QUÉ  HACER  CON  EL  DOLOR  Y  EL  SUFRIMIENTO

 

 

A José Antonio Pagola,

con aprecio, admiración y gratitud.

 

 

              “Todo sufrimiento emocional proviene de una mente no observada”, decía un maestro de meditación. Es una afirmación llena de sabiduría. Porque una cosa es el dolor, que constituye un ingrediente inevitable de la existencia humana, y otra, bien diferente, el sufrimiento.

    El dolor duele, pero no hace daño. Y –en contra de lo que puede predicar una cultura que lo teme y, por eso, trata de camuflarlo- es bueno que duela. Porque ése es el modo del que dispone nuestro organismo psíquico-corporal para evacuarlo. Cuando algo nos duele, la actitud sana es dejar que duela, limpiamente, bien “pegados” a nuestro cuerpo. Al hacer así, el dolor se va liberando, en lugar de quedar enquistado. Por eso, es verdad que dolor sentido, dolor curado.

             No hay que tener miedo al dolor; basta que lo dejemos doler. Así se cura. Cuando lo reprimimos o lo escondemos, cuando queremos escapar de él, no hacemos el duelo, y el dolor se enquista, envenenando literalmente nuestra vida, nuestra mente y nuestro propio cuerpo, que somatizará el dolor no aceptado ni sentido. Creo que puede afirmarse que todo sentimiento doloroso no aceptado ni verbalizado tiende a convertirse en un “nudo” en algún lugar de nuestro cuerpo.

            Aceptar el dolor y dejárselo sentir no es caer en el dolorismo. El dolorismo consiste en la valoración del dolor por el dolor. Como si el hecho de sufrir fuera por sí mismo meritorio. Hay que reconocer que cierta lectura del cristianismo, unida a determinadas corrientes puritanas, propició una interpretación dolorista de la cruz de Jesús, que se vulgarizó en planteamientos de este tipo: el dolor es bueno, el placer es malo. Una tal interpretación ha sido dañina para las personas y ha tergiversado el mensaje del evangelio, propiciando imágenes perversas de Dios.

            No; el dolor no es bueno, ni es algo que se deba buscar. Pero, sin ser bueno, puede ayudarnos a crecer como pocas cosas podrían hacerlo. Por la sencilla razón de que el dolor posee una “llave” que abre puertas que conducen a espacios interiores, a los que de otro modo no entraríamos jamás. Y sin embargo, al vernos obligados a entrar, los descubrimos llenos de riqueza que nos humaniza en profundidad.

            Para evitar riesgos en una cuestión tan sutil y con frecuencia malinterpretada, hay que distinguir tres tipos de dolor, cada uno de los cuales requiere una respuesta diferente. Es lo que trata de expresar el siguiente esquema.

Dolor evitable

Luchar contra él

Dolor inevitable

Aceptarlo y dejárselo sentir

Dolor, consecuencia de una opción de amor a los otros

Asumirlo desde la opción

            Hay un dolor que se puede evitar. Sea en nosotros mismos o sea en los demás, la actitud sana requiere luchar contra él, evitando la trampa de cualquier resignación fatalista.

            Sin embargo, la lucha no sirve de nada cuando el dolor es absolutamente inevitable (por ejemplo, cuando se trata de una “pérdida” de cualquier tipo, que ya ha ocurrido). Aquí la lucha no sólo no tiene sentido, sino que se convierte en obstinación terca que niega la realidad. Y sabemos bien que siempre que negamos la realidad acabamos pagando graves consecuencias. Aquí es cuando el dolor se enquista y nos envenena.

            Pero existe un tercer tipo de dolor: aquél que, sin ser buscado en sí mismo, es consecuencia de una determinada opción. Lo que se busca aquí no es sufrir, sino amar. O ser fiel a la propia misión. Desde quienes deciden tener un hijo hasta quien se compromete con los más pobres; quien se entrega fielmente a su vocación o quien quiere vivir para ayudar o hacer felices a los demás… El dolor aparecerá en formas diversas: olvido de sí por servir a otros, cansancio, consecuencias negativas no buscadas de ese compromiso, incomprensión, ingratitud, rechazo, oposición…

            A este tipo de dolor es al que el evangelio llama cruz. Por eso, en su sentido original, la cruz no tiene absolutamente nada de dolorista, sino que es profundamente humanizadora. El mensaje de la cruz no es: “Sufrid”, sino “Amad”. Lo que salva nunca es el sufrimiento, sino el amor. Otra cosa es que amor y dolor vayan frecuentemente de la mano. Como dijo alguien: “¿No hay cruz en tu vida? Empieza a amar, y la cruz llegará sola”.

            Cuando llega ese dolor, la respuesta adecuada es la de asumirlo. Eso significa también aceptarlo y dejárselo sentir con limpieza. Y asumirlo desde aquella opción de la que se ha derivado. Porque es en ella donde podremos hacer pie, ya que esa opción ha nacido de lo mejor de nosotros mismos: de nuestro amor. Por eso, podremos vivir constructivamente el dolor si nos apoyamos en el amor o la fidelidad que hay en su origen.

