IMPERMANENCIA Y PLENITUD

Domingo I de Cuaresma

21 febrero 2021

Mc 1, 12-15

En aquel tiempo, el Espíritu empujó a Jesús al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás; vivía entre alimañas, y los ángeles le servían. Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios. Decía: “Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios; convertíos y creed en el Evangelio”.

IMPERMANENCIA Y PLENITUD

   En este breve relato, cargado de simbolismo, resaltan los contrastes: Espíritu-Satanás, alimañas-ángeles, huida-buena noticia. La polaridad es una característica del mundo fenoménico o de las formas y, por tanto, de nuestra propia realidad cotidiana.

  La polaridad, a su vez, va de la mano de la impermanencia: los dos polos de la realidad manifiesta se hallan en cambio constante. Y donde hay impermanencia son inevitables los altibajos y el dolor. Porque el cambio significa que, para que algo nazca, algo tiene que morir. El constante nacimiento/muerte parece ser la ley que rige nuestro mundo.

   De acuerdo con esa ley inexorable, la sabiduría consiste en aprender a vivir, de manera consciente y lúcida, esa dinámica, reconociendo que en nuestra existencia todo es una permanente impermanencia: nosotros mismos estamos naciendo/muriendo de manera constante.

   Con lo cual, la cuestión que marca la diferencia es el modo como asumimos y vivimos tal proceso. Sin embargo, con frecuencia, nos situamos como si la vida “debiera” acomodarse a nuestras expectativas, tuviera que ser “justa” con nosotros o responder a nuestras demandas. Y cuando eso no ocurre, quedamos atrapados en la frustración, el enfado o el resentimiento.

   Sin embargo, la vida no es lo que se supone que debe ser. Es lo que es.

 La comprensión es lo que hace la diferencia. La comprensión nos regala un doble fruto: por un lado, nos hace alinearnos con la vida –no con la “idea” que nos habíamos hecho de ella–; por otro, nos libera de nuestra reducción a la impermanencia.

  La ignorancia consiste en identificarse con el mundo de las formas o de los objetos y, por tanto, en reducirse a lo impermanente. La comprensión nos muestra que, más allá de la forma (persona) en la que nos estamos experimentando, somos “Aquello” que está más allá de las formas, Aquello –dijera José Saramago– “que no tiene nombre”, pero que saboreamos en cuanto salimos de la hipnosis generada por el hecho de habernos identificado con la mente.

  De la comprensión brotan dos actitudes fundamentales: confianza –somos plenitud– y aceptación: dejamos de estar en lucha con la vida y vivimos diciendo sí a lo que es. Y es entonces cuando, de manera admirable, se nos hace patente que el resultado no es la resignación ni la indiferencia, sino la acción adecuada y creativa que, brotando de la misma vida, fluye a través de nosotros. Esta es la “Buena Noticia” y la realización del “Reino de Dios”.

¿Cómo vivo las frustraciones?

Semana 14 de febrero: LA FUNCIÓN PSICO-SOCIAL DE LAS CREENCIAS

EUTANASIA, CREENCIAS Y VERDAD

5. LA FUNCIÓN PSICO-SOCIAL DE LAS CREENCIAS

      Es probable que todos nos hayamos “cargado de razón” en más de una ocasión. No es raro, porque así es como suele funcionar la mente, que tiende a identificar su propia creencia con la verdad.

     Los neurocientíficos nos recuerdan que al cerebro no le interesa la verdad, sino la “coherencia”, es decir, articular un relato –nada importa que sea real o imaginario– que le resulte “coherente” con su propia lectura de la realidad. Y, con frecuencia, a la mente tampoco le interesa la verdad, sino “tener razón”.

      Esa tendencia mental impera en el estado de consciencia mítico. Para quien se halla en este estado de consciencia, solo existe una verdad, que coincide con su propia creencia. Cualquier discrepancia de esta se considera “error”. En estas condiciones, todo diálogo resulta manifiestamente inviable. Es lo que ocurre en posicionamientos políticos, religiosos o ideológicos caracterizados por ese nivel de consciencia. Quien discrepa es considerado “enemigo de la verdad” y marioneta en manos de quién sabe qué “ideología”.

