EL  ARTE  DE  LA  HUMILDAD

Y

DE  LA  ACEPTACIÓN

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Suelo recibir bastantes correos, planteando inquietudes o interrogantes. Entre ellos, no son pocos los que sugieren que aborde en esta página algún tema específico: teoría transpersonal, dificultades para meditar, Jesús de Nazaret… A todo ello trataré de ir dando respuesta en la medida de mis posibilidades.

 

Pero, últimamente, me ha sorprendido el número de correos en los que se me pide una aportación sobre cómo crecer en humildad. Y respondo con gusto, porque considero que, junto con la lucidez –la capacidad de “poner nombre” a lo que nos ocurre-, la humildad es la actitud básica que posibilita y potencia el crecimiento de la persona.

 

         Para empezar, probablemente estaremos de acuerdo en que “humildad” es una de esas palabras tan manipuladas que, para no pocas personas, ha dejado de ser significativa. A los oídos de muchos, suena a humillación o sumisión, cuando no a servilismo o indignidad…

 

         Sin embargo, nada de eso tiene que ver con la humildad, cuya más ajustada definición nos fue regalada por Teresa de Jesús: Humildad es… “caminar en verdad”. Es la capacidad de reconocer la propia verdad y, por eso, equivale a la aceptación.

 

         Y aceptar no es resignarse ni claudicar: es, sencillamente, reconocer lo que es. De ahí, sus efectos característicos: La aceptación moviliza, no resigna; ensancha, no reduce; pacifica, no hunde ni culpabiliza.

 

         Por eso mismo, la humildad, apoyándose en el gusto por la propia verdad, es la mayor fuente de descanso y de libertad interior que podamos imaginar. Mirémoslo al revés: lo único que nos impide descansar, mantener la paz y gozar de libertad interior es el orgullo neurótico, que nos “rompe” y nos culpabiliza, nos aleja de nosotros mismos y de los demás. Por el contrario, basta conectar con la humildad –con la aceptación-, para que vuelva el descanso y la libertad.

 

         Si tenemos en cuenta que “orgullo neurótico” es sinónimo de “ego”, percibiremos que es precisamente éste, en su desbocada tendencia a inflarse, el mayor enemigo de la humildad.

 

 

         La etimología de la palabra nos ofrece una pista valiosa: humildad proviene de humus, tierra fértil, y está emparentada con humor y con humanidad. La humildad nos humaniza y, al contrario que el orgullo, nos permite mirar todo con humor; gracias a ella, la vida es fértil, la persona florece y da fruto. Y nos humaniza, bajándonos del pedestal al que nos había aupado nuestro orgullo neurótico, al reconciliarnos con nuestra propia fragilidad, debilidad y vulnerabilidad.

 

         Se comprende, por tanto, que las tradiciones espirituales hayan hablado de la humildad como “cimiento de toda la vida espiritual”; o que los psicólogos afirmen que, sin humildad, no puede haber crecimiento personal. Es cierto: únicamente podemos crecer a partir del reconocimiento de nuestra propia verdad. (Y a su vez –como les gustaba insistir a san Bernardo y a la propia santa Teresa-, el conocimiento de sí constituye la primera escuela de humildad).

 

         La aceptación, por otro lado, no es sólo la base de todo crecimiento personal; es también una tarea siempre inacabada, en el sentido de que cada día deberemos ejercitarnos en ella; cada día tendremos nuevas realidades que aceptar desde la humildad.

 

         En cualquier caso, es importante partir de la convicción de que la humildad es una realidad presente en todo ser humano, un rasgo que a todos nos constituye. Puede quedar oculta bajo el orgullo neurótico que hemos usado como mecanismo de defensa y protección, pero no desaparece jamás. Hasta el punto de que podemos decir con razón: Somos humildes, aunque con frecuencia funcionemos desde el orgullo. 

 

         Si todos somos, de fondo, humildes, eso significa que la humildad es un “arte” que todos podemos aprender, en un ejercicio de reeducación, a partir de poder conectar cada vez más con ella en nuestro interior. A medida que experimentemos los efectos que produce, crecerá también nuestra motivación y nuestro gusto por vivirnos más y más desde ella.

