Semana 30 de julio: SENSIBILIDAD Y SUSCEPTIBILIDAD

A veces parece confundirse sensibilidad con susceptibilidad. Así, por ejemplo, alguien dice que se siente fácilmente ofendido porque es “muy sensible”. Sin embargo, y más allá de algún punto de contacto entre ambas, se trata de realidades bien diferentes.

    Sensibilidad significa, en principio, capacidad de vibrar. Vibramos, en un registro agradable o desagradable, ante cualquier estímulo que llega a nosotros.

         Es claro que tal “vibración” depende del estado de la propia sensibilidad. Cuando está limpia, vibra suelta y ajustadamente. Pero conoce también otros estados en los que, como consecuencia de experiencias vividas y archivadas en el inconsciente, se ha endurecido, congelado o híper-excitado. Sea cual fuere, todo estado de la sensibilidad obedece a unos motivos, conscientes o no, que han condicionado y siguen condicionando su modo de vibrar o de reaccionar.

         En la medida en que está limpia, la sensibilidad nos permite “sintonizar” con los otros y con sus vivencias, sean del color que sean. En este sentido, se halla estrechamente relacionada con la empatía, en cuanto capacidad de sentir con el otro, poniéndonos en su piel.

         Así entendida, la sensibilidad es desegocentrada, porque es un sentir-con, que favorece una vivencia compartida.

         Por el contrario, la susceptibilidad gira siempre en torno al yo y reacciona en función de cómo este se siente. Se alimenta de las expectativas que mantiene frente a los otros y suele vivir pendiente de lo que nos dicen o hacen. En este sentido, puede afirmarse que sensibilidad y susceptibilidad no solo son diferentes, sino incluso actitudes contrapuestas.

         Mientras la primera vive y expresa empatía hacia los demás, empatía que nace de la comprensión de lo que viven, la segunda gira en todo momento en torno al ego y a sus expectativas. Eso explica que, mientras estamos instalados en la susceptibilidad, seamos incapaces de comprender a los otros y los juzguemos según como respondan o no respondan a nuestras exigencias o expectativas.

       Como decía antes, cualquier estado de la sensibilidad obedece a determinados porqués, aunque nos resulten desconocidos. En realidad, todo lo que hace una persona puede ser comprendido. Pero esta comprensión radical requiere de una condición básica: la capacidad de ponerse en el lugar del otro. Implica un mínimo de apertura para reconocer que, en el lugar del otro –con su historia, su perfil psicobiográfico, sus condicionantes y sus “mapas” mentales-, yo hubiera hecho exactamente lo mismo que él. Esto es comprensión. Lo contrario –la actitud que juzga y condena- no es sino narcisismo, incapaz de ver la realidad desde otro ángulo que no sea el propio.

        En resumen, la sensibilidad nace de la comprensión; la susceptibilidad, del narcisismo. Aquella se plasma en empatía; este, en juicio y condena.

Semana 30 de julio: MISERICORDIA Y VERDAD

La Misericordia y la Verdad
se han encontrado.

La rectitud y la dicha
se besarán mutuamente.

El hombre, en su debilidad y falta de visión,
cree que debe tomar decisiones en su vida,
tiembla ante los riesgos que toma.

Nosotros no tememos.
Nuestra decisión no tiene importancia.
Llega el día en que nuestros ojos se abren.
Y llegamos a entender que la Misericordia es infinita,
solo es necesario esperarla con confianza,
y recibirla con gratitud.
Y he ahí todo lo que hemos elegido.

La Misericordia no impone condiciones,
y todo lo que rechazamos
también  nos ha sido concedido.

Si, también recibimos lo que rechazamos.
Porque la Misericordia y la Verdad se encuentran juntas,
y la rectitud y la dicha, se besarán mutuamente.

Fragmento de «La fiesta de Babette».

Semana 23 de julio: LA VERDAD Y LAS CREENCIAS

La verdad carece de contornos –es ilimitada- y no puede contenerse en una fórmula. Por ese motivo, no es “algo” que la mente pudiera apropiarse o que fuera posible aferrar. Lo cual explica, también, que para el yo sea incertidumbre por cuanto, al no ser un objeto mental –una idea o creencia-, se le escapa completamente.

          La misma naturaleza de la verdad provoca que, en el momento mismo en que se la quiere delimitar en una creencia concreta, se caiga en la mentira: se ha confundido la verdad inefable con una mera construcción mental. Buscando seguridad en la que sostenerse, se ha desembocado en un error de consecuencias graves y peligrosas para uno mismo y para los demás.

