Semana 29 de noviembre. LA INMACULADA: LO QUE SOMOS ES INOCENCIA

El dogma de la Inmaculada Concepción fue proclamado por el Papa Pío IX, en la Bula Ineffabilis Deus, el día 8 de diciembre de 1854. En él se sostiene que María, a diferencia del resto de los seres humanos, no se vio alcanzada por el pecado original, por lo que fue “Inmaculada” (“sin mancha”) desde el mismo momento de su concepción.

 

Más allá de la polémica acerca de la proclamación de un dogma para el que no parecía haber apoyo bíblico (evangélico), lo que se logró fue enfatizar la “doctrina del pecado original” y subrayar su lectura mítica, en clave de culpa y expiación.

 

Indudablemente, la piedad mariana siempre ha tendido al exceso. Lo cual es comprensible porque toca fibras especialmente sensibles para el ser humano, aquellas que hacen referencia a la figura de la madre: ¿quién no ensalzaría a su madre por encima de cualquier otra persona? Sin embargo, el hecho de presentar a María como objeto de especiales prerrogativas no logró sino “alejarla” de la realidad humana y reducir su figura a lo que podía verse desde un paradigma premoderno y un nivel mítico de consciencia. De ese modo se llegaron a conclusiones que hoy nos parecen completamente irrelevantes, cuando no inasumibles. Veamos, en primer lugar, cómo se presentaba el dogma y, a continuación, por qué resulta hoy irrelevante.

 

La doctrina católica –aunque no fuera estrictamente bíblica-, fundamentada en la teología de san Agustín, afirmaba que Adán y Eva, entendidos como personajes históricos, los “primeros padres” de toda la humanidad, cometieron un pecado de desobediencia a Dios, por lo que fueron castigados en ellos mismos y en todos sus descendientes: esta es la conocida como “doctrina del pecado original”.

 

Todo ser humano nacía ya con ese pecado. De ahí que se presentara el bautismo como requisito imprescindible para liberarse del mismo, hasta el punto de que, cuando un niño moría sin bautizar, no podía participar de la gloria de Dios (“ir al cielo”), sino que era destinado a un lugar denominado “limbo”.

 

¿Qué habría sucedido con María? En ella, según la proclamación dogmática, se produjo una excepción, que se argumentaba diciendo que la “mancha” (culpa) del pecado original le habría sido quitada “en previsión de los méritos de la muerte de su Hijo”. Es decir, el dogma de la Inmaculada aparecía enmarcado en la clave expiatoria en la que se había entendido el “pecado original”: culpables ante Dios por el pecado de “nuestros primeros padres”, no tendríamos acceso a la salvación sino gracias a los méritos de la muerte de Jesús en la cruz, que habría expiado nuestro pecado y nos habría redimido, devolviéndonos la amistad de Dios.

 

No es difícil advertir hasta qué punto toda esa doctrina chirría en la consciencia contemporánea. El motivo es simple: se había entendido de forma literal lo que solo era un mito. Pero es precisamente esa lectura la que hoy resulta, no solo irrelevante, sino insostenible.

 

Es insostenible no solo porque da por supuesta la imagen de un Dios irascible y vengativo, capaz de condenar a todos los humanos por un pecado, en rigor, “ajeno”; que habría necesitado la muerte de su propio Hijo para calmar su honor herido; que no podía reconocer como hijos a quienes no hubieran sido bautizados… Más aún: un Dios que, pudiendo habernos concedido a todos el mismo “privilegio” que le otorgó a María, sin embargo no lo hizo. ¿No estamos, en realidad, ante una caricatura antropomórfica de la divinidad –fruto de la proyección de la mente- que chirría de manera estrepitosa?

 

Pero aquel dogma resulta insostenible, no solo por la imagen de Dios que (tácitamente) transmite, sino porque se apoya en algo que nunca existió: el llamado “pecado original”. Fue solo un mito –muchas culturas conocen el mito del “paraíso perdido”-, que san Agustín y, con él, la teología católica elevó a un hecho histórico y adornó con todas las características con las que habría de llegar hasta el catecismo de la Iglesia.

