EL  ENIGMA  CUÁNTICO 

 

A propósito de un libro interesante

 

 

         Suele ocurrir que cada vez que se nombran juntas las palabras “física” y “conciencia” –aun sin mencionar la posible convergencia o complementariedad entre ellas-, se disparan no pocas alarmas e incluso descalificaciones que suenan a apresuradas. Alguien parece que se está poniendo nervioso.

         Del lado de los físicos, parece temerse que se produzca un salto indebido por el que, de rondón, se quiera hacer colar cualquier cosa que suene a “abstracta” o incluso “espiritual”. A muchos físicos parece ponerles nerviosos lo que ellos suelen designar despectivamente como “misticismo”.

         Del lado de los filósofos –y, más aún, de los religiosos-, el temor no es más pequeño: temen que lo más valioso para ellos –el mundo de la conciencia y, por extensión, el de la espiritualidad- quede reducido y privado de su propia especificidad. A muchos religiosos parece ponerles nerviosos la posibilidad de que sus creencias “eternas” sean sometidas a revisión desde un ángulo en principio tan extraño como el de la física.

         Entre ambas posturas, más o menos extremas, cabe una actitud más abierta, humilde y lúcida, que sabe descubrir las “mezclas” confusas que se hacen entre ambos campos –y que no son infrecuentes-, pero no se cierra a la posibilidad de un planteamiento innovador que admitiría la posibilidad de una “convergencia” entre los distintos saberes, sin caer en el error previo de fáciles componendas ni justificaciones. El supuesto del que arranca esta postura parece que puede formularse con facilidad: Si la realidad es una, ¿qué habría de extraño en el hecho de que, cualquiera que sea el ángulo de aproximación a la misma, todo vaya resultando finalmente convergente?

         Desde esta perspectiva, la lectura del libro que me dispongo a reseñar puede resultar muy interesante. Según los autores, profesores de física en la Universidad de California, es precisamente esa cuestión –el posible “encuentro” entre la física y la conciencia, que parece insoslayable tras los descubrimientos más notables de la física cuántica-, el “secreto de familia” de los físicos modernos, “el secreto mejor guardado de la física contemporánea”. Y lo que nos proponen es, sencillamente, empezar por reconocer que ese encuentro es ya innegable.

         Empecemos por la referencia completa del libro en cuestión: Bruce ROSENBLUM – Fred KUTTNER, El enigma cuántico. Encuentros entre la física y la conciencia, Tusquets, Barcelona 2010, 257 pags., 19 €.

 

 

Entre el éxito y la perplejidad

 

         Los autores empiezan con una constatación elemental: la teoría cuántica es asombrosamente exitosa; hasta el punto de que ninguna de sus predicciones ha resultado falsa y ningún científico la pone en cuestión.

         No sólo eso: la mecánica cuántica ha revolucionado nuestro mundo cotidiano, propiciando asombrosos avances tecnológicos, de manera que un tercio de la economía mundial depende de productos basados en ella.

         Sin embargo –y ésta es la causa de la perplejidad-, la visión del mundo que se desprende de ella, no sólo es más extraña de lo que suponemos, sino más extraña de lo que podemos suponer. Llega a constataciones experimentadas –como la interrelación de todo, la no-separabilidad de los objetos, la idea de que un objeto puede estar en dos o más sitios al mismo tiempo, la afirmación de que la observación crea la realidad…- que desafían lo que llamamos “sentido común”, hasta un punto en que el propio “sentido común” es puesto en cuestión.

         Llegados a este punto, hay un hecho que no se puede soslayar: el “encuentro” entre la física y la conciencia. Y es justamente en ese encuentro donde se plantea el núcleo del debate: hasta qué punto los resultados de la experimentación mecanocuántica pueden extrapolarse más allá de la física. Los autores, que son bien conscientes de las posibles “tonterías pseudocientíticas” que pueden elaborarse a partir de aquellos resultados –entre las que citan, por ejemplo, la película-documental “¿Y tú que sabes?”-, pretenden plantear con rigor toda esa cuestión de la implicación de las conclusiones de la física moderna en nuestro modo de ver y explicarnos la realidad.

 

 

La visión newtoniana del mundo

 

         Es obvio que la visión del mundo que se deriva de la física clásica sigue condicionando nuestro pensamiento. Para aquella física, cuyo máximo representante es Newton, el mundo parecía tan inteligible como un mecanismo de relojería.

         Se daba por sentado que el mundo de los objetos existía como una realidad física separada e independiente. Es decir, según esa visión –que “casaba” muy bien con el “sentido común” o nuestros “hábitos mentales”-, existe un mundo “ahí fuera”, independiente de la mente, en el que cada objeto está “desconectado” del resto de universo. Y todos ellos siguen unas “leyes” que permitirían explicarlos como si se tratase de un gran mecanismo. La característica de esa visión es el determinismo, hasta el punto de que, si llegáramos a conocer las leyes que lo rigen, habríamos logrado que todo fuera predecible.

Y con el determinismo, la otra característica de la visión del mundo que se desprende de la física clásica, es el reduccionismo: en último término, todo sin excepción –desde la psicología a la biología, desde la espiritualidad a la química- se reduce a la física.