       La verdad no puede ser apresada, ni aporta seguridad al yo que, ante ella, se descubre completamente desnudo, sin consistencia. Por ese motivo, la evita, refugiándose –protegiéndose- en el sucedáneo de las “creencias”, en las que cree encontrarse seguro.

         Al no ser objeto, la verdad simplemente es. Una con la realidad, constituye el fondo último de todo lo que es. Por eso, no se la puede tener; únicamente se la puede ser.

       Cuando eso se vive, lo que hay es “ser”, sin añadidos conceptuales; es un vivir viviendo en estado de presencia, en el reconocimiento lúcido y gozoso de que somos Eso que ni siquiera se puede nombrar.

         Eso –la verdad, lo que somos- es Plenitud. Pero, ante ella, el yo queda desnudo. Como le ocurre, por otra parte, ante cualquier realidad transpersonal: la Belleza, la Bondad, el Amor, el Gozo, la Plenitud… Ninguna de ellas tiene al yo como sujeto; al contrario, se “esconden” en el momento mismo en que el yo quiere atribuírselas. Del mismo modo que cuando hay Amor, no hay nadie que ame, cuando brilla la Verdad, nadie la posee. La Verdad nos descubre que el yo era solo un pensamiento más, una realidad ilusoria.

       Se advierte, así, una bella paradoja: es la propia verdad la que me hace comprender, de manera definitiva, que no sé nada. Porque, al abrirme a ella, descubro que todo lo que mi mente pudiera atrapar ya no es la verdad, sino solo una “opinión”; y que aquello que presumía “saber” no es otra cosa que creencias, meras construcciones mentales sin mayor importancia. Por eso, justo en el momento en que me abro a la verdad –siempre ilimitada-, se producen dos comprensiones tan simultáneas como paradójicas: soy la verdad y no sé nada.  

Semana 23 de julio: PARA EL DEBATE SOBRE LAS «PSEUDOCIENCIAS»

OBJECIONES DE UNA CIENTÍFICA A LA CAMPAÑA CONTRA LAS “PSEUDOCIENCIAS”.

     En los últimos meses han proliferado las manifestaciones en contra de las llamadas  “pseudociencias”  en los medios de comunicación, muchas de ellas lideradas por la recientemente creada Asociación para Proteger al Enfermo de Terapias Pseudocientíficas (APETP) y estimuladas por escándalos recientes, como el del niño italiano que murió porque sus padres no quisieron llevarle a un hospital para resolver una otitis, confiando en la homeopatía. A pesar de a que esta campaña  levanta muchas simpatías por presentarse como una defensa del rigor científico frente a la magia, me gustaría posicionarme  contra ella por diversas razones, ya que creo que esta persecución no está exenta, también, de riesgos.

        Puedo decir que soy parte de la comunidad científica, ya que soy doctora en Físicas y gran parte de mi trabajo en la universidad es la investigación y la publicación en revistas científicas. Sin embargo, esta campaña contra lo que tildan de pseudociencias me rechina profundamente. Me recuerda a los habituales intentos de las Academias de protegerse contra los paradigmas nuevos que rompen sus esquemas, esos paradigmas que, después, son la base de los avances científicos realmente revolucionarios.

       Mi posición personal ante este tema se podría ilustrar con una anécdota que se atribuye a Galileo. De él se dice que tiró dos bolas similares, una de metal y otra de madera, delante de sus maestros para demostrar que, en contra de la “verdad” de la teoría de Aristóteles, las dos bolas caían a la vez. Yo tengo una experiencia muy directa de la efectividad de los tratamientos homeopáticos en mi persona y en dos enfermedades que la medicina oficial trata de crónicas e incurables (asma y psoriasis). Si no fuera porque mi caso es realmente llamativo, porque la mejora fue muy rápida y no se puede atribuir otra causa y porque pasé décadas con estas enfermedades en un peregrinaje por diferentes médicos públicos y privados, quizá también   pensaría que la homeopatía es una “pseudociencia” y que todas esas cosas de las terapias alternativas son bobadas. Pero mi “bola de madera” ha caído exactamente al mismo tiempo que mi “bola de metal”, y por más que repito el experimento el resultado es el mismo ¿Qué debe hacer una buena científica? ¿Rechazar su experiencia para hacer caso a la teoría establecida? ¿Hacer mala ciencia, es decir, amañar y olvidar los datos incómodos que no cuadran con los esquemas preconcebidos para que la teoría parezca correcta?