 

Sin embargo, la Iglesia es reacia a admitir la no historicidad del llamado “pecado original” porque teme que se venga abajo toda su doctrina acerca de la expiación y, por extensión, sea cuestionada de raíz la obra salvífica de Jesús. Porque si no hubo pecado, ¿qué necesidad hay de salvación del mismo?

 

Sin duda, todo esto obligará a un replanteamiento en profundidad de los contenidos de la fe cristiana. Personalmente, tengo la certeza de que con ello, no solo no tiene por qué perderse nada valioso, sino que todo puede resultar enriquecido. Será el camino para salir de las creencias –el “mapa” propio de una religión- y anclarnos en la certeza –o “territorio”- que compartimos con todos los seres. El mapa es algo que tenemos; el territorio es lo que somos. (Sobre todo ello, puede verse lo que he escrito en: Cristianos más allá de la religión. Cristianismo y no-dualidad, PPC, Madrid 22015).

 

Por lo que se refiere a la cuestión que estamos tratando, reconocer la no historicidad del paraíso y del pecado original no significa negar la validez del mito, cuando lo leemos, no de un modo literal, sino simbólico. Del mismo modo, también el dogma de la Inmaculada Concepción es susceptible de una lectura simbólica, cargada de contenido: en María se afirma lo que es cierto para todos nosotros. En nuestra verdad identidad, somos inmaculados, limpios, inocentes… Cada ser humano funciona como puede, sufre cuando cree ser el yo (ego) separado –este es realmente el “pecado original”, en cuanto origen de toda confusión y sufrimiento-, pero realmente es inocencia, porque es Vida. De ahí que, cuando un cristiano celebra a María Inmaculada, en ella se ve reflejado, junto con todos los seres. El dogma de la Inmaculada Concepción habla de todos nosotros: eso es lo que realmente somos.

ADVIENTO: TODO ES AHORA

(He pensado aprovechar los llamados «tiempos fuertes» de la Iglesia (adviento, navidad, cuaresma, pascua…) para ofrecer reflexiones que quieren «traducir» temas centrales del cristianismo desde la visión no-dual. Aquí va el primero. 

Os invito a acoger o escuchar aquello que encuentre «eco» en vosotr@s, y dejar caer lo demás).

 

 

ADVIENTO: TODO ES AHORA

 

En la iglesia católica, el año litúrgico empieza con el tiempo de Adviento, unas cuatro semanas antes de la celebración de la Navidad.

 

Literalmente, “adviento” (adventus) significa “venida”. Y aunque hace alusión directa al nacimiento de Jesús en Belén –él fue quien “vino” de los cielos-, siempre se ha solido presentar como una invitación a fortalecer la esperanza en aquel que “va a venir” en gloria al final de los tiempos.

 

El lenguaje de la mente oscila siempre entre el pasado y el futuro. Y eso hace que vivamos permanentemente vueltos hacia atrás, para apoyarnos en lo que fue, o proyectados hacia adelante, para consolarnos con la expectativa de algo mejor de lo que ahora tenemos.

 

La mente religiosa no escapa a esa dinámica: fácilmente se queda celebrando el pasado o esperando el futuro.

 

Es necesario acallar la mente para poder ver con claridad. Y ahí es donde percibimos que el único lugar de la vida es el presente. Y que el presente, en el plano profundo, es pleno. Por eso, lo que llamamos “venida” es ya “llegada”: todo es Ahora.

 

Ese “Ahora” no es un lapso de tiempo, efímero, entre el que se fue y el que está llegando. Es, más bien, el no-tiempo, la atemporalidad. Porque el Presente no es algo cronológico, sino aquello que contiene al tiempo.

 

Ahora bien, la Realidad es multidimensional: se nos hace presente, como aprecia incluso la misma física moderna, en diferentes niveles o dimensiones. Eso explica que afirmaciones aparentemente contradictorias puedan ser todas verdaderas…, cada una en su propio nivel.