 

 

         De cara a avanzar en el aprendizaje del arte de la humildad, puede ser bueno empezar por hacernos conscientes de las dificultades con las que tropezamos en ese camino, y que son exactamente las mismas que nos impiden aceptarnos y aceptar. Pues bien, no hay mejor modo de descubrirlas que comprender los motivos que nos llevaron a huir de ella y protegernos en el orgullo neurótico. ¿Qué ocurrió en los comienzos de nuestra historia psicológica?

 

         Aquellos comienzos estuvieron marcados por la necesidad: Para lo que aquí nos interesa, el bebé humano es pura necesidad de ser reconocido. Cuando esa necesidad no recibe una respuesta adecuada, sino que es frustrada reiteradamente –no hace falta que el niño sea víctima de algún trauma especial, es suficiente con que “no reciba” la respuesta que él necesita-, en el niño se producirá un triple efecto simultáneo, de mayor o menor intensidad: una herida psicológica (afectiva, emocional), fuente de dolor y de agresividad; un vacío afectivo, fuente de ansiedad y de cualquier tipo de adicción; y una imagen de sí marcadamente negativa, sobre los sentimientos de la propia indignidad, culpabilidad o vergüenza.

 

Porque la frustración reiterada de aquella necesidad fundamental –el niño deberá ser educado paralelamente en la frustración de otros deseos o caprichos, para evitar un permisivismo que sería también funesto- no sólo dejará al niño herido y vacío; le transmitirá además un mensaje profundamente negativo que le quedará grabado en su psiquismo y le condicionará en su modo de verse y de comportarse en el futuro. Tenemos que recordar que el niño tiende a atribuirse la responsabilidad de todo lo que le sucede. Todavía no “sabe” que son otros los “responsables” de su mal. Al no recibir la respuesta afectiva que necesita, llegará a pensar que él mismo es el culpable de que no se dé y empezará a verse en negativo. Éste es el origen de la propia imagen negativa, hecha de sentimientos de indignidad, culpabilidad y vergüenza. En el extremo, el niño puede llegar a sentirse culpable de existir o experimentar una vergüenza que –manifestándose luego como apocamiento, retraimiento, sentimientos de inferioridad o timidez- envenenará literalmente toda su vida.

 

Todo ello queda expresado en el siguiente esquema:

 

Ahora bien, como nadie puede vivir con una imagen tan negra, el niño dedicará toda su energía a la construcción de otra imagen idealizada de sí, con la que intente, desesperadamente, conseguir la aprobación que se le venía negando.

 

Lo que ocurre es que esa nueva imagen implica ya un rechazo de sí, dado que nace como reacción al hecho de verse a sí mismo como indigno, no merecedor, culpable o avergonzado. Eso significa que esta “imagen idealizada” en cuya construcción se embarca ahora no es sino un “yo falso”, artificialmente sostenido por medio de un perfeccionismo agotador.

 

Lo que se construye sobre la imagen negativa es la imagen idealizada, con la que busca obtener aprobación y reconocimiento. Pero esa imagen no es otra cosa que el orgullo neurótico que, alejándolo de sí mismo, lo divide.

 

Por otro lado, esa nueva imagen creada por el orgullo neurótico necesita alimentarse del perfeccionismo. En algún lugar de su inconsciente, el sujeto “sabe” que es una imagen “artificial” y que corre el riesgo de venirse abajo. Para evitar que eso ocurra, es probable que se embarque en la sobreexigencia, a la vez que consume mucha energía en mantener a raya la imagen negativa que tanto teme.

 

 

Las flechas blancas quieren indicar, sencillamente, el proceso de construcción de la imagen idealizada que se opera a partir de una inicial imagen negativa; las negras pretenden mostrar la energía que se necesita para reprimir a ésta, en el intento desesperado de mantenerla oculta. 

 

 

Tras todo este proceso de creación de la imagen idealizada, podremos comprender mejor las dificultades para llegar a aceptarnos a nosotros mismos de una manera incondicional. Se sitúan en tres niveles, en un camino inverso al que se produjo en nuestra historia.

 

El primer nivel de la dificultad que encontramos para aceptarnos tal como somos reside en el propio orgullo neurótico: Nos cuesta aceptarnos porque nuestro orgullo no permite ninguna “debilidad”.