      Cada vez hay más personas que utilizan este tipo de terapias alternativas y acudir a ellas supone un riesgo: sobre todo el de perder tiempo y dinero; pero resulta muy   poco científico decir que todo lo que ofrecen son timos sin haber estudiado escrupulosamente todos los casos (como el mío) cosa que, evidentemente, requiere un esfuerzo enorme y no se ha hecho.

    Resulta llamativo que, tanto la APETP como numerosos artículos aparecidorecientemente, hablen taxativamente de que todas estas terapias son inútiles y todos los casos positivos son debidos al efecto placebo, sin dejar el mejor resquicio para la duda.

       Esa no es la forma de hablar de los científicos cuando hacen buena ciencia. Los científicos del IPCC, por ejemplo, ha dedicado décadas a proyectos de investigación sobre la relación entre el cambio climático y las emisiones antropogénicas, y  hablan de que “es muy posible que sea causado por los seres humanos” y de que haya “más del 90 % de certeza” de ello, etc. Sorprende que los médicos de la APETP, sin embargo, puedan resolver de un plumazo  y con una evidencia absoluta la relación entre cientos de terapias alternativas y cientos de enfermedades sobre miles o millones de enfermos  después de unos pocos estudios.

     Además, estas campañas están constantemente acudiendo a razones emocionales y estableciendo una lucha entre “los que creen en las pseudociencias” y “los que creen en la ciencia” que me resulta espantosamente acientífica. La ciencia no necesita acólitos que crean en ella ni tribus que se vistan con sus colores, porque la ciencia no es fe, es simplemente un método para interpretar y conocer la realidad y no debería utilizarse como un estandarte  para luchar contra “el otro”. Esto se parece más a una campaña orquestada contra  ciertas tendencias que no gustan  a alguien  (¿quizá a la industria química?) que  está utilizando el prestigio de lo científico para luchar contra sus particulares enemigos. Esto no es hacer buena ciencia ni fomentar el espíritu científico, es, simplemente, marketing.

     Por ello, el papel de los médicos ante todas estas terapias alternativas, a mi juicio, no puede ser el de convertirse en una institución censora que le diga a la gente lo que tiene que creer y debería limitarse a dos aspectos. El primero sería insistir públicamente en que se  busque siempre primero un diagnóstico en la medicina oficial, se acuda a los hospitales en los casos agudos y  no se abandonen los tratamientos  convencionales sin ser muy conscientes de los riesgos (y no se haga en menores de edad). También se debería vigilar que no se vendan sustancias prohibidas por la legislación, cosa que ya se hace. Pero el segundo aspecto que deberían tener en cuenta los médicos es preguntarse en qué están fallando ellos o en qué están acertando los otros  para que este tipo de cosas tengan cada día más aceptación.

        El riesgo que suponen estas terapias viene, sobre todo, del hecho de que se rechace la medicina oficial por su culpa. Lo realmente peligroso  es que aparezcan gurús que prometan curarlo absolutamente todo con los remedios que ellos venden y que absolutamente todo lo que hace la medicina oficial es pernicioso. Porque el problema es ese absolutamente todo, ese creer que “mi” teoría particular es la mejor y la única y que, además, lo cura todo. De poder caer en este error, por cierto, tampoco se libra la medicina académica que debe reconocer que no lo sabe todo, que todavía tiene mucho que aprender e investigar y que, evidentemente, hay muchas enfermedades que no cura.

       Es esa modestia del que sabe que no sabe la que hace avanzar  la ciencia, ya sea por los cauces oficiales o por los extraoficiales. Porque la historia de la ciencia está llena de avances surgidos en sus límites, en muchas ocasiones rayando el absurdo, el arte o la magia; y se han descubierto muchos hechos reveladores a  través de  creencias erróneas. Prohibir a toda “terapia experimento” que dé la impresión de no ser efectiva o que haya sido desacreditada por algún estudio (quizá interesado) supone que nos privamos de descubrir cosas nuevas; supone no dejar que personas inquietas (algunas de ellas con formación científica y con buena voluntad, otras no) acumulen experiencias que quizá en el futuro sean de gran valor para la medicina.

     La medicina oficial también tiene todavía muchas cosas que aprender y tiene que reconocer que hay muchas personas enfermas a las que no sabe cómo ayudar. Desde el siglo XX se ha avanzado enormemente en el tratamiento de las enfermedades infecciosas, en la cirugía y en el diagnóstico, pero la medicina actual está fracasando a la hora de dar respuesta, por ejemplo, a las enfermedades relacionadas con la contaminación  y a la hora de explicar el imparable aumento de las alergias y el cáncer. Quizá algún día esas mismas tendencias que ahora tacha de “pseudociencia” sean la clave de descubrimientos revolucionarios que permitan curar o evitar esas dolencias.