      Cuando se ha identificado la propia creencia con la verdad, no es extraño que cualquier postura discrepante sea etiquetada de “ideológica”, en el peor sentido de la palabra. A este respecto, me viene a la memoria un suceso reciente, que merece ser contextualizado. Hace aproximadamente un año, el cardenal Robert Sarah, uno de los mayores críticos del Papa Francisco, publicó un libro –del que quiso que figurara también como autor el Papa anterior, Benedicto XVI– titulado “Desde lo más hondo de nuestros corazones”, que suponía un ataque frontal a determinadas actitudes y comportamientos del actual pontífice. Pues bien, en ese libro se llega a hacer esta afirmación: “Si la ideología divide, la verdad une los corazones”.  Ni qué decir tiene que “la verdad” era lo expresado en el propio libro, que pretendía desnudar la “ideología” (falsedad) de determinados pronunciamientos papales. Lógicamente, la verdad siempre es la propia creencia –las ajenas son pura “ideología”–, y quien discrepa, está rompiendo la unidad.

      En una similar línea de pensamiento -tal como vimos en la 2ª entrega de estas reflexiones-, algunos obispos nos tienen acostumbrados a tildar de “ideológicas” todas las posturas que discrepan de su creencia. Hasta el extremo de llegar a afirmar que, al margen de sus creencias, solo habrá caos. Sin cuestionarse, en ningún momento, que su propio planteamiento sea “ideología”, es decir, reflexiones o elucubraciones en torno a una creencia sin otra base real que la adhesión a la misma.    

       Decía que la mente tiende a identificar la propia creencia con la verdad. ¿Por qué? ¿Qué “función psicológica” o incluso “social” cumple la creencia en la vida de los humanos, para que la absoluticemos de ese modo y nos resulte tan difícil soltarla, aun sabiendo que es solo un pensamiento, es decir, un mero constructo mental?

      A mi modo de ver, las creencias son importantes para las personas porque cumplen cuatro funciones (psicológicas y sociales):

  • otorgan seguridad, al proporcionar un sentido: el ser humano necesita –y tiene la capacidad de– crear configuraciones simbólicas con las que intenta dotar de sentido su existencia;
  • alivian los miedos inevitables en una condición insoslayable de impermanencia y en situación ineludible de incertidumbre;
  • fortalecen el sentimiento de pertenencia a un grupo determinado que comparte las mismas creencias, por lo que, gracias a ellas, podemos considerarnos “miembros de la tribu”;
  • potencian la cohesión social entre los miembros que las comparten.

    Funciones tan importantes para sostener el yo hacen que, como han puesto de relieve recientes investigaciones neurocientíficas, el cerebro busque e interprete los datos de una manera tal que vengan a fortalecer nuestras opiniones preestablecidas, impidiendo, al mismo tiempo, ver la fuerza de los argumentos que nos contradicen.

      En la medida en que va creciendo la comprensión –al mismo tiempo que se va superando la consciencia mítica–, empezamos a reconocer que la mente no puede atrapar la verdad. Y que lo que vemos no es nunca la realidad como tal (“La realidad, tal como la conocemos –escribe el neurocientífico David Bueno– es solo un producto de nuestra mente”), sino una “realidad” previamente modulada por la misma mente. Es decir, lo que vemos es solo una perspectiva y lo que elaboramos no puede ser más que un “mapa” mental, nunca la verdad misma.

     Tal reconocimiento nos hace humildes y respetuosos, al tiempo que amplía el horizonte, dando lugar a un nuevo nivel de consciencia, global y pluralista, que no pretende estar en posesión de la verdad ni descalifica a quien manifiesta opiniones diferentes.

       Vivido de este modo y sorteada, por el otro extremo, la trampa del relativismo vulgar y del nihilismo a él asociado, el abandono de toda creencia deja un corazón vaciado de sí mismo. Y un corazón vaciado de sí mismo es abierto y capaz de acogerlo todo, un corazón alineado con la verdad que transciende la mente.

COMPASIÓN

Domingo VI del Tiempo Ordinario

14 febrero 2021

Mc 1, 40-45

En aquel tiempo se acercó a Jesús un leproso, suplicándole: “Si quieres, puedes limpiarme”. Sintiendo compasión, extendió la mano y lo tocó diciendo: “Quiero, queda limpio”. La lepra se le quitó inmediatamente y quedó limpio. Él lo despidió, encargándole severamente: “No se lo digas a nadie; pero para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés”. Pero cuando se fue, empezó a divulgar el hecho con grandes ponderaciones, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en descampado; y aun así acudían a él de todas partes.