Si llegamos a creer, de cualquier modo que fuese, que no gustábamos tal como éramos, y gastamos nuestras mejores energías en construir una imagen que fuera “aceptable”, es normal que no queramos ahora desprendernos de ella. Tememos que, mostrándonos como somos, no logremos ser queridos ni reconocidos.

Lo expresaba bien el título del libro de John Powell, publicado hace unos años: ¿Por qué temo decirte quién soy? Y el mismo libro daba la respuesta: “Porque si te lo digo, y no te gusta, ya no tengo nada más que ofrecerte”.

La imagen idealizada, que tanto esfuerzo nos costó construir y con la que tanto sufrimiento quisimos superar, es la primera resistencia para vivir la humildad, que nos permita aceptarnos y mostrarnos en toda nuestra verdad.

 

Pero hay un segundo nivel, a veces menos visible, pero no menos poderoso: es la dificultad que proviene de nuestra imagen negativa, que mantenemos oculta a los otros –a veces, incluso “olvidada” para nosotros mismos-, pero que sigue ahí amenazadora, mientras no la afrontemos y desactivemos: Nos cuesta aceptarnos porque nos vemos “no aceptables”.

No olvidemos que esa imagen negativa surgió en medio de sufrimiento, como reacción a la falta de reconocimiento y amor gratuito. Aquellas circunstancias nos llevaron a una “conclusión” que se nos grabó profundamente: “No soy digno”, “no puedo ser aceptado tal como soy”, “no puedo aceptarme”…, llegando a convertirnos incluso en nuestros propios enemigos.

Lo hemos intentado olvidar durante toda nuestra vida, pero ahí está, en lo oculto de nuestro inconsciente, el mensaje que nos repite una y otra vez la misma “música” neurótica y nos impide dar pasos en la unificación serena de toda nuestra persona.

 

El tercer nivel –el más profundo- corresponde a la experiencia misma que nos tocó vivir en un primer momento: el hecho de no habernos sentido aceptados tal como éramos es lo que ahora nos impide vivir nuestra propia aceptación: Nos cuesta aceptarnos porque no nos sentimos aceptados como éramos. En último término, la raíz de toda la dificultad no es otra que la carencia de una aceptación incondicional por parte de las personas más significativas de nuestro entorno infantil, que nos privó incluso de “conocer” de primera mano el descanso que acompaña a la sensación de ser aceptados.

 

 Con todo ello –incluso aunque tengamos que empezar por aceptar que no podemos aún aceptarnos-, queremos ejercitarnos en el arte de la humildad. ¿Qué puede ayudarnos en ese aprendizaje? Nos hará bien:

 

 

Valor y bondad constituyen los dos “pilares” que sostienen una personalidad integrada. Y son dos valores gratuitos: todo ser humano es valioso y bueno de fondo, por más que, en ocasiones, ambos valores se encuentren sepultados bajo montañas de creencias erróneas y de comportamientos malvados.

Conectar conscientemente con el propio valor y la propia bondad nos permitirá dar pasos de unificación y empezar a sentir el gusto de estar en nuestra propia piel.

Al dar pasos de aceptación de nosotros mismos, en toda nuestra verdad, creceremos proporcionalmente en la vivencia de la humildad, como reconocimiento de lo que somos, sin entrar en comparaciones.

La comparación es la manifestación del orgullo: el ego vive comparándose, porque ésa es una de sus fuentes de alimentación. La humildad, por el contrario, es comprensiva y respetuosa.  

 

Lo que ocurre es que, mientras estemos identificados con el ego, la humildad no será posible, porque el ego es egocéntrico, narcisista y vive del “enfrentamiento”. Por eso, junto con el trabajo psicológico que nos permite sanear nuestra historia para hacer posible la aceptación, necesitaremos todo un trabajo espiritual de desapropiación (desidentificación) del ego (del yo), que hará posible la vivencia de la humildad.

La medida de nuestro ego nos la da nuestro orgullo neurótico; la desapropiación del ego se mide por la humildad que se convierte en sabiduría, en bondad y en compasión. Donde no hay ego, todo es humildad, porque ya no hay “nadie” que se coloque en el centro de nada. El aprendizaje del arte de la humildad nos conduce, finalmente, a recorrer el camino espiritual de desapropiación o desidentificación del yo. Lo cual sólo será posible en la medida en que podamos trascender la conciencia egoica, abriéndonos a percibir la Conciencia unitaria que a todos nos constituye.