         Esta visión cuajó de tal manera en la cultura moderna que la impregnó por completo, de tal manera que se convirtió en el modo habitual de entender la realidad. Es decir, aquella física derivó en una cosmovisión caracterizada por el materialismo reduccionista, el positivismo, el determinismo, y la idea de la separabilidad de todo. El Universo sería, sencillamente, un gran mecanismo de relojería.

 

  

Empieza la perplejidad

 

         A pesar de las resistencias de Einstein –que se negaba a aceptar, tanto el principio de indeterminación (“Dios no juega a los dados”), como el influjo mutuo entre objetos no conectados físicamente (que él designaba despectivamente como “acciones fantasmales”)-, esas conclusiones de la mecánica cuántica parecen irrebatibles.

         Según ellas, no existe un mundo real independiente de su observación. Más en concreto: es la observación del átomo la que causa su presencia allí. Tal constatación parece negar la existencia de una realidad física independiente de nuestra observación de la misma.

         Con ello, el primer presupuesto de la teoría newtoniana –y de nuestra habitual visión del mundo, que se deriva de aquélla- cae irremediablemente por tierra. Como dijera el físico James Jean, “el universo comienza a parecerse más a un gran pensamiento que a una gran máquina”.

 

 

La observación crea la realidad

 

         A lo largo del libro, los autores van estudiando las aportaciones de los físicos más destacados del siglo XX. Entre ellos, destacan especialmente Ervin Schrödinger, Niels Bohr, Werner Heisenberg, David Bohm y John Bell.

         Como consecuencia de todos esos estudios experimentales, hay dos afirmaciones que parecen inobjetables: la que se conoce como “función de onda” (Schrödinger) y la “ley” de la conectividad universal (Bell).

         Según la primera, un objeto en movimiento es un paquete de ondas que viaja. En la teoría cuántica no existe ningún átomo además de la función de onda del átomo. Es decir, no existe un “objeto” que tuviera una “función de onda”.

         Antes de observarlo, el átomo está en dos estados a la vez –recuérdese la paradoja del “gato de Schröringer”-, o mejor, en un “estado de superposición”. Es nuestra observación la que causa que el átomo esté allí. Con otras palabras: la observación no sólo perturba lo que se va a medir, sino que lo produce: y eso es así porque la observación provoca el colapso de la función de onda. Por ello, lo que era simplemente una “probabilidad cuántica” –el estado de superposición- se convierte en una situación objetiva específica.  

         La teoría cuántica afirma que los átomos no están en ninguna parte hasta que nuestra observación los crea allí donde los detectamos. Eso significa que los objetos microscópicos no son “reales”, sino meras “potencialidades”.

 

         Por otra parte, el conocido como “teorema de Bell”, formulado en 1965, y del que se ha dicho que constituye “el descubrimiento científico más profundo de la segunda mitad del siglo XX”, corrobora la existencia de una conectividad universal. Las cosas se afectan a pesar de la distancia, debido al hecho de que no hay nada que no esté interconectado con todo. La consecuencia inmediata es el abandono de cualquier idea de “separabilidad”. Investigaciones posteriores, como la de Alain Aspect vendrían a confirmar lo mismo con mayor rotundidad.

         ¿Cómo no van a influir estos descubrimientos científicos en nuestro modo de ver el mundo? Para empezar, nos hacen caer en la cuenta de que la cosmovisión que se asentaba en la teoría newtoniana es básicamente incorrecta: la realidad no es como la física clásica la imaginaba. A partir de ahí, se abre el misterio.

 

 

El misterio de la conciencia

 

         La teoría cuántica insinúa algo que está “más allá” del llamado “mundo físico”; “algo” que no sólo lo modifica, sino que lo crea. En este sentido, como acabo de decir, la mecánica cuántica nos fuerza a admitir que la visión mecanicista del mundo es fundamentalmente inadecuada. No sólo eso: nos obliga a reconocer que no hay manera de interpretar los resultados incontestables de la propia teoría sin encontrarse con la conciencia.

         Llegados a este punto, los físicos suelen ser muy cautos. Reconocen que la física moderna insinúa mucho, pero –añaden enseguida- ahí se acaba todo. No están dispuestos a que se hagan extrapolaciones precipitadas, en las que todo se mezcla apresuradamente, llegando a formulaciones que parecen más bien nacidas de la ciencia-ficción.

         De ahí que, a la espera de ulteriores descubrimientos, la postura más sensata parece ser la que afirma que la “conciencia” –entendida como “percatación” o “sensación de percatación”- afecta directa y decisivamente a la realidad física.

