EL CAMBIO RELIGIOSO

 

COMO OPORTUNIDAD PARA EL DESPERTAR ESPIRITUAL

 

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Foro de Profesionales Cristianos de Madrid.

 

Parroquia de S. Estanislao de Kotska.  22 Noviembre del 2010

 

 

 

Por Enrique Martínez Lozano

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(El presente texto es una trascripción de la charla, a partir de una grabación de la misma. De ahí, su carácter coloquial).

 

 

         Estoy aquí con mucho gusto. Gracias a todos, a Profesionales Cristianos (PX), de donde surgió la invitación, y a la parroquia de “San Estanislao de Kostka”, que nos acoge.  Es un placer, no había estado nunca en el centro de Madrid, estoy con mucho gusto a pesar de que, debido a una hernia discal, haya venido arrastrando la pierna izquierda.

 

         Como veis por el título,  quiero compartir con vosotros y vosotras, del modo más sintético posible, cómo acercarnos al cambio religioso, que -según los expertos- es el mayor que ha experimentado la humanidad desde que tenemos memoria; cómo acercarnos a él y comprenderlo como oportunidad para el despertar espiritual.

 

         Dos anotaciones previas: una, la importancia de ver todo lo que nos ocurre como una oportunidad para algo, para algo mejor (la ciática mía también); todo lo que ocurre es una oportunidad para algo, y en el mundo religioso hablar de oportunidad es hablar de los signos de los tiempos, hablar de algún movimiento del Espíritu que nos conduce a algún lugar. ¿Qué nos quiere decir el Espíritu con este cambio religioso? ¿Quejarnos del “laicismo que nos invade”, como dicen algunos, del “laicismo agresivo” que dicen otros, del “relativismo” que constituye “nuestro mayor enemigo”? Eso son mecanismos de defensa baratos, eso no es oír al Espíritu, No, no quejarnos de nada, abandonar definitivamente cualquier actitud victimista, y ver que esto es una oportunidad. Dicen los expertos que hay preguntas que sanan y preguntas que enferman. Una pregunta que enferma es decirse: ¿por qué me pasa esto a mí?, ¿por qué me tiene que ocurrir?, ¿por qué me han hecho esto? Eso enferma. La pregunta que sana es decirse: ¿qué puedo aprender yo de esto?, ¿cómo  puedo vivir esto constructivamente? De modo que la pregunta no es por qué está sucediendo el cambo religioso sino qué puedo aprender de él; en términos religiosos sería decir, ¿qué me (nos) está diciendo el Espíritu en medio de este cambio o por medio de este cambio?

 

         La segunda anotación es que –como me gusta hablar mucho y a veces me extiendo-, cuando PX me planteó esta charla, yo quise ceñirme sólo a lo que es el cambio religioso, pero ellos –con buen criterio- me sugirieron dar un pasito más y ver también la perspectiva espiritual amplia que se nos abre. De modo que he intentado hacer una síntesis de ambas cosas.

Porque no se puede hablar de la perspectiva espiritual sin ver el momento de cambio en el que estamos; y, a la inversa: no se debe quedar uno sólo en hablar del cambio sin apuntar a la perspectiva espiritual nueva que se nos abre con él. Al hacer esta síntesis, ganamos en amplitud pero perdemos en profundidad, de modo que como la visión va a ser panorámica, eso me impide entrar en detalles. Y me veré obligado a hacer afirmaciones, sin tener el tiempo suficiente para exponer sus fundamentos. Por eso, me veo obligado a remitir a tres libros, en los que se recoge y expone, con amplitud y profundidad, lo que aquí será simplemente enunciado: “¿Que Dios y que salvación? Claves para entender el cambio religioso”; “La botella en el océano. De la intolerancia religiosa a la liberación espiritual”; y “Recuperar  a Jesús. Una mirada transpersonal”,  porque con el cambio religioso cambia todo, nuestra manera de orar, nuestra forma de entender el credo, y también nuestro acercamiento a Jesús; de ahí ese tercer libro.

 

         Los puntos que voy a abordar son los siguientes: estamos ante un cambio de época, y dentro de ella, ante un cambio religioso que no conoce precedentes. Nos vamos a hacer dos preguntas: ¿a qué se debe y en qué consiste ese cambio?; estamos viendo que es de mucha envergadura, pero ¿cuál es su núcleo? Daremos luego un pasito más preguntándonos qué tiene qué ver el cambio religioso con la espiritualidad.  El cambio religioso abre un horizonte espiritual, pero veremos que aunque ambas cosas no tienen por qué estar reñidas, tampoco están identificadas. Luego nos plantearemos, casi al final, el despertar espiritual como una forma de experimentar la dimensión profunda de lo real, absolutamente de todo lo real; esa dimensión profunda de lo real, cuando accedemos a ella, nos hace ver todo el conjunto desde una dimensión no-dual, es decir, todo lo contrario al dualismo. Y, final, terminaremos afirmando y abriéndonos a vivir la  espiritualidad como un paso decisivo desde  la ignorancia, es decir, de la inconsciencia, a la liberación. Yo creo que no hay liberación si no empezamos por ahí; me refiero a liberaciones por las que también hay que luchar, la social,  económica, política, etc., pero que aquí está la base.

 

         Y me ha gustado traer aquí, al inicio,  una cita de un místico egipcio del siglo IX, para tocar tierra y ser muy humildes. Du Al Nun dice: “Sea lo que sea  lo que os imagináis, Dios es justo contrario”. Pero si os imagináis lo contrario, sigue siendo lo contrario, de modo que nos os hagáis muchas ilusiones. Dicho en un lenguaje más nuestro sería afirmar que “Dios no cabe en tu cabeza”, y los eclesiásticos –y muchos que no los son, también- somos muy aficionados a querer meter a Dios en la cabeza, y luego pasa lo que pasa.