      De hecho, no sería extraño que su fracaso ante el cáncer y las enfermedades ambientales se deba a su insistencia en curar casi exclusivamente mediante medicamentos químicos, lo cual no funciona en enfermedades cuyo origen es, precisamente, el abuso de la química. Sorprende, por cierto, que la APETP ponga tanto énfasis en que se prohíba la venta de sustancias cuyo único peligro, según ellos, es ser un placebo y no levante la voz contra la escandalosa venta de todo tipo de herbicidas, pesticidas, biocidas y disruptores endocrinos que se añaden  sin apenas control  a nuestros alimentos, ropa y productos de limpieza habiendo bastantes evidencias de sus efectos cancerígenos.

      La ciencia médica está todavía muy enclaustrada en un paradigma reduccionista y  muy basada en el medicamento mientras los científicos más lúcidos están viendo que necesitamos superar el reduccionismo para avanzar hacia una ciencia  más sistémica. La medicina oficial se comporta demasiadas veces como el mecánico de un coche que, si falla una pieza,  la sustituye por otra y  ve demasiadas pocas veces el cuerpo como lo que es: un organismo con una complejísima capacidad de autorregulación y regeneración. Las medicinas “alternativas” suelen incidir precisamente en esos aspectos donde falla la oficial: ser más sistémicas, no abusar tanto del medicamento y ver el cuerpo-mente-persona como una unidad. De hecho, lo que muchas de ellas hacen no es curar sino, simplemente, poner al cuerpo en un estado de bienestar que permita que todos esos complejísimos mecanismos de regeneración  se pongan en marcha. Al fin y al cabo, el propio Hipocrates, padre de la medicina occidental, ya decía que es el cuerpo el que cura, no el doctor.

      Si hablamos de que algo es terapéutico cuando consigue ayudar al cuerpo a recuperar su equilibrio, todo lo que permita que la persona mejore la gestión de sus emociones, la colocación de su cuerpo o sus hábitos psicológicos  puede ser visto como terapia, sin que tenga por qué ser demostrable objetivamente o estrictamente científico. No todo en la cultura humana puede ni debe ser probado mediante la experimentación científica. El arte no es demostrable objetivamente pero es necesario para el ser humano y desde hace milenios sabemos que puede ser curativo (aunque también sabemos que no lo puede curar absolutamente todo). ¿Hay alguna diferencia entre la risoterapia actual y la comedia de siempre, o entre la musicoterapia y la música que desde hace milenios cura el alma humana?

      Recuperemos un poco la cordura y no caigamos en ninguno de los extremos aberrantes del “yo lo sé todo”. Se debe insistir en la importancia de acudir en primer lugar al médico y al hospital, pero no se puede prohibir que las personas enfermas a las que la medicina oficial falla experimenten por otros caminos. Se debe exigir rigor científico a lo que es ciencia, pero también ser debe admitir que el método científico no se puede aplicar a todo. Se debe tener respeto por el conocimiento acumulado por las Academias durante milenios, pero no se puede prohibir avanzar a todas las personas que deciden alejarse de los caminos trillados para buscar nuevas explicaciones de la realidad.

Margarita Mediavilla Pascual.

Licenciada en Ciencias Físicas y doctora  por la Universidad de Valladolid. Actualmente es profesora titular en el Departamento de Ingeniería de Sistemas y Automática de la Escuela de Ingenierías Industriales de esta misma Universidad. Sus líneas de investigación se centraron en la ingeniería de control y la robótica hasta el año 2003, en que orienta su investigación hacia la energía y la sostenibilidad. Pertenece al Grupo de Investigación en Energía y Dinámica de Sistemas de la Universidad de Valladolid.

https://contadashabas.wordpress.com/2017/06/19/objeciones-de-una-cientifica-a-la-campana-contra-las-pseudociencias/

Semana 16 de julio: LA CIENCIA Y LOS CIENTÍFICOS (Y III)

LA CIENCIA ES SABIDURÍA; LOS CIENTÍFICOS A VECES SON DOGMÁTICOS

III

     El equilibrio, decía, siempre es delicado. Porque el reconocimiento de la apertura ilimitada de lo real no puede servir de pretexto para la irracionalidad ni de soporte para charlatanes que se aprovechan de la credulidad ajena.

