico de la práctica meditativa: la liberación del yo. Hasta el punto de que constituye el criterio más decisivo para evaluar cualquier proceso espiritual. Sabremos que nuestro camino espiritual es acertado si, progresivamente, vamos creciendo en desapropiación y libertad interior –lo contrario a la apropiación y control egoicos-.

 

         La práctica meditativa, al silenciar nuestra mente, nos permite tomar distancia del yo y de sus movimientos egocéntricos y narcisistas. Y, poco a poco, nos va abriendo a la percepción de una identidad más amplia, en la que el yo queda integrado y trascendido. En esa práctica, nos entregamos a esa nueva identidad que somos.

 

         Eso es precisamente meditar: entregarse. Ya en la oración profunda-afectiva, se busca vivir conscientemente esa dimensión, como amor a sí mismo, a los otros y a Dios. Y se empieza a experimentar la entrega como fuerza de integración y unificación.

 

Sin embargo, ésa es todavía una oración desde el yo. Y ello no significa desvalorizarla, sino contextualizarla ajustadamente, para no pedirle más de lo que puede dar.

 

         Pero cuando, desde la “oración” –afectiva, reflexiva-, nacida del yo, se pasa al silencio contemplativo o a la “meditación” sin objeto, la persona descubre que es llevada, antes o después, a vivir la práctica meditativa como “entregarse”. 

 

         Para empezar, la persona intuye que el único modo de avanzar en la oración y en la meditación consiste en entregarse a una Realidad “mayor”. Así, de entrada, el yo empieza a entregarse a sí mismo a una realidad que lo sobrepasa. Y, en el mismo instante, experimenta que, paradójicamente, es la entrega la que le otorga libertad. A más entrega, mayor amplitud y liberación.

 

         Poco a poco, al perseverar en la práctica meditativa –silencio contemplativo o meditación sin objeto-, nos vamos familiarizando con el vacío de pensamientos. Si evitamos la trampa de querer “llenar” ese vacío con cualquier objeto mental, es el momento de entregarnos a él…, hasta que únicamente la entrega sea. El yo se ha diluido, como consecuencia del silenciamiento de la mente, y queda únicamente entrega, que lo ocupa todo. Hemos llegado a un punto en el que no es el yo el que se está entregando; sencillamente, la entrega es. No hay nada más, ni siquiera el yo que buscaba entregarse. 

 

         Y aquí es donde caemos en la cuenta de que esa entrega coincide plenamente con el amor. Entregarse es lo mismo que amar. Habremos dejado de controlar y de apropiarnos, para entrar en el camino del “dejar fluir” y de la desapropiación.

 

Pero tampoco aquí se trata de una “voluntad” personal de amar ni de un yo que siente amor; se descubre, más bien, que el amor es. Y que no hay –ni puede haber- sino amor. Un amor-sin-objeto, que es entrega total, fuera del cual no queda nada. 

 

     Meditar, ciertamente, es entregarse; meditar es amar. O más exactamente, la práctica meditativa nos permite salir de la inercia y de las trampas de nuestro yo, para empezar a vislumbrar y a disfrutar que sólo el Amor es. Y que por ahí va nuestra identidad más profunda.

 

 

Teruel, 22 junio 2008