 

En lo que se refiere al tema que nos ocupa, para la mente –en el nivel mental, aparente, del mundo de las formas- todo es lineal y secuencial: pasado, presente y futuro constituyen momentos diferentes que se suceden sin cesar. En ese mismo nivel, todo se percibe como separado: la mente es dual porque es separadora por su propia naturaleza. Se comprende que, desde ella, el “Adviento” se viva en clave de pasado y de futuro: Jesús vino y otra vez vendrá

 

Para quien se halla identificado con lo que ocurre, puede sonar ridículo, sarcástico o incluso injuriante afirmar que “todo es ahora”. Porque, en el nivel mental –de las apariencias- todo es secuencial: la mente lee todo como una sucesión de eventos, a la vez que espera que el próximo sea más agradable que el actual. En ese nivel no es posible otro modo de ver.

 

Sin embargo, la trampa reside precisamente en la identificación con lo que ocurre. Porque, en realidad, no somos nada de lo que ocurre, sino la Consciencia en la que todo ocurre. Quien se identifica con las nubes sentirá que se mueve con ellas; quien se reconoce como “cielo” verá que lo que se mueve es solo aparente. Las nubes pasan secuencialmente; el cielo permanece siempre en un ahora atemporal. Ciertamente, para quien vive, no identificado con lo que sucede, sino en la consciencia de lo que sucede, todo es Ahora.

 

La imagen de la nube queda magníficamente expresada en estas palabras sabias de Nisargadatta: “Compare usted la conciencia y su contenido con una nube. Usted está dentro de la nube, mientras que yo la miro. Está usted perdido en ella, casi incapaz de ver la punta de sus dedos, mientras que yo veo la nube y otras muchas nubes y también el cielo azul, el sol, la luna y las estrellas. La realidad es una para nosotros dos, pero para usted es una prisión y para mí un hogar”.

 

En ese nivel profundo en el que vive el sabio, más allá de la mente, se percibe que todo lo que nos llega por los sentidos es solo una “representación” –el “sueño” o el “teatro del mundo”, de que hablaba Calderón de la Barca-, un despliegue admirable y complejo de formas que están brotando de la Consciencia una.

 

En el nivel profundo, Todo es Ahora. Lo que somos, no es la “forma” (yo, ego, personalidad, personaje) que nuestra mente piensa, sino aquella Consciencia, que es la identidad última de todo lo que es. No somos un “objeto” de la consciencia (yo), sino la Consciencia que contiene y abraza –y de la que están surgiendo- todos los objetos.

 

Desde esta perspectiva, cambia el modo de comprender el “Adviento”, porque “venida” y “llegada” son lo mismo –solo eran distintas para la mente-. Y por más que el pensamiento siga haciendo una lectura secuencial –pasado, presente, futuro-, sabemos que basta silenciar la mente para que emerja la Presencia –otro nombre de la Consciencia- en la que reconocemos nuestra verdadera identidad.

 

¿Y Jesús? Para los cristianos, es el “centro de la historia”. Eso significa, más allá de una lectura literalista que sería fuente de fanatismo, que en él reconocemos lo que somos todos –cristianos o no, creyentes o ateos-, porque lo percibimos como la plenitud del Ser (“Hijo de Dios”).

 

“Adviento”, por tanto, es una invitación a “volver a casa”, es decir, a salir de cavilaciones mentales y movimientos egoicos, para reconocernos en la Consciencia o Presencia que tiene sabor a Comunión y Plenitud. Y esto no obedece solo a un recuerdo –el nacimiento de Jesús-, ni es una nueva creencia a la que aferrarnos. Se trata de algo que toda persona puede experimentar como certeza o evidencia en cuanto, acallando la mente, en este mismo momento, conecta con Aquello que no tiene nombre, que no puede ser pensado, pero que, sin embargo, es lo único que permanece, el Fondo que abraza todo lo demás, el “Padre” (Abba) del que hablaba Jesús. Esa es nuestra casa. La sabiduría consiste en experimentarla y vivir en y desde ella.

 

En el caso cristiano, Jesús es la referencia íntima de aquella misma y única identidad. “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré” (Mt 11,28). Dicho desde el nivel profundo: dejad de identificaros con la mente, aquietad el pensamiento egocentrado, venid a la Presencia –a “casa”- y experimentaréis la Plenitud. Poned presencia en todo lo que hacéis, vivid en conexión con Aquello que es estable y se halla siempre a salvo. Y, en cualquier caso, no olvides que, como dice Pema Chödrön, “tú eres el cielo; todo lo demás es el clima”. De ahí la sabiduría que encierra esta clave pedagógica: “Deja de buscar y déjate encontrar”.

