MIENTRAS CAMINO. 1. La última travesía

Queridos amigos, queridas amigas:

 

Os envío hoy la primera parte —“La última travesía”— de un texto que me ha impactado, por la capacidad de verdad de la mujer que lo firma. Tal como sugiere el título global —“Mientras camino”—, todo el escrito no quiere ser sino el compartir de lo que esta mujer se ha visto llevada a vivir. Más adelante, os haré llegar la segunda parte —“Dejarte marchar”— en la que ahonda aún más, si cabe, en la vivencia que la ha conducido a desenmascarar lo que ha sido –para ella- el “engaño religioso”.

 

Me admira y emociona la pasión por la verdad y la fuerza con que esta trata de abrirse camino, en cuanto le brindamos la más mínima posibilidad, por rígidas que hayan sido las armaduras anteriores y aun en medio de circunstancias tan duras como la aparición de un cáncer.

 

La autora nos comparte una vivencia. Por eso quiero invitaros a hacer una lectura desde la acogida más limpia, el no-juicio y la gratitud ante alguien que se “desnuda” de esa manera. No la leáis desde ninguna “creencia”; no la juzguéis desde ninguna “idea”. Creencias e ideas son solo “objetos mentales” que, con frecuencia, como dice la autora, esconden más que desvelan; porque son “interesadas”: ofrecen (pseudo)seguridad a cambio de sumisión.

 

Tampoco os pido que compartáis lo que expresa: cada persona tiene su propia historia y todas las vivencias, aparte de tener un porqué, son “sagradas”, merecedoras, por tanto, de un respeto exquisito. Simplemente, si lo deseáis, acoged el testimonio, permitid que resuene en vuestro interior…, y quedaos escuchando el “eco” despertado en vosotros. Las vivencias no nos piden nunca que estemos de acuerdo con ellas, sino simplemente que las acojamos.

 

En todo ello, me parece importante ser conscientes, también, del peso que tiene lo que psicólogos y neurocientíficos llaman “disonancia cognitiva” (el término y las primeras investigaciones sobre esta cuestión se deben al psicólogo Leon Festinger). Se trata de un fenómeno que se produce cuando llega a nuestro cerebro alguna idea nueva que choca con creencias previamente arraigadas. Cuando eso ocurre, el organismo genera un mecanismo de defensa, en forma de ansiedad y malestar generalizado, cuyo objeto es descartar lo nuevo y neutralizarlo, para de ese modo salvaguardar las creencias anteriores.

Dado que cada persona tenemos un tempo o “ritmo” único –hijo de nuestros genes, nuestra infancia, nuestra historia psicobiográfica…-, es preciso ejercitar la comprensión, el respeto, la tolerancia…; en una palabra, la compasión hacia sí mismo y hacia todos los demás. Compasión, que es la otra cara de la sabiduría y, por tanto, de la Verdad. 

En la verdad que somos, más allá (más acá) de cualquier creencia, recibid un abrazo sostenido,

Enrique.

MIENTRAS CAMINO

 

 1. LA ÚLTIMA TRAVESÍA

 

 

         Una nueva travesía del desierto: ya ha habido otras y tal vez esta sea la última.

 

         La primera se inició cuando el Dios de mis padres se me quedó tan pequeño que tuve que apartarlo de mí porque me ahogaba, y a partir de ahí vagué sola, sin rumbo, en el vacío. Ese “estar sin Dios” fue una etapa desasosegante, inquieta, pero yo era demasiado joven, demasiado inconsciente y no sabía que esa ausencia era en realidad la verdadera presencia. Solo sentía que estaba sola por dentro y esa sensación no me gustaba, por eso quise solucionarlo cuanto antes y me puse a buscar desesperadamente hasta que apareció en mi vida un Libro, un volumen maravilloso que hablaba  de ese mismo Dios de mis padres pero de una forma más elaborada y lo mostraba más grande, más inabarcable, incluso más incomprensible; un Libro que describía a los Dioses, al Universo y a la Eternidad; que hablaba de lo divino y de lo humano y sus teorías eran tan fascinantes, estaban tan llenas de magia, que estuve más de treinta años embarcada en su estudio y deslumbrada por la luz que sus páginas emitían. Todo era hermoso, legendario y al mismo tiempo racional y lógico. Me vino como anillo al dedo y me agarré a él como un caminante perdido que al fin encuentra el mapa que le conducirá a la tranquilidad.