 

 

1. Un cambio de época

 

         Vamos ya con el primer punto, el cambio de época. Es ya un tópico decir que no estamos en un época de cambios –por más que los cambios hoy sean constantes-, sino, más bien, en un cambio de época. El gran estudioso alemán Karl Jaspers hablaba del “nuevo tiempo axial”, como si la historia se abriera por una bisagra en dos mitades; según él, ha habido tres épocas axiales: el paso del Paleolítico al Neolítico; la que ocurrió en torno al siglo VI antes de Cristo, y el momento presente: realmente es un cambio de envergadura. Otro gran sabio, uno de los mayores del siglo XX, a mi entender, un compatriota nuestro, Raimon Pannikar, hablaba de una gran “mutación cultural” que conmueve los pilares de la misma civilización. Algunos comparan este cambio, en el que estamos inmersos y por eso no lo apreciamos del todo, con los cambios en el Neolítico, que revolucionaron la historia de nuestra especie. Y en lo que cada vez coinciden más los expertos es en afirmar que estamos en la infancia de la humanidad, somos como bebés chiquitos moviéndonos en este mundo. Personalmente, cuando me desespero por determinados acontecimientos, me digo a mí mismo: tranquilo, Enrique, porque somos como primates, colectivamente hablando –yo el primero-; como monos chiquitos, capaces de hacer muchas tonterías. Hay un científico que dice que si dentro de 5000 millones de años, que es el tiempo que se le da de vida al sol, y por tanto a la tierra, que si dentro de ese tiempo existiera todavía la humanidad, quienes vivieran entonces nos verían a nosotros, como nosotros vemos hoy a las bacterias; esto nos viene muy bien para atemperar nuestro orgullo.

 

         ¿A qué se debe este cambio sin precedentes? En primer lugar a un hecho bien simple: somos seres situados. Yo veo lo que está delante de mí, pero aunque oigo ruidos, no veo lo que está detrás de mí; vosotros, al contrario, me veis a mí y lo que está detrás de mí, pero no veis la pared en que os apoyáis. Estar situados significa que sólo podemos conocer de una forma relativa, por más que la palabra concite suspicacias a no pocos; con otras palabras: eso significa que la relatividad es el único modo humano de conocer. Relatividad significa relación: estar situados en relación a un tiempo y a un espacio; no hay nadie que no esté situado en un tiempo y un espacio y desde ahí nuestra visión de la realidad será una perspectiva; de ahí que sólo podamos conocer perspectivas, nunca la Verdad. ¿Os acordáis del verso de Machado?: “¿Tu verdad? No, la verdad. Y ven conmigo a buscarla; la tuya, guárdatela”. Sólo podemos conocer perspectivas, la relatividad es el modo humano de conocer; nos pongamos como nos pongamos, seamos religiosos o ateos, curas o laicos, sólo hay una forma humana de conocer, porque somos seres relativos: en relación a un tiempo y un espacio.

Reconocer que la relatividad es el modo humano de conocer nos libera de dos extremos igualmente peligrosos. Uno es el relativismo nihilista, que conduce al suicidio colectivo de la humanidad; el relativismo puede ser de conocimiento o de comportamiento: lo que se llama en filosofía “relativismo gnoseológico”, que dice que todas las verdades son iguales; y el “relativismo ético”, para el que todos los valores son iguales de buenos y de malos, y eso conduce al nihilismo, porque si todo vale lo mismo, nada vale nada; y una vez instalados en ese nihilismo ¿dónde acabamos? En el suicidio. Yo comprendo que Benedicto XVI se preocupe por ese nihilismo y lo denuncie; lo que sucede es que me temo que, detrás de esas protestas u otras similares, a veces puede esconderse el extremo contrario, es decir, el absolutismo dogmático: la creencia de que nosotros tenemos la verdad. Cuando eso ocurre, la denuncia del primero no es creíble, e incluso provoca el efecto contrario al buscado.

No sé cual de los dos extremos es más pernicioso, porque si el primero conduce al suicidio, el segundo conduce a la descalificación –y en ocasiones a la eliminación- del otro; porque si yo tengo la verdad absoluta, el que no comulgue conmigo tiene que ir a la hoguera. Todas las religiones que han conocido el fanatismo han caído en la trampa de pensar que ellas tenían la  verdad absoluta; y todavía perdura esa actitud, que se basa en un error elemental, típicamente egoico: confundir la verdad con la doctrina. La verdad nunca la podremos tener porque en nuestra mente no cabe; lo que tenemos son doctrinas y creencias ¿Qué es una doctrina? Un mapa, pero el mapa no es el territorio. La doctrina, el credo, los dogmas  son sólo mapas que apuntan a la verdad. Pero no son la verdad.

 

         En segundo lugar, el cambio actual se debe a la evolución de la conciencia. Sabemos que la conciencia,  entendida como capacidad de ver y comprender,  como cualquier otra realidad, evoluciona. Estoy convencido de que el pensador que más ha influido en nuestra cultura occidental probablemente haya sido Darwin; más que Freud, Marx o incluso Nietzche. Porque nos hizo caer en la cuenta de que todo es evolución y que, dentro de ella, la conciencia también está cambiando continuamente. Y ¿qué ocurre cuando cambia la conciencia? Que vemos las cosas de manera diferente a como las veíamos.

Entendemos por conciencia la capacidad de percepción de lo que es. En rigor deberíamos llamarla “consciencia” para no confundirla con la conciencia moral; lo que ocurre es que como se pronuncia más fácil ya se ha hecho habitual llamarla conciencia también en castellano. Esta consciencia o conciencia evoluciona; el gran filósofo contemporáneo Jürgen Habermas, lo dice muy bien: “Nuestra consciencia no es una cualidad innata sino que es el resultado de un proceso evolutivo”. Eso significa que nuestros antepasados que vivían en cuevas no podían ver el mundo como nosotros, es decir, la conciencia ha evolucionado. A nivel individual pasa igual: un niñito de 3 años no puede ver el mundo como lo veo yo; la conciencia evoluciona.

 

         En definitiva,  el cambio consiste en que estamos dentro de un cambio de paradigma. Para abordar ya la cuestión del cambio de paradigma, quiero comenzar con la frase de una catalana afincada en Francia –Anaïs Nin-, según la cual, “nunca vemos las cosas como son sino como somos”. Es lo que decía también  Campoamor con aquello de que “el mundo es del color del cristal con que se mira”. Vemos las cosas como somos y desde donde estamos situados.

Pero esto nos lleva aún más lejos: a reconocer que no nacemos con la mente en blanco, como creía  mi profesora de parvulitos, que decía que nuestra mente era como una página en blanco sobre la que empezar a escribir; eso no es cierto, porque nacemos en un contexto cultural determinado.