 

¡Feliz tiempo de “Adviento”, es decir, de Presencia, que es Paz y Gozo!

22 noviembre 2015

MIENTRAS CAMINO. 2. Dejarte marchar

Queridos amigos, queridas amigas:

 

Os envío hoy la segunda parte del testimonio de Sara. De nuevo, me ha conmovido su capacidad de verdad, así como su coraje para soltar aquello que, en un momento, consideró como lo más valioso de su vida, cuando ha descubierto que, sencillamente, podía estar alienándola.

 

Tal vez, este testimonio sea difícil de entender para personas religiosas, que han identificado la verdad con su propia creencia. Por eso, quiero invitaros de nuevo a tomar distancia de cualquier creencia –en uno o en otro sentido- para salir al “campo abierto” de la verdad, por más que, de entrada, provoque sensaciones amenazadoras.

 

Sara ha decidido soltar la “religión” recibida y el “dios” aprendido. Con humildad, comparte los motivos que la han llevado a ello. En último término –tal como a mí me llega-, el motivo es solo uno: tanto aquella religión como aquel dios –más allá de la intención de quien los anunciaran- se habían convertido en el mayor obstáculo para la verdad, la vida, la libertad, el gozo…, sumiendo a la persona en una sensación de división interior y de alienación dolorosa.

 

Para ella, “dejar marchar” a “dios” es la condición imprescindible para ver la luz y caminar en la verdad. Los místicos nos recuerdan que, con mucha frecuencia, las creencias sobre Dios constituyen el principal impedimento para encontrarlo. Como decía aquella gran mujer que fue Simone Weil, “lo malo del falso dios es que nos impide ver al verdadero”. La explicación es simple: cuando se ha encerrado a Dios en las creencias (imágenes) sobre él, la adhesión a las mismas nos impide estar abiertos al Misterio siempre sorprendente.

 

Sara nos deja ver la angustia de orfandad que tal abandono le supone. Pero es precisamente ahí, en la más desnuda intemperie, al caer todas las formas, donde se desvela la única verdad, la única certeza: la certeza de ser, en una plenitud ilimitada. Cuando palpas tu “nada”, emerge a tu conciencia el “Todo”: somos uno con Todo.

 

También han sido los místicos, con frecuencia después de pasar por la experiencia dolorosa de la “noche oscura”, quienes han sabido expresarlo del modo más luminoso. Os dejo algunos textos:

 

“Conviértete en nada y Él te convertirá en todo” (Rumi). “Ama la Nada, huye del yo” (Matilde de Magdeburgo). “Hazte vacío y Yo me haré torrente” (Catalina de Siena). “Para venir a serlo todo, no quieras ser algo en nada” (Juan de la Cruz). “Es liberador y hermoso vivir en la Nada, siendo Nadie, libre de toda imagen, incluida la propia; libre de toda opinión o idea, incluida asimismo la idea de la Nada y de Nadie” (Rafael Redondo). “Solo el ser vaciado de sí puede cambiar el mundo” (Rafael Redondo).

 

Como os sugería en el envío anterior, os invito sencillamente a acoger el compartir de esta vivencia, desde lo que es: una vivencia que brota del corazón y, más allá todavía, desde el Anhelo de verdad y de vida que late en todos nosotros.

 

Acogedla…, desde el respeto y la gratitud, y no os sintáis obligados a nada: ni a compartirla ni a etiquetarla. Y solo si se despierta un “eco” en vuestro interior, escuchadlo. Por mi parte, puedo deciros que el texto de Sara me llega como un alegato vibrante y auténtico, en la línea de uno de los más sublimes místicos cristianos, el Maestro Eckhart, cuando exclamaba: “Ruego a Dios que me libre de Dios”. Porque solo “dejando marchar” cualquier idea acerca de Dios, estaremos disponibles para verlo.

Enrique.