            Lo que los cristianos valoramos en la cruz de Jesús no es el dolor (a pesar de que a veces se haya podido dar esa impresión: ¿cómo no recordar La Pasión, de Mel Gibson, y la respuesta que encontró entre amplios sectores cristianos?), sino la fidelidad a su misión hasta el final, y el amor llevado al extremo. Jesús, en efecto, no era un masoquista que predicara el dolor; era alguien sumamente vital, sabio y compasivo. Vivió la cruz como había vivido toda su vida: sabiéndose sostenido en el Misterio divino al que él llamaba “Abba” (Padre), y de donde brotaba su amor y su fidelidad.

            Pues bien, cuando vivimos así cada uno de los tipos de dolor, éste nos dolerá, pero no nos hará daño. Al contrario, se convertirá para nosotros en oportunidad de crecimiento; en maestro sabio que nos irá introduciendo más y más en el misterio luminoso de la vida.

            Pero, ¿qué ocurre con el sufrimiento? Sé bien que el lenguaje es relativo y las palabras pueden encerrar significados diferentes. Pero permitidme que use aquí el término “sufrimiento” como contrapuesto a “dolor”.

            Si “dolor” hace referencia a una sensación limpia, localizada en el cuerpo, “sufrimiento” se refiere, más bien, a una sensación difusa, más o menos generalizada, que tiende a “ocupar” a toda la persona, encerrándola en una nube de malestar opaco y reduciéndola al mismo. Así entendido, el sufrimiento es siempre nefasto. 

            ¿Qué ha pasado para que el dolor se convierta en sufrimiento? Que en lugar de sentir el dolor directamente, hemos huido –consciente o inconscientemente- de él, y nos hemos ido a nuestra mente. Mejor dicho, nuestra mente ha tomado las riendas y ha entrado en funcionamientos destructivos, que se terminarán revelando más dañinos que el dolor primero, del que buscaba escapar.

            Esos funcionamientos destructivos son variados: cavilación, rumiación, dramatización, negación del problema, huida, alejamiento de sí, culpabilización de los otros, justificación, autocompasión o victimismo, autoculpabilización, rechazo de sí, reducción al problema, hundimiento[1]… Pero todos ellos tienen en común la no-aceptación de la realidad. Y todos ellos sin excepción son destructivos: porque negar la realidad nos fractura y puede terminar rompiéndonos.

            Decía antes que el dolor duele, pero no nos hace daño. Lo que nos hace daño siempre es cavilar sobre el dolor.

            Y así nos vemos llevados al inicio de estas líneas. ¿Quién genera el sufrimiento destructivo? La mente no observada. Todo sufrimiento emocional proviene de ella, de sus funcionamientos desajustados. Los otros, la “vida” –como suele decirse- pueden provocarme dolor, pero no sufrimiento. O dicho de otro: el dolor no lo puedo evitar; el sufrimiento, sí.

            Decir que es la mente no observada la que genera todo sufrimiento emocional no es ningún alegato contra la facultad mental. Nadie puede negar la riqueza admirable de la mente, ni que ella constituya uno de los mayores logros de la evolución. Pero cuando no es observada, asume el papel de protagonista hasta llegar a adueñarse de la persona, que termina identificándose inadvertidamente con ella.

            ¿Y qué ocurre cuando una persona se identifica con su mente? Se producen dos fenómenos:

            ¿Qué se requiere, a partir de esta situación, para no sufrir inútilmente, y no hacer sufrir a otros ni añadir sufrimiento a nuestro mundo? Se necesitará un trabajo simultáneo a un doble nivel, en respuesta a la doble consecuencia generada.

            Lo que nos saca del presente es el sufrimiento y el pensamiento, que, curiosamente, se refuerzan mutuamente. Cuanto más sufrimos, más tendemos a cavilar; cuanto más cavilamos, más se intensifica y enrarece el sufrimiento. Sólo salimos del sufrimiento inútil y de la cavilación interminable viniendo al instante, aprendiendo a estar en el “aquí y ahora”, entrando en el presente.

            Para aprender a entrar y permanecer en él de un modo más y más estable, necesitamos aprender a vivir constructivamente el dolor y a aquietar nuestra mente. Necesitamos de la psicología y la meditación: son los dos raíles de la vía que nos lleva con seguridad al presente, donde todo se percibe descansadamente de un modo nuevo y no-diferenciado.

        

Éste será nuestro próximo tema: La belleza y sabiduría del Presente.      

 

Teruel, 13 enero 2008


 

[1] He tratado de las “actitudes constructivas ante el sufrimiento” en Vivir lo que somos. Cuatro actitudes y un camino, Desclée de Brouwer, Bilbao 32007, pp. 79-122.