COMPASIÓN

No nos resulta fácil imaginar la carga de sufrimiento y de marginación que conllevaba la enfermedad de la lepra en la Palestina del siglo I. Aun sin ser excesivamente grave en algunas ocasiones –se consideraban como “lepra” diferentes tipos de afecciones de la piel–, la persona que la padecía había de cargar, no solo con el peso de la enfermedad, la vulnerabilidad y el miedo que se derivaban de ella, sino con el estigma de ser considerada “pecadora” y con la losa del rechazo, que se concretaba en una severa norma de marginación social. Todo ello hacía que el leproso fuera visto como un apestado en todas las dimensiones (física, social y religiosa).

   Se comprende bien que quien padecía la lepra ansiara, por encima de todo, “quedar limpio”. Y esa es la petición con que el leproso del relato se acerca a Jesús.

  El primer sentimiento de este, al verlo, es de compasión. Movido por él, viola la ley que prohibía acercarse y, mucho más, tocar al leproso. Y muestra así –en una lectura simbólica del relato– que es la compasión y no la norma la que sana a las personas.

    La compasión constituye un rasgo nuclear de Jesús y uno de los ejes del evangelio. En realidad, todas las grandes tradiciones espirituales la han reconocido como el test que verifica la autenticidad del camino espiritual.

   No se trata de un mero sentimiento superficial, equiparable a la lástima que se produce en nuestra sensibilidad ante el dolor. Es algo infinitamente más profundo: una conmoción interior que nos hace vibrar con la persona que sufre (com-pasión significa literalmente sufrir-con, tanto en latín: cum-passio, como en griego: sym-pátheia, término elocuente que evoca actitudes de simpatía y de empatía), ponernos en su piel, sentir-con ella, y nos moviliza a una acción eficaz de ayuda.

    Para tratar de entender la empatía y la compasión, los neurocientíficos aluden a las neuronas-espejo o neuronas especulares, presentes también en el cerebro de diversas especies de animales. Sin embargo, la raíz última de la compasión se halla en la comprensión. Al comprender que el otro es no-otro de mí, se activa el movimiento que me lleva a tratarlo como desearía yo mismo ser tratado.

   Es precisamente esta raíz la que hace de la compasión una actitud profunda y sabia, porque nos sitúa en nuestra verdad última, en la consciencia de unidad. No es extraño, por tanto, que la práctica de la compasión sea un camino eficaz para superar o transcender la consciencia de separatividad.

   La compasión –como vemos en el relato que comento– libera a la persona de lo que creía “suciedad”, la rescata de la marginación y del aislamiento y favorece su puesta en pie y su integración.

   Ahora bien, dada nuestra constitución, para que fluya fácilmente, la compasión requiere la práctica de la auto-compasión. Es prácticamente imposible vivir la compasión mientras se está instalado en el auto-reproche, la culpa o, simplemente, la indiferencia o lejanía afectiva hacia sí mismo. Se hace necesario cultivar la acogida amorosa de sí, desde la humildad, para que la acogida se expanda y abrace a todos los seres.

  La comprensión de lo que somos nos conduce a escuchar la acción que nace en nuestro interior, una acción marcada por el deseo de bien para todos y por la gratuidad; una acción que nos ancla en nuestro centro, porque es de él de donde nace. Porque, paradójicamente, cuando más estamos en nuestro centro más desegocentrados vivimos.

¿Cómo es en mí la compasión?

Semana 7 de febrero: LAS CREENCIAS SON MAPAS MENTALES

EUTANASIA, CREENCIAS Y VERDAD

4. LAS CREENCIAS SON MAPAS MENTALES

Me parece que la frontal oposición religiosa a la eutanasia nace de la creencia según la cual la vida pertenece a Dios de manera exclusiva y solo él puede decidir cuando acaba.

          Desde mi particular perspectiva, tal creencia adolece de una imagen de la divinidad que nació hace unos milenios en un nivel de consciencia determinado, pero que, a los ojos de muchos de nuestros contemporáneos, resulta no solo antropomórfica, sino incluso infantil. Por ella se atribuye a Dios el modo como los humanos entendemos, tanto la propiedad y el “dominio”, como la voluntad, olvidando que ese dios antropomorfo no es sino una construcción y proyección de la propia mente.