 

 MIENTRAS CAMINO

 

 2. DEJARTE MARCHAR

 

 

Tengo que dejarte marchar. Debo apartarte de mí, arrancarte de mi mente y de mi alma.

 

Has estado tan unido a mí, tan trenzado con mis certezas que separarme de ti me produce, no solo un dolor insoportable, sino que me hace sangrar el corazón, como si me extirparan ese órgano vital, el más importante de todos, el que siempre ha dado sentido a mi vida.

 

Desde muy pequeña me impusieron tu imagen, tu presencia, tu poder, tu justicia, tu misericordia, tus mandatos, tus premios y tus castigos. Junto con la leche materna que mantenía vivo mi pequeño cuerpo, se me administraba también otro alimento, se me imbuía de un mito ancestral, se me hacía partícipe de un arquetipo milenario, fui introducida en la gran corriente del inconsciente colectivo y no pude oponerme, no tuve ninguna capacidad para defenderme. Y mientras yo crecía físicamente, mi espíritu  era moldeado por las duras e implacables manos de una escultora llamada “religión”.

 

Yo iba madurando y tú conmigo, y lo que pensaba que era una maravillosa libertad resultó ser una peligrosa prisión donde he estado retenida sin darme cuenta, sin ser consciente de esas alambradas que no me permitían avanzar, que no me dejaban ser quien en realidad he sido siempre sin saberlo.

 

Tú lo ocupabas todo, lo justificabas todo, todo se explicaba a través de ti. Y así me perdí en tu abrazo, me olvidé de cualquier otra posibilidad, de cualquier otra realidad. ¿Para qué indagar, para qué ahondar en los misterios interiores si tú iluminabas con tu inmensa sabiduría todos los rincones oscuros, todas las dudas, todas las preguntas?

 

Y cuando recorría la prisión en la que estaba encerrada y tocaba sus barrotes me preguntaba qué habría más allá y entonces tu poderosa voz gritaba en mi interior: ¡No quieras igualarte a mí, no pretendas conocer lo que está vedado, no puedes alcanzarme, debes conformarte con lo que tienes, con lo que sabes, con lo que tu mente te proporciona! Yo acariciaba esos barrotes y, sumisa y obediente, volvía al interior de mi encierro creyendo que ya nada dependía de mí misma, que todo estaba en tus manos, que tú tenías el poder y la gloria y yo solo mi insolente ignorancia.

 

Siempre hemos caminado juntos, desde que tengo memoria: tú allá arriba, yo aquí abajo; tú tan poderoso, yo tan humilde; tú tan sabio, yo tan ignorante; tú todo amor, mientras yo, ¡qué paradoja!, no dejaba de sentirme sola, triste, perdida.

 

Mi sed de eternidad la saciabas tú, mis preguntas sin respuestas las asumías tú, mi infelicidad constante la arropabas tú, mientras yo te sentía sonreírme como el amo condescendiente que observa a su alumna díscola y rebelde.

 

Tú siempre fuiste más real que yo misma. Cuando me perdía en medio de mis pesares y mis tristezas, solo te tenía a ti para sujetarme a tu grandeza y no desparecer en medio del dolor y de la angustia. Cuando no hallaba explicaciones a mis desdichas, allí estabas tú para consolarme sin palabras. Cuando me hundía en lo más profundo del pozo, al final aparecías tú sonriendo y animándome a seguir, aunque no me explicaras qué motivos tenía para continuar caminando.

 

Tú me has salvado una y otra vez. Me has rescatado de tormentas que fueron provocadas por ti. Tú creabas las guerras en las que yo me he debatido hasta casi la extinción y al mismo tiempo me proporcionabas las treguas necesarias para no morir en las batallas. Tú me arrojabas al mar y luego me lanzabas el salvavidas de la fe y la conformidad.

 

Nos hemos amado mucho tú y yo. Me has dado todo el cariño que mis padres no me proporcionaron. Me has apoyado cuando el resto del mundo me dejaba sola. Has enjugado mis lágrimas cuando nadie más lo hacía y gracias a ti mi perpetua soledad se ha hecho más llevadera.