         Los dos grandes misterios que se colocan sobre la mesa son los que se refieren a la conciencia (¿existe el “mundo interior”?) y al propio enigma cuántico (¿existe un mundo “ahí fuera”?). Lo llamativo es que la mecánica cuántica parece conectar ambos mundos. Y que sus primeras “respuestas”, no sólo descubren la falsedad de la visión del mundo nacida a partir de la física clásica (materialista, reduccionista y determinista), sino que, afirmando la interconexión de todo lo real, nos abren a un horizonte tan ilimitado como la propia Conciencia. Parece ser ésta, y no la materia, la que sostiene toda la realidad. O quizás con mayor precisión –aunque esto nos adentre ya en el territorio de la espiritualidad y de la mística-, conciencia y materia no son sino las dos caras –inseparables- de lo Real. Aunque soy consciente de que, con esta afirmación, hemos trascendido los límites de la física y del objetivo que se proponía el libro reseñado…  

 

*****

 

 

         Conscientes, sin embargo, de que entramos en un “saber” diferente y sin querer hacer ningún tipo de mezcolanza fácil, ello no es obstáculo para reconocer que lo “insinuado” desde la física cuántica converge admirablemente con algo que los místicos siempre han proclamado. Y que podría sintetizarse en estas palabras de Hans-Peter Dürr: “La realidad es en principio creativa, no tiene límites; es abierta, dinámica, inestable, es el todo indivisible. He caracterizado esa realidad como espíritu. El fundamento del mundo no es material, sino espiritual”.

         Resulta más triste comprobar que la visión del mundo que todavía sigue manteniendo y transmitiendo nuestra cultura esté marcada por el materialismo obsoleto que se desprendía de la física clásica y de su incorrecta lectura de la realidad. Este es, a mi modo de ver, un grave déficit en la educación de los niños y jóvenes, por lo que tiene de falso y reductor y, por tanto, empobrecedor de lo humano.

         Sabemos que un paradigma es un “marco” o “filtro” a través del cual vemos la realidad. Siempre es así. Del mismo modo que no podemos decir ni una sola palabra sin usar un idioma lingüístico, tampoco podemos acercarnos a la realidad sino a través de un determinado “idioma cultural” (eso es el paradigma).

         Por otro lado, sabemos también que el paradigma reviste necesariamente un carácter ambiguo: si por un lado nos permite acercarnos a la realidad, por el otro nos impide ver aquello que no cabe en el propio paradigma.

         Por decirlo de un modo más concreto: para un paradigma materialista, todo lo “espiritual” no existe. Por tanto, quien esté usando ese “filtro”, jamás podrá ver la dimensión espiritual de la realidad. Y ni siquiera se le ocurrirá cuestionar su visión, a menos que ocurra algo que le haga revisar su propio paradigma.

         Pues bien, el paradigma materialista se sustentaba en la visión del mundo que se desprendía de la física clásica. Y debido al prestigio de la ciencia en nuestro mundo occidental –unido a otros factores en los que no entramos ahora-, aquel paradigma arraigó con fuerza en nuestra cultura, conformando la visión “oficial” e “incuestionable”, hasta adquirir prácticamente un carácter de “dogma” profano. Una vez asimilado como verdadero, quien lo asumía como válido, quedaba por ello mismo incapacitado para poder “ver” la dimensión espiritual: el propio paradigma lo impedía…  -y lo que es más grave-, sin que el propio sujeto fuera consciente de la trampa.

         Con la física cuántica, el paradigma se modifica radicalmente. Como hemos visto, todos los descubrimientos mecanocuánticos remiten a la conciencia. En cierto, modo se invierte absolutamente el “modo de ver” la realidad: ya no es la materia el sustento último de lo real, sino más bien al contrario. Ha nacido un nuevo paradigma, que remite –y nos hace abrir los ojos- a la realidad espiritual.

         Lo que ocurre es que este nuevo paradigma apenas ahora empieza a ser “asimilado”, y todavía de forma minoritaria. La inercia del anterior es muy poderosa. Con todo, el día en que sea integrado masivamente, nacerá sin duda una nueva “cultura”, en la que la dimensión espiritual –en el sentido más genuino y amplio de la palabra, que nada tiene que ver con confesiones religiosas, credos o ritos- ocupará un lugar bien destacado. A mi modo de ver, superaremos el reduccionismo materialista (positivista), empobrecedor de lo humano, y emergerá una visión preñada de potencialidades. Quiero creer –hay signos de ello en todas partes- que hacia ese horizonte nos dirigimos.

         El pionero Stanislav Grof lo expresa de este modo: “Es cada vez más posible imaginar que la psicología transpersonal sea aceptada en el futuro por los círculos académicos y se convierta en una parte integral de una visión científica del mundo radicalmente nueva. Al igual que el progreso científico continúa disipando el hechizo de la anticuada visión materialista del mundo, propia del siglo XVII, también podemos observar los trazos generales de una nueva y emergente comprensión global de nosotros mismos, de la naturaleza y del mundo en el que vivimos. Este nuevo paradigma debería ser capaz de reconciliar la ciencia con la espiritualidad basada en la experiencia, de una naturaleza aconfesional, universal y que abrace a todos, llegando así a una especie de síntesis de la ciencia moderna y la antigua sabiduría” (S. GROF, Breve historia de la psicología transpersonal, en Journal of Transpersonal Research, nº 2 (2010) 134. Puede leerse en:

http://www.transpersonaljournal.com/sp/revista-transpersonalV2.htm

Los subrayados son míos).

 

 

Teruel, 29 noviembre 2010