          Con todo, mientras aquella imagen se asume, la conclusión solo puede ser una: si Dios es el dueño de toda existencia y el único administrador de nuestro destino, decidir poner fin a la misma es siempre y sin excepción un pecado gravísimo contra el “único dueño”, en cuanto rebeldía de la criatura contra el creador.

          Desde aquella creencia, se tildará de “asesinos” a quienes de una u otra forma promuevan la eutanasia. Sin más argumentación y sin posibilidad de poner mínimamente en duda la propia postura.

       ¿Dónde radica el hecho que hace imposible diálogo? Me parece que la respuesta es simple: la absolutización de la creencia, pretendiendo que sea aceptada de manera axiomática e incuestionable. ¿Cómo podría ser posible el diálogo con quien se considera en posesión de la verdad, de una “verdad” que presume, además, de haber sido revelada por Dios mismo?

        Desde una comprensión más amplia, parece que, en ese discurso, se produce un salto inadecuado en el momento preciso en que se identifica lo que es una creencia con la verdad misma.

          Se olvida entonces que toda creencia es solo un constructo mental, una idea determinada a la que se ha dado adhesión. Una creencia no es un hecho, como tampoco es una verdad caída del cielo. Es, sencillamente, una lectura determinada que un conjunto de personas han asumido como verdadera.

          Ahora bien, una vez asumida, una creencia parece otorgar una potente sensación de seguridad –como veremos más adelante–, por lo que no resultará fácil cuestionarla. De hecho, cuestionar nuestras creencias más arraigadas requiere mucho coraje… y mucha humildad, porque implica aceptar que hemos podido estar equivocados toda la vida.

      Eso explica que, en lugar de cuestionarlas o de relativizarlas, se adopten posicionamientos que nacen, no tanto de la búsqueda honesta de la verdad, cuanto de la necesidad de sostener la propia creencia.

          La búsqueda de la verdad resulta en la práctica imposible cuando alguien se cree ya en posesión de la misma. En tal caso, no puede buscarse sino, como mucho, desear “comunicarla” a los demás, a quienes no la conocen o comparten. No es extraño que las diferentes confesiones religiosas hayan acentuado su llamada “dimensión misionera” e incluso el proselitismo, nacido de la convicción de que debían aportar “la verdad” al mundo.

        Frente a la absolutización de la creencia y a la pretensión de poseer la verdad, parece evidente que la búsqueda honesta de la verdad implica renunciar –poner entre paréntesis– a toda creencia previa.

        No se discute la legitimidad de que cada persona mantenga las creencias que desee; lo que se cuestiona es que cualquier creencia pretenda absolutizarse y presentarse como si fuera la verdad misma, en un salto que parece a todas luces inadecuado.

       Porque la verdad no es un concepto o un conjunto de conceptos donde estuviera expresada y delimitada. Los conceptos –las ideas, los dogmas, las creencias– no son nada más que interpretaciones mentales recibidas de –o escuchadas a– otros. Pensar es barajar esas opiniones de mil maneras diferentes. Pero a la verdad no llegaremos nunca pensando, sino acallando el pensamiento, tal como expresara con acierto Jiddu Krishnamurti: “Solo una mente en silencio puede ver la verdad, no una mente que se esfuerza por verla”.

SOMOS SILENCIO CONSCIENTE

Domingo V del Tiempo Ordinario

7 febrero 2021

Mc 1, 29-39

En aquel tiempo, al salir Jesús de la sinagoga, fue con Santiago y Juan a casa de Simón y Andrés. La suegra de Simón estaba en cama con fiebre y se lo dijeron. Jesús se acercó, la tomó de la mano y la levantó. Se le pasó la fiebre y se puso a servirles. Al anochecer, cuando se puso el sol, le llevaron todos los enfermos y poseídos. La población entera se agolpaba a la puerta. Curó a muchos enfermos de diversos males y expulsó muchos demonios; y como los demonios lo conocían no les permitía hablar. Se levantó de madrugada, se marchó al descampado y allí se puso a orar. Simón y sus compañeros fueron y, al encontrarlo, le dijeron: “Todo el mundo te busca”. Él les respondió: “Vámonos a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar también allí; que para eso he venido”. Así recorrió toda Galilea, predicando en las sinagogas y expulsando demonios.