 

Tengo mucho que agradecerte, y por eso me resulta tan doloroso tener que dejarte marchar. Pero si no te alejas, si no te vas diluyendo, no podré seguir avanzando, no podré llegar a saber quien soy, no podré encontrar aquello que siempre estuvo oculto en mi interior y que ni el mundo ni tú me habéis dejado explorar.

 

Necesito que te vayas, que te alejes. Deja de inspirarme con tus palabras porque lo que ahora me hace falta es silencio. Deja de iluminarme con tu luz porque ahora me es necesaria la oscuridad, el vacío, la nada.

 

Ya no soy una niña que camina cogida de tu mano. No puedo seguir apoyándome en ti. Debo avanzar sola, sin ayuda, y para eso debes marcharte, debes abandonarme, tenemos que separarnos, aunque ese desgarro me cueste la propia vida.

 

Tú seguirás allá arriba, poderoso, inalcanzable, sentado en tu trono de gloria, rodeado por tus ángeles y supongo que mi partida no supondrá un gran quebranto en los cielos. Pero para mí será mucho más duro el estar sin ti, el concebir la vida a partir de ahora sin ti, porque cuando tú te vayas yo ya no sabré quien soy, me quedaré sin nada en lo que creer, sin nadie a quien amar, mi vida perderá su sentido, mi alma no tendrá consuelo y mi corazón nunca volverá a ser el mismo.

 

Cuando te hayas ido, cuando al fin consiga apartarme de ti, me disolveré como la sal en el mar, me difuminaré como las nubes tras la tormenta. Sin ti no sabré quien soy. Sin ti mi rostro me será extraño y mi cuerpo ajeno. Sin ti no existiré porque siempre he sido tu hija y no yo misma.

 

Ahora debo enfrentarme sola a esta muerte que es estar sin ti sin saber si podré renacer algún día. Ahora debo desaparecer como la que he sido hasta ayer, sin tener la seguridad de volver a sentirme viva. Ahora, cuando me mire en el espejo, no sé si me veré a mí misma o a una extraña.

 

Ya no hay camino que recorrer, ni meta que alcanzar, ni destino que aguardar, ni tú esperándome al final del horizonte.

 

Pronto dejaré de ser esa escultura de barro que el sistema moldeó a su antojo. Debo saltar al abismo de la más absoluta soledad, tengo que lanzarme al vacío y me romperé en mil pedazos sabiendo que nadie frenará mi caída, que nadie me recompondrá.

 

Y tal vez así se acabe mi historia…, o comience por primera vez.

 

Sara

 

MIENTRAS CAMINO. 1. La última travesía

Queridos amigos, queridas amigas:

 

Os envío hoy la primera parte —“La última travesía”— de un texto que me ha impactado, por la capacidad de verdad de la mujer que lo firma. Tal como sugiere el título global —“Mientras camino”—, todo el escrito no quiere ser sino el compartir de lo que esta mujer se ha visto llevada a vivir. Más adelante, os haré llegar la segunda parte —“Dejarte marchar”— en la que ahonda aún más, si cabe, en la vivencia que la ha conducido a desenmascarar lo que ha sido –para ella- el “engaño religioso”.

 

Me admira y emociona la pasión por la verdad y la fuerza con que esta trata de abrirse camino, en cuanto le brindamos la más mínima posibilidad, por rígidas que hayan sido las armaduras anteriores y aun en medio de circunstancias tan duras como la aparición de un cáncer.

 

La autora nos comparte una vivencia. Por eso quiero invitaros a hacer una lectura desde la acogida más limpia, el no-juicio y la gratitud ante alguien que se “desnuda” de esa manera. No la leáis desde ninguna “creencia”; no la juzguéis desde ninguna “idea”. Creencias e ideas son solo “objetos mentales” que, con frecuencia, como dice la autora, esconden más que desvelan; porque son “interesadas”: ofrecen (pseudo)seguridad a cambio de sumisión.

 

Tampoco os pido que compartáis lo que expresa: cada persona tiene su propia historia y todas las vivencias, aparte de tener un porqué, son “sagradas”, merecedoras, por tanto, de un respeto exquisito. Simplemente, si lo deseáis, acoged el testimonio, permitid que resuene en vuestro interior…, y quedaos escuchando el “eco” despertado en vosotros. Las vivencias no nos piden nunca que estemos de acuerdo con ellas, sino simplemente que las acojamos.