Lo cual significa que siempre que vemos la realidad la vemos a través de un filtro; es una arrogancia decir que “yo veo las cosas como son”. El ser humano sólo puede ver a través de una mediación o filtro. Ese filtro es un paradigma. Y como es una palabra con la que hay que familiarizarse, voy a emplear otros términos con los que se lo puede comparar.

Un paradigma es un filtro, unas gafas, unas lentes, un marco –como las anteojeras del burro-, que te permiten ver unas cosas y te impiden ver otras. Y es también un lenguaje cultural, un idioma cultural. Igual que el que nace hoy en Madrid, nace dentro de un idioma lingüístico -el castellano-, del mismo modo, nace también en un “idioma cultural”.

La definición académica de paradigma puede ser la siguiente: “Un paradigma es toda una constelación de ideas, creencias, presupuestos, valores, hábitos, normas de comportamientos… que constituyen un marco a través del cual vemos la realidad”. Siempre nacemos dentro de un idioma lingüístico y de un idioma cultural, y por eso un niño que nace en Afganistán o en Iraq no puede hablar el mismo idioma ni puede ver el mundo como un niño nacido en Madrid; lo mismo que el ser humano que vivía hace 3000 años no podía entender el mundo como lo percibe alguien que vive hoy.

 

         Siempre hablamos, lo hacemos dentro de un marco lingüístico: aunque uno no conozca la gramática de su lengua, no puede hablar sin ese idioma. Sólo podemos decir una palabra dentro de un idioma. Del mismo modo, siempre que pensamos, lo hacemos dentro de un paradigma determinado; y eso es una llamada permanente a la humildad. Porque cuando uno dice “yo tengo razón”, hay que precisar, “tú tienes razón dentro de tu idioma”. Es como si un chino y un español, sin conocer ninguno el idioma del otro, discutieran para ver qué lengua era mejor, si el español o el chino: sería absurdo, porque los idiomas no se pueden comparar, como los paradigmas tampoco se pueden comparar; y no es cuestión de tener razón o no, sino de conocer el marco de cada uno y a partir de ahí, como decía Machado, comenzar a dialogar.

 

         Hemos visto a qué se debe el cambio: como somos seres situados, la evolución de la conciencia hace que se modifique el marco o paradigma a través del cual vemos la realidad. El cambio consiste precisamente en que, debido a ello, vemos la realidad de uno diferente al que la veíamos con anterioridad.

Y ¿en qué consiste este cambio? Sobre todo, en que hemos pasado en poco tiempo por tres paradigmas diferentes. Un cambio de paradigma es como si se cambia uno las gafas: pasará un tiempo con dificultad para adaptarse. Pero imaginaos que además de las gafas me cambian el ojo, y además de cambiar el ojo me cambian la cabeza… El cambio es radical. Pues el cambio en el que estamos actualmente abarca esas tres dimensiones: las gafas, el ojo y la cabeza. Porque no sólo estamos en un cambio de paradigma –de la premodernodad a la modernidad y a la postmodernidad-, sino que estamos también en un cambio de nivel de conciencia –del estadio racional al transpersonal-; y estamos cambiando también el modo de conocer, pasando del modelo de conocer dualista, en el que la mente rige por encima de todo, a un modelo no-dual de cognición… El cambio es realmente espectacular. Pero aquí vamos a centrarnos exclusivamente en el cambio de paradigmas, así que nos aproximamos a conocer-comprender cada uno de ellos, para poder entender el cambio que se ha operado.

 

 

1.1. El paradigma premoderno

 

         El paradigma premoderno tenía muy claro que la tierra era una realidad intermedia entre el cielo, morada de los dioses, y el abismo, morada de las fuerzas malignas. Yo he vivido los tres paradigmas y me siento cómodo hablando de cualquiera de ellos; mi abuela, que vivió en el primer paradigma (premoderno), decía, cuando iba a rezar, que había que mirar al cielo; pero al cielo físico de verdad, porque creía en un Dios que habitaba por encima de bóveda celeste; y cuando dentro de poco, en el Adviento, leamos a Isaías, veremos que dice “Ojalá rasgases el cielo y bajases”. ¿Qué camino le quedaba a Dios para entrar en comunicación con nosotros? Pues romper el cielo. También se “rasga el cielo” cuando se bautiza Jesús, lo que en este paradigma significa que Dios entra en comunicación con los humanos. Hoy nosotros podemos entender que nos cuentan un cuento, porque el cielo no se rasga; hoy los niños de catequesis no se conforman como nosotros con cualquier respuesta; una pequeña de 7 años me comenta que su profesora de catequesis le ha dicho que Dios está en el cielo. “Claro, donde debe de estar”, le digo; “Ya, ya, -continúa ella- pero exactamente ¿en qué lugar del cielo?”.

 

         ¿Cuáles son las características del paradigma premoderno?

 En un esquema, podría representarse de este modo:

 

 

                                                                       

 

 

1.2. El paradigma moderno   

 

         ¿Por qué se produce un cambio de paradigma? Por el mismo motivo por el que alguien cambia sus gafas: porque las que está usando ya no le permiten ver bien.

Cuando surgen preguntas para las que el paradigma no tiene respuestas,  se impone un cambio. Esto pasó en la física,  con el cambio de la física de Newton a la física cuántica; se cambió porque empezaron a comprobarse cosas a nivel subatómico para las que la física newtoniana no tenía respuestas.

En el terreno religioso pasó lo mismo. Y ¿para qué no tenía respuestas el paradigma religioso anterior? Para la autonomía del mundo natural o físico. Ponemos un ejemplo: Santo Tomás de Aquino, una de las más brillantes inteligencias católicas, decía, sobre el movimiento de los astros, que cada astro se movía porque era empujado por un ángel; no, no hay que reírse: tal afirmación, en aquel “idioma cultural” (paradigma premoderno, caracterizado por la heteronomía) era totalmente coherente. Vienen Copérnico y Galileo y dicen que no, que la tierra no es el centro, que los astros se mueven de forma rotatoria alrededor del sol, que existen unas leyes físicas que gobiernan el movimiento. Entonces, si el mundo es autónomo, ¿qué hace Dios? El paradigma anterior se empieza a quedar sin respuestas; había que buscar uno nuevo, así nace el paradigma moderno.