 

         Pero el Dios de mis padres y el Dios del Libro eran el mismo, solo que uno más simple y el otro más complejo; uno producto de la tradición judeo-cristiana y el otro revelado de manera misteriosa, extraterrestre. Ambos Dioses servían a un mismo propósito: a los dos los utilizaba para sentirme amada, protegida, justificada.

 

         Siempre he sido una niña solitaria y triste y siempre he buscado en esos Dioses el amor, la ternura y la protección que el mundo me negó. Mi miedo, mi soledad, mi cobardía, mi vulnerabilidad conjuraron a esos Dioses y ellos aparecieron en mi vida y fueron evolucionando conforme yo maduraba.

 

         El Dios de mis padres me acompañó durante la adolescencia y la juventud, y a partir de los treinta años se transformó en el Dios del Libro y junto a él he permanecido hasta los sesenta.

 

         Toda una vida creyendo en un arquetipo implantado en mí al mismo tiempo que la leche materna, toda una vida amando a ese “Padre” que siempre me faltó, buscando en él esas caricias que nunca se me brindaron.

 

         Y así no crecí, no maduré, mi espíritu siguió siendo pequeño, infantil, desvalido, tan necesitado de protección y reconocimiento que solo fui capaz de creer en Dioses con rostros y aroma de “Padres”.

 

         Esos Dioses han sido y todavía son un producto de mi mente, una respuesta a mis necesidades. Son y han sido un consuelo, unas muletas que necesité para poder seguir avanzando sin derrumbarme, sin quedarme en la cuneta de este camino que es la Vida por el que siempre he andado con miedo, con temor, con inseguridad.

 

         Mi mente elaboró un complicado edificio, un Templo mágico, y en su interior yo coloqué a estos Dioses que imaginé y a los que otorgué las mejores cualidades posibles. Mis Dioses eran perfectos, bondadosos, dignos de ser amados y venerados. Ellos eran sabios, poderosos, omnipotentes y si a pesar de todo no conseguía ser feliz, la culpa no la tenían ellos sino yo, que no era lo suficientemente perfecta; yo, que tenía demasiados límites y no podía comprender su inteligencia infinita; yo, que pedía cosas que ellos no podían darme, no porque no fueran generosos, sino porque yo nunca estaba preparada; yo, pobre criatura que pretendía entender el designio de los Dioses.

 

         Mi cuerpo ha crecido y ha envejecido, pero mi mente no permitía que mi espíritu madurara. Mi mente había tomado el mando y me había encerrado en ese Templo con mis Dioses y allí, en ese lugar inventado, dentro de ese sueño de Inmortales, he permanecido durante estos sesenta años de mi vida, una vida a la que ya no le queda mucho recorrido, una vida que está llegando al final y que aún desconoce casi todo sobre sí misma y sobre sus Dioses.

 

         Sesenta años buscando un sentido, persiguiendo una lógica razonable; sesenta años justificando dolores, pesares; sesenta años queriendo comprender el porqué de desamores, de frustraciones; sesenta años haciéndome responsable a mí y a mis Dioses de tanta soledad externa e interna. Sesenta años escondiéndome de mí misma, sintiéndome una pobre niña perdida, una víctima de esos Dioses que yo creé y que nunca dieron respuestas a mis preguntas, que jamás hicieron realidad mis sueños, que siempre se ocultaron a los ojos de mi corazón.

 

         Yo les di forma, los coloqué en las alturas y luego me desesperé cuando no fui capaz de alcanzarlos. Y en ese laberinto de deseos he estado perdida y vagando durante todo este tiempo sin darme cuenta de que no existen los Dioses, de que solo he dado forma a mis anhelos, unos anhelos que ni siquiera eran míos sino producto de mi tiempo, de mi civilización, de mi tribu, de mi familia.

 

         Inmensa cárcel de sueños dentro de sueños de la que nunca he podido escapar porque siempre he temido a la libertad, porque he preferido estar encerrada con mis Dioses a ser libre sin ellos. Era más fácil postrarme a sus pies, llorar, desesperarme, pero confiar en que tal vez algún día sería digna de su consuelo, que darles la espalda y caminar hasta abandonar el Templo en que me había encerrado para no enfrentarme a lo que en verdad soy, un vacío, pura nada, una incógnita, un misterio para mí misma.

