VOLVER A CASA

Domingo IV de Cuaresma

31 marzo 2019

Lc  15, 1-3.11-32

En aquel tiempo, se acercaban a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los letrados murmuraban entre ellos: “Este acoge a los pecadores y come con ellos”. Jesús les dijo esta parábola: “Un hombre tenía dos hijos: el menor de ellos dijo a su padre: «Padre, dame la parte que me toca de la fortuna». El padre les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible y empezó a pasar necesidad. Fue entonces y tanto le insistió a un habitante de aquel país, que lo mandó a su campo a cuidar cerdos. Le entraban ganas de llenarse el estómago de las algarrobas que comían los cerdos; y nadie le daba de comer. Recapacitando entonces se dijo: «Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me pondré en camino a donde está mi padre y le diré: ʽPadre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornalerosʼ». Se puso en camino a donde estaba su padre: cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió, y echando a correr, se le echó al cuello, y se puso a besarlo. Su hijo le dijo: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo». Pero el padre dijo a sus criados: «Sacad enseguida el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado». Y empezaron el banquete. Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercó a la casa, oyó la música y el baile, y llamando a uno de los mozos, le preguntó qué pasaba. Este le comentó: «Ha vuelto tu hermano y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud». Él se indignó y se negaba a entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo. Él le replicó a su padre: «Mira, en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; y cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha gastado tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado». El padre le dijo: «Hijo, tú estás siempre conmigo y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque ese hermano tuyo estaba muerto y ha revivido, estaba perdido y lo hemos encontrado»”.

 VOLVER A CASA

           De una forma u otra, las tradiciones espirituales utilizan dos metáforas para aludir a nuestra verdadera identidad: la del “tesoro escondido” y la de la “casa”. Ambas aparecen también en los evangelios, en forma de parábolas.

          La paradoja que encierran ambas metáforas puede expresarse de este modo: el tesoro está dentro de nosotros, pero lo buscamos afanosamente fuera; siempre estamos en casa, pero lo ignoramos.

          ¿Cómo se explica tan desconcertante paradoja? De un modo simple: por nuestra identificación con el yo. En el instante mismo en que asumimos esa creencia mental –soy el yo que mi mente piensa–, nos percibimos como carencia, que ha de ser “completada” por algo que se halla fuera, lejos y, probablemente –creemos– en el futuro.

        En ese mismo movimiento por que el desconectamos de lo que somos, “olvidamos” el tesoro y nos “alejamos” de la casa. Ya hemos caído en la ignorancia original, de donde nace toda confusión y todo sufrimiento.

          A partir de ese equívoco radical, si no hemos caído en un cinismo resignado, plantearemos nuestra existencia como una carrera por alcanzar “aquello” –no sabemos bien qué ha de ser– que supuestamente habría de aportarnos la plenitud que de fondo no podemos dejar de anhelar.

          Ese engaño nos lleva a “alejarnos” de casa y a proyectar nuestro anhelo en objetivos medibles o creencias más o menos ilusorias. Pensamos así que lo que habrá de “completarnos” serán bienes, títulos, profesión, alguna relación especial o la creencia en Dios… Y ahí seguiremos…, hasta que, como en el caso del hijo pequeño de la parábola, la Vida nos lleve a alguna situación tan insoportable –cuidar cerdos era la tarea más inmunda que podía imaginar un fiel judío– que nos haga caer en la cuenta de nuestro extravío.

          Tal vez entonces, desde la docilidad a la Vida y la flexibilidad ante lo real, encontremos el camino de conduce a casa, para descubrir, con sorpresa, que, por más que estuviéramos completamente confundidos, en realidad nunca habíamos estado fuera de ella. Esa casa, como aquel tesoro, es nuestra verdadera identidad.

¿Dónde y cómo busco la “casa”? ¿Dónde y cómo busco el “tesoro”?