Esa autonomía comienza a reconocerse en el mundo físico de las leyes naturales, pero sigue en el mundo de la política, en el mundo de la econopmía, en el mundo de la psicología y hasta en el mundo de la moral. La Revolución francesa fue otro momento muy importante; porque en el paradigma premoderno se decía: “existen pobres porque es la voluntad de Dios”, mientras que en el paradigma moderno se dice que existen pobres porque hay una ley de mercado y un modelo neoliberal que los crea, no porque haya algo predeterminado.

 

         ¿Cuando aparece el paradigma moderno? A partir del Renacimiento. Aunque un paradigma no tiene fecha de nacimiento, si queréis una, diremos que a partir de 1492, por lo que supuso de ampliación del horizonte de la humanidad. Y empieza porque la “heteronomía” –recordad que constituía un elemento central del paradigma anterior- empieza a hacer crisis. Entra en crisis la idea de un ente exterior o Dios que cambia la historia, y se descubre la autonomía de lo real. Y se empieza a vivir un proceso creciente de secularización, por el que cada uno de los ámbitos de la realidad se va independizando de la tutela de la Iglesia, que hasta ese momento gobernaba todo; nada se movía sin que ella lo autorizase. El papa podía desde asignar los nuevos territorios descubiertos a un rey u otro,  según su voluntad, hasta decir, por ejemplo, que la tierra era el centro del universo; la Iglesia controlaba todo. A partir de Copérnico y Galileo, como ha quedado dicho, comienza un proceso creciente de secularización, de independencia de esa tutela en el que todavía estamos. ¿Sabéis cual es el último paso? El de la ética o la moral. La jerarquía eclesiástica se resiste mucho a reconocer la autonomía de la ética o la moral porque es el último bastión sobre el que cree tener autoridad.

 

         En definitiva, las dos palabras claves del paradigma moderno son la autonomía y la racionalidad.

         Esas palabras llegan hasta hoy. El mundo es autónomo, funciona por sí mismo; hay una anécdota de Napoleón con un físico notable, Laplace, al que pidió que elaborara un esquema del funcionamiento del universo; el científico lo hizo; al presentarlo, Napoleón le preguntó dónde quedaba Dios en ese esquema. Laplace le respondió: “Señor, yo no necesito esa hipótesis”.

El mundo es autónomo; Dios no es “necesario” para explicar su funcionamiento. Para los creyentes, que ya han salido del paradigma anterior, esto constituye la maravilla de la creación: un mundo capaz de funcionar por sí mismo.

 

         Y la otra palabra es la racionalidad; este paradigma hace culmen en la Ilustración y eran los ilustrados los que decían que la razón salvaría al mundo: salimos de la oscuridad de las cavernas y llegamos a la luz de la razón; hasta el punto de entronizar en una estatua a la “diosa Razón”. Pero, sobre todo, la modernidad renunció a sentirse como un juguete de la divinidad. La autonomía y la racionalidad, recién conquistadas, impedían ver a Dios como un Ser intervencionista.

         Y dentro de esa racionalidad y autonomía, ¿quién era el rey de la escena moderna? El Yo, el ego –por eso nuestra cultura moderna está tan impregnada de individualismo y de egocentrismo todavía hoy-, un yo racional y autónomo.

 

         Y ¿cómo queda Dios en este paradigma de la  modernidad? Empieza a concebirse no como algo separado sino como la Dimensión de Profundidad de lo real –por decirlo con palabras del gran teólogo Paul Tillich-, como el fundamento de todo lo que es: recuperando la frase de san Agustín, “Dios es más íntimo que mi propia intimidad”. Es un cambio de lenguaje, pero es que un  cambio de paradigma implica un cambio de lenguaje. Y entonces se pasa de ver la trascendencia como distancia a percibir la trascendencia como intimidad.

 

         La fe entonces tiene que empezar a dialogar con la cultura de su tiempo, sobre todo con la racionalidad y la autonomía; en la Iglesia todavía nos queda mucha tarea en este campo, todavía tenemos que avanzar mucho en ser capaces de dialogar con la modernidad. No quiero crear polémica, pero en mi opinión, la mayor carencia de los llamados “nuevos movimientos eclesiales” consiste precisamente en que no terminan de hacer el diálogo con la cultura de la modernidad.

         En este paradigma moderno se ve a Dios, no  ya como el que hace, sino como el que hace ser, y la religión ya no es la religión mítica de creencia en un Dios separado, es una religión personalista.

En palabras de Kart Rahner, “Dios obra el mundo, no obra en el mundo”; es el cambio de lenguaje, de la premodernidad a la modernidad. Dios obra el mundo, está haciendo que todo sea, tú y yo, es el Dinamismo que hace ser, pero no obra en el mundo, no es “alguien”, paralelo a nosotros, que actúa;  eso sería un mago, pero no Dios. Un teólogo nuestro, para mi uno de los mejores, Andrés Torres Queiruga, lo dice de una forma más gráfica: “Dios no es nunca una presencia paralela, sino una presencia perpendicular”. Una presencia paralela sería que estamos nosotros, yo, tú, el otro, y allá a lo lejos, grandote, Dios. Y cuando ya no podemos algo, vamos al grandote y le decimos, “oye, sácame las castañas del fuego”. Eso es una presencia paralela, ese es el dios mítico. Y una presencia perpendicular significa que está con nosotros, como en la raíz, haciéndonos ser; así se expresa el creyentes en el paradigma de la modernidad.

 

         Creyentes y no creyentes, que comparten este paradigma, ya no ven la realidad dividida en tres niveles; la realidad es una. La diferencia radica en el hecho de que los primeros la perciben como una realidad “abierta” –hay “más” realidad que aquélla que podemos ver y palpar-, mientras que los segundos la perciben como “cerrada”, limitada o reducida a lo tangible.

         El paradigma de la modernidad podría representarse en este esquema:

            

                                                                           

 

1.3. El paradigma postmoderno

 

         Vamos al nacimiento del paradigma postmoderno ¿Cuándo nace? Todavía está naciendo, estamos asistiendo al parto; pero podemos poner dos fechas. Una es mayo del 68 –acordaos de la frase que lo simboliza: “la imaginación al poder”-, una revuelta contra la razón; y la otra es la crisis del 73, la primera gran crisis energética, vivida como auténtica amenaza.