 

         ¿Y qué es lo que a los sesenta años me ha arrojado del Templo? Un cáncer, algo sorprendente, algo que a mí no debía haberme pasado porque yo lo tenía todo bajo control, algo que mis amorosos Dioses no podían enviarme porque yo cumplía todas sus órdenes, todos sus preceptos, porque yo me sentía cuidada y protegida por ellos y, aunque no fuera feliz, al menos ellos me mantenían sana, segura. Ellos me concedían un espacio de confort y comodidad a cambio de que yo los venerara y siguiera creyendo en ellos.

 

         Porque eso han sido estos sesenta años: un toma y daca, un extraño contrato entre mis Dioses y yo donde las cláusulas se iban modificando conforme cambiaban los avatares de mi vida y así todo estaba bien, todo encajaba.

 

         Mi mente, la gran manipuladora, se ha encargado de todo durante estos sesenta años. Ella ha fabricado el Templo, ha imaginado a los Dioses, me ha proporcionado los falsos consuelos que he ido reclamando, me ha mantenido encerrada en un mundo irreal, en un universo de mentiras disfrazadas de certezas. Y cada vez que me he mirado al espejo, no me he visto a mí misma sino al personaje que ella ha creado, a la patética marioneta que ha fabricado y que yo he aceptado y he confundido con mi verdadero rostro, con mi auténtico SER.

 

         Y después de sesenta años me doy cuenta de que esa mujer que he sido es un engaño, de que esos Dioses en los que he creído eran falsos, de que la vida que he vivido nunca me ha pertenecido, ni me correspondía. Todo ha sido un inmenso artificio, una descomunal mentira que se ha derrumbado, que se ha venido abajo mientras yo yacía inconsciente sobre la  fría mesa de un quirófano.

 

         Y ahora estoy aquí, con el cuerpo envejecido y mutilado, sin Templo en el que guarecerme ni Dioses en los que creer, aquí en este nuevo desierto ardiente que tal vez sea el último que me toque atravesar.

 

         Se acabaron los sueños, las ilusiones, los artificios; no más historias que contarme a mí misma, no más cuentos, no más esperanzas para un futuro que no existe, no más rememorar un pasado que traigo al presente para seguir pensando que mi vida tuvo un sentido, que no estuve delirando dentro de una crónica inventada.

 

         Estoy cruzando este páramo desolado y en el camino dejo todos los artificios de los que me he rodeado, dejo los trozos de esta vieja armadura oxidada con la que creía protegerme y que en realidad solo servía para aprisionarme. Dejo a la niña triste y perdida, a la joven asustada, a la mujer frustrada. Dejo mi caparazón de fantasías e ilusiones y solo me atrevo a  conservar las palabras con las que relatar esta última odisea, unas palabras con las que forjé historias que casi nadie leyó pero que me salvaron durante mucho tiempo de la alienación total. Y así, desnuda, sin más equipaje que mis lágrimas, que no dejan de fluir, me acerco a la playa en la que este desierto termina y recuerdo la frase de aquel sabio cuyo nombre he olvidado: “Para descubrir nuevas tierras hay que mantenerse alejado de la costa durante mucho tiempo”.

 

         Miro atrás y ya no queda nada, solo el océano infinito ante mí. En la arena unas tablas viejas que la marea ha traído. Con ellas construyo una balsa endeble, frágil, una barca hecha de desechos, al igual que yo. Y con la sal de mis lágrimas y mis últimas palabras, que son lo único que me queda, tejo unas velas que se despliegan al viento y así me introduzco en este mar sin fin que no sé a donde me conduce ni me importa. Solo deseo navegar, dejar que las corrientes me lleven adonde ellas quieran, abandonarme a los vientos sin más deseo que sentir cómo el agua salpica mi cuerpo y el sol calienta mi piel gastada. Miro cómo la costa se va alejando poco a poco y me pregunto si alguna vez regresaré a la seguridad que la tierra firme proporciona o si seguiré por siempre en este océano de incertidumbre.

 

         Soy un náufrago de mí misma, una superviviente de mil batallas que ya no luchará más. No soy mi mente, no soy mi cuerpo, ya no hay pasado ni futuro, solo este mar que me lleva, este misterio que me envuelve, este bendito silencio en el que poco a poco me diluyo, esta soledad salada y líquida donde descasar al fin.

 

Sara.