SOMOS SILENCIO CONSCIENTE

          En medio de una actividad incesante –“era tanta la gente que iba y venía que no encontraban tiempo ni para comer” (Mc 6,31)–, Jesús amaba y buscaba espacios de silencio, aunque tuviera que levantarse “de madrugada”.

          El silencio no es huida ni evasión, sino la otra cara de la acción adecuada y eficaz. De entrada, puede verse como “entrenamiento” para afrontar con lucidez y serenidad la vida cotidiana. Y esto es así porque, al situarnos en nuestro “centro”, nos apacigua y nos fortalece, nos ajusta y nos dinamiza. Pero hay más.

          El silencio de la mente –que es también silencio del ego– nos permite saborear lo que somos en profundidad –Jesús diría: entrar en contacto con el “Padre”– y vivirnos como presencia consciente. Porque el silencio no es una práctica, una actividad o un medio para lograr otra meta. Bien entendido, el silencio es un estado de ser, que transciende el estado mental y nuestra identificación con el yo.

          Decía Pascal que “toda la desdicha de los hombres se debe a una sola cosa: no saber permanecer en reposo en una habitación”. Si entendemos bien el significado del silencio, tenía toda la razón. Toda nuestra desdicha es hija de la brecha espiritual –alienación– que vivimos con nosotros mismos, del alejamiento –consciente o no– de nuestra verdad profunda. Mientras permanecemos en la superficie, en el mundo de nuestras construcciones mentales, por más que nos creamos autónomos e incluso autosuficientes, no pasamos de ser marionetas movidas por los hilos de los movimientos mentales y emocionales que se producen en nuestro interior.

          El silencio es la puerta que nos conduce a casa porque, al observar la mente –al situarnos en el testigo ecuánime que observa a distancia todo lo que se mueve en nosotros–, nos libera de su hechizo. Dejamos de ser manejados por la mente pensante y podemos empezar a utilizarla como herramienta a nuestro servicio. Ha cesado nuestra identificación con ella porque el silencio nos ha mostrado nuestra verdadera identidad.

          Tal vez empezamos en su momento viendo el silencio como una práctica o un tiempo que nos permitía descansar y encontrarnos a nosotros mismos en un nivel más profundo. Ahí pudimos fuimos testigos de cómo esa práctica nos apaciguaba y serenaba interiormente. La propia práctica nos permitió experimentar que el silencio era mucho más: un estado de ser, que modificaba radicalmente nuestra perspectiva. Finalmente, hemos venido a experimentar que, en nuestra identidad más profunda, somos silencio consciente.

          Podemos saborearlo descansadamente en tiempos específicos en que tomamos distancia de nuestra actividad, pero lo somos de manera permanente. En él nos reconocemos en todo momento y toda nuestra acción nace de él. En nosotros hay pensamientos, sentimientos, acciones…, pero nada de eso nos define. Todo ello ocurre, aparece y desaparece, en el campo abierto y pleno del silencio que somos. No vivimos ya en la mente, sino en el no-pensamiento, en una espaciosidad luminosa, en el Testigo que todo lo observa.

       Probablemente, ello es lo que explica un hecho fácilmente constatable: el silencio enamora a quien empieza a practicarlo. No es extraño: si el silencio es nuestra identidad, ¿cómo no habría de enamorarnos?

           ¿Qué lugar ocupa en mi vida el silencio? ¿Cómo lo vivo?

Semana 31 de enero: DECIDIR EN CONCIENCIA

EUTANASIA, CREENCIAS Y VERDAD

3. DECIDIR EN CONCIENCIA

En estos días he leído testimonios como el de un enfermo, tetrapléjico desde hace 16 años, que confesaba: “Si no puedo curarme y no aguanto el dolor, al menos que pueda elegir mi final”.

 He conocido muchas personas que se expresaban en términos parecidos y he visto a familiares ante el lecho de muerte de un ser querido en situaciones irreversibles que imploraban poner fin a la agonía. Y he sido igualmente testigo de personas enfermas que manifestaban su voluntad de asumir la enfermedad hasta el final, apoyadas en una creencia importante para ellas. Ninguna opción me parece más “noble” –más sensata, más digna o más humana– que la otra.