¿Por qué surge el paradigma de la postmodernidad? Surge por agotamiento del anterior, porque las gafas ya no permitían ver la realidad, sino que todo lo confundían; surge porque la modernidad y la ilustración nos habían prometido el cielo en la tierra, ya que la razón nos iba a librar de todos nuestros males, y ocurre que el siglo XX ha sido, según muchos historiadores, el siglo más cruel en la historia de la humanidad, con las dos guerras mundiales, el nazismo, el estalinismo… ¿Este era el paraíso al que nos iba a conducir la razón?

La promesa fallida, el desengaño, produce el agotamiento del paradigma que lo había producido, y surge uno nuevo. El hecho de que el paraíso prometido y soñado se convirtiera, en realidad, en un infierno, nos hace descubrir dos cosas: que el Yo puede ser muy inhumano –a la vista está- y que la razón promete mucho pero da poco. Nace el desengaño de la razón –que no es negarla, porque caeríamos en algo peor, la irracionalidad- pero nos hacemos conscientes de que no posee todas las respuestas, a la vez que descubrimos las trampas adonde conduce un modelo centrado en el yo. Esto significa también el agotamiento del modelo dual de conocimiento, del modelo mental; pero no podemos entrar en ello ahora.

Con todo, el agotamiento del paradigma moderno no significa, como decía antes, la negación de la razón. Si la modernidad nos ha aportado algo valiosísimo, a lo que ya nunca podremos renunciar, es precisamente la “razón crítica”. Pero, reconociéndola como irrenunciable, si no queremos volver a la irracionalidad, la razón también necesita –reclama- ser trascendida.

 

         ¿Cuáles son las características del paradigma de la postmodernidad en el que ya estamos, en el que vivimos -en el que vuestros hijos están ya-,  aunque conservemos muchas secuelas del anterior paradigma? Son dos: La primera es –perdonad el palabro- la deconstrucción del yo. Significa reconocer que el yo no existe, es una entelequia, una ficción, producida por la propia identificación con la mente. “Ese yo, que tanto nos hace sufrir…, y que no existe”, como decía Tony de Mello. El yo o el ego no es otra cosa que la mente apropiándose de sus propios contenidos mentales. El yo es creado por la mente, alimentado por el pensamiento y sostenido por la memoria. Quitad la mente, el pensamiento y la memoria y decidme dónde está vuestro yo. El yo es una inflación de la nada, una inflación de la mente, una inflación del ego, yo, mí, me, conmigo… La deconstrucción del yo –con todo lo que eso supone- es, sin duda, una de las características más revolucionarias de la postmodernidad.

La segunda característica es el reconocimiento de la interrelación de todo: no hay nada separado de nada, todo está interrelacionado, conectado, somos como una gran red, como Internet. Internet sólo ha podido surgir en esta época, en la que aparece, en la conciencia humana, la percepción de que todo está interconectado y aunque, estemos todavía lejos de vivirlo, lo percibimos.

Resulta profundamente significativo el hecho de que esta interrelación está afirmada desde tres campos del saber que en principio no tienen nada que ver entre sí. Con ello, no quiero “probar” nada, sino sólo reconocer una convergencia que resulta tan admirable como asombrosa. Me refiero a las conclusiones que nos llegan desde la mística, desde la física cuántica y desde la psicología transpersonal.

Los místicos de todas las tradiciones y a lo largo de toda  la historia han dicho siempre que “todo era Uno”. No se niegan las diferencias, pero todo es Uno. La física cuántica, observando y experimentado todos estos elementos y partículas subatómicas concluye, entre otras afirmaciones revolucionarias, que no hay nada separado de nada: tú tocas aquí y aquello otro se modifica. Y, finalmente, la psicología transpersonal experimenta que, en cuanto se pasa del estadio racional, la realidad se ve de un modo diferente, absolutamente interconectada e interrelacionado.

En definitiva, lo característico del paradigma postmoderno es la convicción de que todo es una red, de que todo influye en todo, y de que la realidad tiene un modelo holográfico, que significa que en cada parte está el todo. Se abre paso la no-dualidad: junto con las diferencias de las formas, más allá de ellas, late una profunda Unidad de todo Lo que es.

 

         ¿Os acordáis de aquellos extremos de que hablábamos al principio, el relativismo y el absolutismo? Y la verdad estaba en el justo medio. Pues en este terreno hay dos extremos también insostenibles: uno es el panteísmo que afirma que todo es Dios, todo es uno; parece insostenible, porque tal afirmación es negada por el simple sentido común. Pero el otro extremo,  no menos falso, y también peligroso, es el dualismo: tú aquí y yo allí, todo separado. ¿Cuál es el término medio sabio entre los dos? Es la no-dualidad, es la afirmación de la unidad en la diferencia: no se niega ninguna diferencia, pero se ve que, más allá de las diferencias, todo es Uno. Por ejemplo, mi dedo meñique y mi cuerpo ¿son una cosa o dos? Si decís que es una cosa, sois panteístas; si decís que son dos, sois dualistas. Mi dedo y mi cuerpo son no-dos. Mi dedo puede decir con razón “soy un dedo”, pero también puede decir: “soy cuerpo”. Y el día que se ve como cuerpo, toda su perspectiva se modifica. Yo puedo decir que soy Enrique, con tal número de  DNI, y es verdad porque ésa es mi identidad, pero es una identidad muy relativa. También puedo decir “yo soy la Conciencia sin límites”, y el día en que descubrí y experimenté eso, mi vida cambió. Aunque todavía tenga tantas secuelas de mi ego por ahí, dejo de verme como un yo separado; ése yo es sólo una identidad relativa.

Con otra metáfora muy usada: la ola y el mar ¿qué son, una cosa o dos? Son no-dos, porque tanto una como otra son agua. Esa ola que nace y desaparece en un ratito no es igual a ninguna otra, pero sigue siendo agua, igual que el océano.

Los cristianos tenemos una metáfora de Jesús que es inigualable y que pocas veces la sabemos leer. Jesús dice: “Yo soy la vid y vosotros los sarmientos”. La vid y los sarmientos ¿qué son, una cosa o dos? No-dos. La no dualidad es lo más revolucionario de la postmodernidad, y las personas religiosas haríamos bien en entrar por ahí porque sólo eso nos permitirá experimentar a Dios. Y así comenzamos ya a acercarnos a la segunda parte de la charla, la espiritualidad.