      Entre ambos extremos –el dogmatismo científico y la propaganda pseudocientífica e irracional- parece que tendría que moverse la búsqueda desapropiada de la verdad. De hecho, si nos escuchamos con limpieza, tal vez podamos advertir que tanto un extremo como el otro nos chirrían interiormente.

      Es lo que me ocurre al leer artículos como el de Javier Sampedro, titulado Ofensiva contra la ciencia ­–en una versión digital del mismo, se hablaba de “un ataque sin precedentes contra la ciencia” (cómo recuerda a los «ataques contra la religión», de los que se queja periódicamente la jerarquía eclesiástica-, en el diario El País, del 16 de junio pasado[i].

         Rescato todas sus valiosas aportaciones, así como su espíritu crítico frente a cualquier tipo de charlatanería pseudocientífica, pero me apena comprobar el reduccionismo estrecho en el que se mueve.

         Algo parecido puede decirse sobre la anteriormente citada lista de “terapias pseudocientíficas”, elaborada por la APETP[ii]. También en este caso es de valorar la aproximación crítica a cada una de esas terapias o supuestas terapias. Bienvenido sea todo esfuerzo por someter a crítica cualquier teoría o método que aparezca en el mercado, sobre todo cuando se presentan de manera igualmente “dogmática”. Sin embargo, el error parece estar de nuevo en el dogmatismo de base según el cual no puede ser verdadero sino aquello que previamente –y desde un reductor paradigma cientificista- se ha decidido.

         ¿Acaso no hay nada verdadero y valioso en cada de las terapias mencionadas? ¿Puede descartarse la ancestral sabiduría china o india con el pretexto de que no se acomoda a los estándares occidentales? ¿Quién negaría hoy que los bloqueos emocionales repercuten en la salud o que las experiencias afectivas de la infancia repercuten decisivamente en el futuro de la persona?…

         Sin duda, es preciso estar atentos a todo lo que se nos quiera “vender”, particularmente cuando se presente como remedio mágico o panacea definitiva para resolver nuestros problemas. Pero tal lucidez crítica no tiene nada que ver con el rechazo dogmático, cuando no pueril, de lo que previamente se ha descartado como “no científico”.

         El error de base parece fácil de detectar: debido al proceso cultural de Occidente, se llegó a identificar la “ciencia” con el “materialismo (o positivismo) científico”. Pero, mientras la primera es camino de sabiduría, el segundo no pasa de ser una creencia acientífica que, en no pocos casos, se ha llegado a asumir como verdadera y, por tanto, incuestionable. Con ello, se ha caído en una trampa cargada de ironía: se otorga carácter científico a lo que solo es una creencia acientífica (indemostrable).

         Para terminar, quiero señalar un detalle que me parece significativo y que viene a confirmar el dicho de que “los extremos se tocan”: tanto este perfil de científicos como los obispos –a los que aquellos acusan de “dogmáticos” y enfrentados a la ciencia- muestran su rechazo a las mismas expresiones. Así, en un documento reciente, los obispos vascos exigían a los colegios católicos que “huyan de las nuevas formas de espiritualidad como el yoga, el reiki o el zen”[iii]. También aquí se hace manifiesta, no solo la descalificación gratuita, sino la ignorancia de quienes llaman “nuevas” a tradiciones milenarias.

         ¿De dónde puede nacer esa actitud ultradefensiva en unos y otros? Tal vez –aun hallándose en paradigmas completamente diferentes- todos ellos tienen algo en común: la defensa dogmática de sus creencias o posiciones mentales, que consideran como la “única verdad”. Lo curioso es que, mientras se está en esa actitud, no se la reconoce. Es necesario tomar distancia –a veces por el simple paso del tiempo- para comprobar la cerrazón y los peligros que encierra.

       Y para contribuir al debate en torno a una cuestión concreta -la homeopatía, que tantas diatribas está provocando-, dejo un resumen escrito sobre lo que fue la I Jornada sobre Evidencias Científicas en Homeopatía, celebrada en San Sebastián, el pasado mes de junio: «Homeopatía: la evidencia científica que necesitan los escépticos», en:

http://www.saludnutricionbienestar.com/homeopatia-evidencia-cientifica-necesitan-escepticos/

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[i] http://elpais.com/elpais/2017/06/16/ciencia/1497616571_649155.html

[ii] http://www.apetp.com/index.php/lista-de-terapias-pseudocientificas/

[iii] http://www.elizagipuzkoa.org/adjuntos/pastoralobispos2017JUNIO.pdf