 La ley no obliga a nada –algo que parecen olvidar sus detractores–. Cada cual podrá decidir si desea continuar viviendo o poner fin a su existencia. Y podemos convivir asumiendo la diversidad de posturas. La descalificación de quien piensa diferente es solo signo de inseguridad (inconsciente) y de aferramiento dogmático a creencias particulares.

 Los que se oponen a la ley lo hacen a partir de la creencia de que la vida es un don. Sin duda. Ahora bien, en el modo como lo plantean parece que se cuela la creencia en un Ser superior que tiene el dominio sobre nuestras existencias. Pero esto es únicamente una creencia. Y una creencia no es razón suficiente para juzgar a quienes no la comparten como ignorantes o malvados. ¿Por qué no se les concede la posibilidad de que están actuando con inteligencia y de buena fe?

 Sin duda, en todo este debate –como en casi todos los que tocan cuestiones importantes–, la clave se halla en la relación que mantenemos con las creencias de todo tipo, sean o no religiosas. Por ese motivo, desearía poner luz en esta cuestión, en la medida de mis posibilidades y en clave de ofrecimiento, en aportaciones posteriores.

 Baste por el momento reconocer que puede haber verdad en las dos posturas opuestas. Hay personas que defienden de buena fe la eutanasia de la misma manera que hay personas que con la misma buena fe la rechazan. Tal vez alguien podría decir que quienes la defienden en realidad tienen miedo al sufrimiento agudo, mientras que quienes la rechazan manifiestan un temor (inconsciente) a la muerte en sí misma. Sin embargo, puede darse también que, más allá de los temores de uno u otro signo, las personas, desde el nivel de consciencia en que se encuentran y con todos los condicionamientos que arrastran, tomen una decisión que leen en fidelidad a sí mismas y en docilidad humilde a su conciencia.

 Decidir en conciencia no significa seguir los dictados del capricho ni siquiera las propias ideas –no es seguir la voz del ego-, sino acallar el ego –la voz de la mente y de los gustos- para poder escuchar la sabiduría que nos trasciende y habla en nuestro interior.  

 La afirmación de que puede haber verdad en dos posicionamientos contrarios no nace de un relativismo vulgar, sino del reconocimiento de que la realidad es tan abierta que admite lecturas contrapuestas.

   Es evidente que para quienes identifican las creencias con la verdad o reducen la verdad a un concepto mental, la afirmación anterior les resultará incomprensible. Pero, como tendremos ocasión de ver, la verdad no puede ser poseída –nadie tiene la verdad–, tampoco puede contenerse en un concepto o creencia, ni podemos pretender conocerla de antemano, mucho menos con la mente; la verdad es una con la realidad y, como esta, es siempre abierta.

 Para quienes se hallan en un nivel de consciencia puramente mental –más aún si es mítico– no existe sino una verdad, que se identifica con la propia creencia. Y todo lo que discrepe de ella es error. Sin embargo, en cuanto se supera ese estadio de consciencia y se puede tomar un mínimo de distancia de la mente, conociendo a la vez cómo funciona, se hace patente que la verdad transciende por completo todas nuestras ideas, conceptos y creencias. Y reconocemos el acierto que expresan estas palabras de Marià Corbí:

«La verdad que condena no es verdad.
La verdad solo libera.
La verdad que somete no es verdad.
La verdad solo desata las cadenas.
La verdad que excluye no es verdad.
La verdad solo reúne.
La verdad que se pone por encima no es verdad.
La verdad solo sirve.
La verdad que desconoce la verdad de otros no es verdad.
La verdad es solo reconocimiento.
La verdad que no mira a los ojos a otras verdades no es verdad.
La verdad es solo acogimiento sin temor.
La verdad que engendra dureza no es verdad.
La verdad es solo amabilidad y ternura.
La verdad que desune no es verdad.
La verdad solo unifica.
La verdad que se liga a fórmulas, por escuetas que sean, no es verdad.
La verdad es solo libre de formas.
Si la verdad se liga a fórmulas,
tiene que condenar, excluir, desunir,
tiene que ponerse por encima,
dar por falsas otras verdades.
La verdad reside en formas, pero no se liga a ellas.
Por eso, en las nuevas sociedades globales, la espiritualidad no puede pasar por creencias que se proclaman exclusivas poseedoras de la verdad«[1].

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[1] Marià CORBÍ, Hacia una espiritualidad laica. Sin creencias, sin religiones, sin dioses, Herder, Barcelona 2007, pp. 321-322.