Por todo lo dicho, parece claro que el paradigma de la postmodernidad no puede ser expresado sino por la imagen de la red:

 

                                       

 

         ¿Cómo se ve a Dios en este paradigma postmoderno? Dios no está ni lejos ni cerca, ni dentro ni fuera. Dios es el Misterio de Lo Que Es. Así se dice “lo que es” en hebreo, “Yhwh”. Aunque luego se lo haya entendido como un Dios de rayos y truenos, que te podía castigar hasta la séptima generación; cuando se piensa a Dios, se lo objetiva y se lo “individualiza”: todo dios pensado es un ídolo de nuestra mente. Dios no se puede pensar, porque en nuestra mente no cabe. Entonces, ¿qué se puede hacer con Dios? Vivirlo. A Dios lo podemos vivir pero no lo podemos pensar. ¿Cómo vivimos a Dios? Cuando hacemos lo que hizo Jesús. Jesús fue un hombre que vivió a Dios, por eso “pasó por la vida haciendo el bien”. Cuando entramos por aquí, trascendemos la religión y nos adentramos en la espiritualidad.

 

 

2. Cambio religioso y espiritualidad

 

         Decía que, en la postmodernidad, todo se concibe como una gran  red en la que todo está interrelacionado con todo. Y ¿cómo estamos hoy en nuestro contexto cultural en relación con la religión y la espiritualidad?

Por un lado, todavía hoy, seguimos arrastrando aquel viejo contencioso entre la religión y la modernidad. Para entenderlo, hay un dicho que lo ejemplifica bien, cuando dice que “al tirar el agua sucia de la bañera, tened cuidado en no tirar también al bebé”. Pues eso ocurre entre nosotros hoy. La religión, como sabe que tiene un “bebé valioso”, dice “no vamos a cambiar el agua de la bañera, no vaya a ser que perdamos el bebé”, y guarda el agua de la bañera a pesar de estar sucia. Y los modernos, los laicistas, por usar esa palabra, dicen: “esto huele a podrido, vamos a tirarlo”, sin darse cuenta de que hay un bebé. Necesitamos mucha lucidez para avanzar en este diálogo.

“Espiritualidad” es una palabra gastada porque viene con un lastre negativo intenso. Pero, al mismo tiempo, constatamos que nos hallamos en una sociedad hambrienta espiritualmente. Está hambrienta por necesidad. Quiero citar el trabajo de una mujer sabia, Mónica Cavallé. Con su permiso, hice el resumen de dos libros suyos muy valiosos, que podéis consultar en mi página web. Los títulos de los libros de Mónica a los que me refiero son: “La sabiduría recobrada” y “La sabiduría de la No-dualidad”.  Pues ella dice que el mayor problema de nuestra cultura occidental es la anemia espiritual y que no podemos soportar mucho tiempo así porque nos moriremos. Y la superficialidad es otro mal de nuestro mundo: Panikkar decía que el nuestro es un mundo enfermo de superficialidad. Eso explica, en mi opinión, la búsqueda espiritual creciente.

 

         Desde distintos ámbitos se comienza a hablar, afortunadamente, de inteligencia espiritual, igual que hace unos años se comenzó a hablar de “inteligencia emocional”, que se popularizara a partir de los libros de Daniel Goleman.

Inteligencia espiritual es la capacidad de trascender la mente y el yo, porque somos capaces de separar la conciencia de los pensamientos. Pensamientos tenemos, pero conciencia es lo que somos. Y cuando uno se identifica con los pensamientos, ¿qué pasa? Que sufre.

La espiritualidad consiste en darse cuenta de la trampa que significa identificarse con nuestros pensamientos; porque los pensamientos son objetos, pero yo soy la Conciencia que observa esos objetos.

André Comte-Sponville, uno de los filósofos franceses más importantes, aun declarándose ateo, llega a decir, sin embargo, que “la espiritualidad es el aspecto más noble del ser humano” y quiere dedicar su vida a promover una “espiritualidad atea”, y no es una contradicción. Podéis encontrar su planteamiento en un libro suyo muy interesante: “El alma del ateismo”.

 

         ¿Qué capacidades potencia la inteligencia espiritual? Ayuda a mantener la serenidad, porque te separa de los pensamientos que te la hacen perder; favorece una observación desapegada de la realidad, la observación ecuánime; hace crecer en libertad interior, porque nadie ni  nada me quitan mi libertad, es mi mente la que lo hace con frecuencia: al identificarme con ella, ahí pierdo mi libertad; y potencia la compasión: cuando me desidentifico del yo, la compasión brota sola. Jesús no era compasivo por voluntarismo; no, la compasión nace de la comprensión. Y Jesús era compasivo porque vivía en ese nivel de conciencia que llamamos transpersonal, en el que se veía no separado de nada. ¿Qué quería decir cuando afirmaba: “Tuve hambre y me distéis de comer”? No decía: “Tuve hambre, y le distéis al otro como si fuera yo”. O: “Lo que hacéis a cualquiera de ellos, me lo hacéis a mí”. No decía: “Lo que hacéis a cada uno de ellos es como si me lo hicierais a mí”; dice: ”me lo hacéis a mi”. Vivía en esa conciencia de unidad. Y, al final, la inteligencia espiritual nos capacita para percibir nuestra verdadera identidad. Si salís esta noche de aquí con esta sola idea, será suficiente, me sentiré más que pagado. No sois el yo que pensáis ser y que es fuente de sufrimiento, no; somos otra cosa.

 

         ¿Cuál es la relación entre religión y espiritualidad? Por decirlo en una sola frase, no están ni identificadas ni reñidas. Son como este vaso y el agua que contiene: el agua es la espiritualidad, el vaso es la religión. A quien le sirve el vaso para contener el agua, enhorabuena. Pero si una persona dice que no, que prefiere una botella, enhorabuena. Y si otra dice que ni vaso ni botella,  que prefiere el agua en la mano, enhorabuena también.

¿Cuál es el peligro de la religión? Su absolutización. Cuando la religión se olvida de que es un instrumento y se absolutiza, como si el ideal de la persona religiosa fuera “ser religiosa”, se convierte en amenaza. No, la religión es un instrumento, como decía Jesús: “No es el hombre para el sábado, sino el sábado para el hombre”; es un instrumento para que despertemos espiritualmente; es una herramienta, un cauce, un recipiente que vale por lo que contiene, por aquello a lo que apunta, y a cuyo servicio ha de estar.