 

 

Decía más arriba que la humildad constituye la mayor fuente de descanso y de libertad interior, y que, al unificarnos, nos humaniza. Nos garantiza la paz y nos capacita para vivir la comprensión y el no-juicio.

 

Si son tantos los beneficios que aporta, ¿qué hace que nos mantengamos frecuentemente en el orgullo que nos rompe, nos altera, nos esclaviza y destruye las relaciones?

 

En última instancia, veo únicamente dos motivos poderosos que se refuerzan mutuamente. Desde una perspectiva psicológica, nos mantenemos en el orgullo porque en él creemos hallar protección. Desde una más honda perspectiva espiritual, el orgullo aporta nada menos que la condición de posibilidad para que el ego sobreviva.

 

Nos aferramos a él, en primer lugar, para defendernos y protegernos. Podemos verlo, por tanto, como un mecanismo de defensa, que nace del sufrimiento y de la ignorancia. Hemos llegado a convencernos –de un modo tan inconsciente como arraigado- de que con él nos protegemos de la vulnerabilidad, adoptando una “pose” de seguridad, distancia, perfección y superioridad. Aquella primera necesidad básica de ser reconocidos, que no encontró respuesta adecuada, cree hallar, por este camino, una engañosa e ilusoria sensación de satisfacción.

 

Pero, efectivamente, se trata de un engaño. En su momento, el orgullo pudo haber constituido la armadura que usamos para sobrevivir –y así hay que entenderlo-, pero lo que construimos sobre él no tiene fundamento real, por lo que toda esa construcción es puro artificio sin consistencia, sobre el que no es posible fundamentar nada estable.

 

De ahí que seguir viviendo dentro de la coraza del orgullo no es sino perpetuar indefinidamente la ignorancia de lo que somos y el sufrimiento provocado por la escisión interior o neurosis.

 

Pero hay un segundo motivo, todavía más poderoso, que nos hace aferrarnos a él. Y aquí es donde el orgullo muestra su verdadero rostro. No se trata ya únicamente de un mecanismo psicológico de defensa. Constituye nada menos que la condición imprescindible para que el ego pueda sobrevivir.

 

El ego sólo puede vivir en el orgullo, hasta el punto de que ambos términos llegan a ser sinónimos. El ego es orgullo neurótico, imagen de sí como algo separado, que nace en el momento mismo en que la persona se identifica con su yo. Mientras perdure esa identificación, habrá ego y habrá orgullo, del mismo modo que habrá egocentrismo y narcisismo.

 

Ahora podemos comprender mejor la resistencia que ofrece el orgullo y, visto desde el otro ángulo, la dificultad que experimentamos para vivir la humildad. Es nada menos que la expresión de la intensidad desesperada del ego por sobrevivir y autoafirmarse.

 

La conclusión parece clara: el orgullo no logrará desaparecer gracias sólo al trabajo psicológico –por más importante e incluso insoslayable que éste sea-, sino que se requerirá todo un trabajo de desidentificación del ego.   

 

Pero el trabajo no ha de consistir en luchar contra el ego: eso no haría sino reforzarlo -¿quién es, si no, el que lucharía?-. Se trata, sólo, de aprender a no identificarnos con él. Dado que venimos, evolutivamente, de un periodo de plena identificación con el yo –por tanto, de egos inflados-, entendemos mejor por qué estamos donde y como estamos.

 

Ése es nuestro punto de partida: aceptar que estamos donde estamos. Con esa primera aceptación, ya se empieza a abrir camino la humildad. A partir de ahí, gracias a la lucidez y a la práctica, y en la medida en que empecemos a vislumbrar nuestra identidad más profunda, la identificación con el ego empezará a disolverse y, en esa misma medida, el orgullo empezará a desaparecer: era sólo expresión de la ignorancia sobre nuestra verdadera identidad.

 

Nos protegimos con la armadura del orgullo porque sufrimos y porque creíamos ser nuestro ego. Elaborando aquel sufrimiento antiguo –quizás necesitemos de un trabajo psicoterapéutico para ello- y abriéndonos a percibir nuestra verdadera identidad, aquella armadura habrá perdido toda su razón de ser y la Vida podrá florecer y desplegarse en Unidad.

 

Teruel, 19 noviembre 2008