La absolutización de la religión es sumamente peligrosa, por un doble motivo: porque conduce al fanatismo en todas sus formas (incluida la guerra de religión o el terrorismo en su nombre) y porque nubla, oscurece o ciega la Realidad que debería desvelar. Es como si absolutizáramos un determinado tipo de vaso (o recipiente) y olvidáramos que lo realmente importante es el agua.

Esto puede explicar tanto el declive de la religión como el auge de la espiritualidad. Porque la gente rechaza un determinado vaso, por muchos factores que ahora no podemos analizar (y entre los que ocupa un lugar importante la propia absolutización de la religión, con sus secuelas de autoritarismo y dogmatismo), pero sigue teniendo sed; lo sepa o no, añora el agua.

Por eso podemos estar ofreciendo religión y la gente pasa, pero ofrécele agua y verás como no pasa. Ofreces un vaso y quizás lo rechacen; muestra el agua…

 

         La religión es sólo un vehículo transportador; para mucha gente ha sido el vehículo a lo espiritual –para mí también-. Pero siempre es un instrumento y cuando se olvida que la religión es un instrumento, y se convierte en un absoluto, hace mucho daño, es muy peligrosa.

Por eso –porque la religión es sólo un vehículo de la espiritualidad-, puede darse también una espiritualidad laica, como promueve Marià Corbí, en Barcelona, o incluso una espiritualidad atea, como propugna el filósofo Comte-Sponville.

         ¿Qué es, en todo ello, lo que nos permite encontrarnos y no enzarzarnos en enfrentamientos dañinos y estériles? La lucidez para distinguir la verdad de la doctrina. Las religiones, todas, sólo contienen doctrinas. La verdad no la puede tener ninguna. La espiritualidad nos conduce a experimentar la verdad, la religión nos da doctrinas o creencias. Por decirlo de modo sencillo, la religión nos da mapas para entender el territorio, pero no es el territorio; una persona que se queda en la religión se queda en el mapa; la espiritualidad nos permite transitar el territorio. En definitiva, la doctrina es una interpretación de Lo que Es, y la espiritualidad nos hace adentrarnos en Lo que Es.

 

 

3. La dimensión profunda de lo real

 

         El despertar espiritual consiste en descubrir ese Dinamismo de un darse que engendra la forma que somos en la no-separación. Caer en la cuenta de eso y experimentarlo: eso es la espiritualidad.

Todo el misterio de la Vida es un Darse. Ese Darse está engendrando permanentemente la forma que somos cada cual. ¿Qué es un océano? Un darse del agua que está generando olas de todos los tipos continuamente. Eso es la espiritualidad. Si lo queremos formular en lenguaje religioso, la experiencia original es ésta: estamos siendo creados continuamente desde la profundidad de Dios en la no-separación. Igual que la ola es forma donde el agua vive, Dios lo que busca es vivirse en nosotros. Como le gusta insistir a Willigis Jäger, Dios no quiere ser adorado, quiere ser vivido.

Hemos creído que Dios es un soberano oriental antiguo que tiene necesidad de que le demos gloria –como se decía antes, “hemos venido a este mundo para dar gloria a Dios”-. Pero un Dios que tuviera necesidad de que le diéramos gloria no sería Dios, sería el gran Narciso. ¿Qué madre o padre aquí presentes habéis engendrado hijos para que os den gloria? Tal vez alguno, para que os cuiden en la vejez y no os lleven a una residencia, pero no es eso. Y hemos hablado de un Dios que nos crea para que le demos gloria… No, Dios nos crea para darnos gloria Él a nosotros, Dios nos crea porque quiere vivirse en nuestra forma: Dios me ha creado porque quiere vivirse, en toda mi humildad, como Enrique; Dios ha creado a Daniel porque quiere vivirse como Daniel, nos ha creado a cada uno porque quiere vivirse en nuestras formas. Como decía Ignacio de Loyola en una frase que recuerdo de forma no literal, “Dios duerme en los minerales, vegeta en las plantas, siente en los animales y ama en las personas”.  Es una forma más antigua de decir lo mismo, de expresar la no-dualidad.

Es muy importante ver que Dios y tú no sois dos, tampoco uno. No se puede ir por la calle diciendo “yo soy Dios”, porque corres el riesgo de que te lleven al psiquiátrico. Salvo que uno sea un místico, como el mismo Jesús. Él dijo “Yo soy Dios”. Pero el sujeto “yo” en el místico no es su ego, no es fulanito de tal, sino es Dios que dice “Yo soy”.

 

         Una persona que no tiene yo puede decir “yo soy Dios”, porque sólo Dios vive en ella; hasta ese extremo llega la no-dualidad. Cuando se capta este misterio estamos ya trascendiendo el nivel mental y se nos regala la experiencia del presente. El camino más corto a la espiritualidad es el venir al aquí y ahora, es el venir al momento presente. Presente –con mayúscula- es sinónimo de Dios. Es la Shekiná, la Presencia. El presente está preñado de Dios, el presente es otro nombre de Dios, la Presencia. Es uno de mis nombres queridos. Por eso hablar de espiritualidad es hablar de no dualidad. Otro místico, Javier Melloni, repite esto: “No somos iguales, pero somos lo mismo”. Como las olas y el océano: no son iguales, pero son lo mismo.

Ahora bien, a esto no llegaremos pensándolo, sino acallando la mente. Cuando tú silencias la mente, acallas el modelo mental que es dualista y emerge la no-dualidad. Y entonces experimentas que somos “lo mismo”, aunque “no seamos iguales”. La no-dualidad es experimentar las diferencias en la no-separación; ambas cosas juntas, una cara es la diferencia, la otra es la unidad; las dos cosas juntas es lo que se conoce como no-dualidad. Oiremos hablar mucho en el futuro de esto, y si no, iremos mal. Porque la no-dualidad es liberadora, es salvadora.

 

         ¿En qué coinciden todas las cosas que son? En que son. El Ser es el núcleo de lo real. Pero para percibirlo, necesitamos acallar la mente. Y para eso necesitamos meditar. De modo que necesitamos decir una palabra sobre la meditación, porque sólo la meditación nos permite entrar en este camino de la espiritualidad.

 

 

4. Espiritualidad: de la ignorancia a la liberación

 

         La espiritualidad es un camino que nos lleva de la ignorancia, o mejor todavía, de la inconsciencia a la liberación. Cuando estamos dormidos –nuestra vida es un sueño, decía Calderón- estamos inconscientes, estamos ignorantes. La tradición sufí dice que estamos todos dormidos y que sólo cuando morimos, despertamos.

La ignorancia consiste en estar identificados con la mente y el yo, creer que somos la mente o el yo, y la consecuencia es el sufrir. Es cierto que el desidentificarte del yo es muy doloroso, porque el yo busca autoafirmarse a toda costa y la inercia de donde venimos nos hace creer a pie juntillas que nuestra identidad es eso que llamamos “yo”.

Pero sólo la desidentificación del yo es el único camino de sabiduría. ¿Comprendéis ahora por qué Jesús decía: “El que quiera salvar su vida que la niegue”? Y era una persona muy vitalista. En el evangelio, negar la vida es negar el yo. Todos los maestros y maestras espirituales lo han dicho: si no caes en la cuenta de que eres más que el yo, no puedes alcanzar la sabiduría. Esto nos lleva a reconocernos en esta identidad ilimitada.

Lo que somos es algo ilimitado pero no nos hemos enterado. Hay una frase ingeniosa de un psicólogo norteamericano que dice que “del camino espiritual, ningún yo sale con vida, gracias a Dios”. Ningún yo sobrevive a la muerte; ¿qué es lo que no muere? Lo que somos, y que no sabemos lo que es hasta que no lo experimentamos. Y lo experimentamos en la meditación. Por eso, en la meditación nos jugamos nuestra identidad.

En la vivencia de la espiritualidad nos jugamos nuestra identidad. ¿Por qué no morirá lo que somos? Porque nunca ha nacido. Es como el océano…  Pero esto no tiene más sentido hablarlo, hay que experimentarlo.  Es pasar de la creencia de que somos un yo chiquitito, a que somos el Espíritu que vive en esta forma concreta que somos cada uno de nosotros. Cuando me concibo como un yo, vivo para mí, egocentrado; cuando caigo en la cuenta de que mi identidad última es el Espíritu, ahí ya he despertado.

 

         La práctica de la meditación es, por tanto, un camino de libertad interior; y un camino de compasión. Sabemos si una persona medita porque se va haciendo más compasiva. Si alguien presume de meditar y no es más compasivo en la práctica, está haciendo narcisismo espiritual. Meditar no es nada complicado, pero le cuesta mucho a nuestro yo. Meditar es acallar, silenciar la mente, dejar de identificarse con ella. Porque no somos lo que podemos observar, sino la Conciencia que observa. Si somos capaces decir: “tengo mente”, es que no somos la mente. Si puedo observar mi “yo”, eso significa que no soy mi yo. ¿Qué soy?  Yo soy “Eso” que observa.

 

         Tratemos ahora mismo de parar la mente… ¿qué queda cuando paramos la mente? Nada. “Nada” era la palabra favorita de San Juan de la Cruz: …y en la cima del monte, Nada. Nada es lo mismo que Quietud. Cuando tú paras tu mente, queda Quietud: Conciencia intensa de Presencia. Nada, Silencio, Presencia, Plenitud… Esa es tu Identidad última, la “Identidad compartida”, en la que todos y todo nos encontramos.

         Parar la mente. Silenciar la mente es lo mismo que atender a lo que ocurre aquí y ahora. Cuando atendemos al momento presente, la mente queda silenciada. Por eso, meditar se puede decir con cualquiera de estas tres fórmulas: acallar la mente, atender a lo que acontece o venir al momento presente. No hay más fórmulas en el aprendizaje del camino espiritual; todo lo demás se nos da por añadidura, como decía Jesús.

El despertar espiritual es aprender a separar la conciencia de los pensamientos. Y caer en la cuenta de que no somos nuestros pensamientos. La espiritualidad se caracteriza por la desapropiación del yo, la distancia de la mente, y la experiencia de la plenitud. Eso es lo más característico de la espiritualidad: caer en la cuenta de que tenemos mente pero somos infinitamente más que la mente.

Nuestro problema es que hemos confundido el vehículo con el conductor, el papel con el actor que lo representa, y esa confusión genera mucho sufrimiento. El papel es nuestro yo, a mi me he tocado ser Enrique, varón, de Teruel, con toda mi historia…, pero eso no soy yo; eso son circunstancias relativas (que dan, como resultado, una identidad también “relativa”, válida a su nivel); pero lo que realmente yo soy es esa otra Identidad que descubro en el silencio de la mente.

El vehículo es la mente pero el conductor es otra cosa. Y el conductor ha de percibirse distinto que el vehículo. Imaginaos que os identificáis con el vehículo: quedáis expuestos a su ceguera. Eso es exactamente lo que ocurre cuando nos identificamos con la mente: quedamos convertidos en marionetas, sujetos a los vaivenes de sus movi9mientos erráticos, que se han adueñado de nuestra vida.

No somos libres si no somos dueños de lo que pensamos, y eso requiere educar la atención. Si mi mente funciona de forma errática, ¿cómo voy a ser libre? Estaré a merced de sus vaivenes; meditar es educar la atención para ser dueños de la propia mente. ¿Como lo hacemos? Aprendiendo a observar la propia mente, aprendiendo a observar los pensamientos. Cuando observas la mente, has creado una distancia de ella y ya estás en la quietud. Y al mismo tiempo estás en el presente.

El presente siempre está bien, siempre es completo, siempre es integrador; al presente no le falta absolutamente nada. Cuando digo presente, no hablo del concepto de presente: el presente pensado es un lapso entre el pasado que nuestra mente piensa que se fue y el futuro que no ha llegado. Pero eso no es el presente, sino una idea del presente. El presente es el no-tiempo, la atemporalidad. Y a ese presente no le falta nada.

 

         ¡Para la mente!, verás que sólo queda Quietud. Si paramos la mente trascendemos nuestros pensamientos y descubrimos que somos más que ellos y ello nos permite llegar a nuestra identidad. Mientras estamos identificados con la mente no podemos entendernos sin adjetivos: yo soy esto, aquello, lo otro… Quita los adjetivos; eres lo que queda. La religión trabaja mucho con la ola, la espiritualidad nos hace conectar con el agua que somos. Es buena la religión, pero no lo es todo. Esta es la experiencia espiritual,  pasar de la afirmación de “yo soy esto” a “Yo soy”.