 

En todo ello, me parece importante ser conscientes, también, del peso que tiene lo que psicólogos y neurocientíficos llaman “disonancia cognitiva” (el término y las primeras investigaciones sobre esta cuestión se deben al psicólogo Leon Festinger). Se trata de un fenómeno que se produce cuando llega a nuestro cerebro alguna idea nueva que choca con creencias previamente arraigadas. Cuando eso ocurre, el organismo genera un mecanismo de defensa, en forma de ansiedad y malestar generalizado, cuyo objeto es descartar lo nuevo y neutralizarlo, para de ese modo salvaguardar las creencias anteriores.

Dado que cada persona tenemos un tempo o “ritmo” único –hijo de nuestros genes, nuestra infancia, nuestra historia psicobiográfica…-, es preciso ejercitar la comprensión, el respeto, la tolerancia…; en una palabra, la compasión hacia sí mismo y hacia todos los demás. Compasión, que es la otra cara de la sabiduría y, por tanto, de la Verdad. 

En la verdad que somos, más allá (más acá) de cualquier creencia, recibid un abrazo sostenido,

Enrique.

MIENTRAS CAMINO

 

 1. LA ÚLTIMA TRAVESÍA

 

 

         Una nueva travesía del desierto: ya ha habido otras y tal vez esta sea la última.

 

         La primera se inició cuando el Dios de mis padres se me quedó tan pequeño que tuve que apartarlo de mí porque me ahogaba, y a partir de ahí vagué sola, sin rumbo, en el vacío. Ese “estar sin Dios” fue una etapa desasosegante, inquieta, pero yo era demasiado joven, demasiado inconsciente y no sabía que esa ausencia era en realidad la verdadera presencia. Solo sentía que estaba sola por dentro y esa sensación no me gustaba, por eso quise solucionarlo cuanto antes y me puse a buscar desesperadamente hasta que apareció en mi vida un Libro, un volumen maravilloso que hablaba  de ese mismo Dios de mis padres pero de una forma más elaborada y lo mostraba más grande, más inabarcable, incluso más incomprensible; un Libro que describía a los Dioses, al Universo y a la Eternidad; que hablaba de lo divino y de lo humano y sus teorías eran tan fascinantes, estaban tan llenas de magia, que estuve más de treinta años embarcada en su estudio y deslumbrada por la luz que sus páginas emitían. Todo era hermoso, legendario y al mismo tiempo racional y lógico. Me vino como anillo al dedo y me agarré a él como un caminante perdido que al fin encuentra el mapa que le conducirá a la tranquilidad.

 

         Pero el Dios de mis padres y el Dios del Libro eran el mismo, solo que uno más simple y el otro más complejo; uno producto de la tradición judeo-cristiana y el otro revelado de manera misteriosa, extraterrestre. Ambos Dioses servían a un mismo propósito: a los dos los utilizaba para sentirme amada, protegida, justificada.

 

         Siempre he sido una niña solitaria y triste y siempre he buscado en esos Dioses el amor, la ternura y la protección que el mundo me negó. Mi miedo, mi soledad, mi cobardía, mi vulnerabilidad conjuraron a esos Dioses y ellos aparecieron en mi vida y fueron evolucionando conforme yo maduraba.

 

         El Dios de mis padres me acompañó durante la adolescencia y la juventud, y a partir de los treinta años se transformó en el Dios del Libro y junto a él he permanecido hasta los sesenta.

 

         Toda una vida creyendo en un arquetipo implantado en mí al mismo tiempo que la leche materna, toda una vida amando a ese “Padre” que siempre me faltó, buscando en él esas caricias que nunca se me brindaron.

 

         Y así no crecí, no maduré, mi espíritu siguió siendo pequeño, infantil, desvalido, tan necesitado de protección y reconocimiento que solo fui capaz de creer en Dioses con rostros y aroma de “Padres”.

 

         Esos Dioses han sido y todavía son un producto de mi mente, una respuesta a mis necesidades. Son y han sido un consuelo, unas muletas que necesité para poder seguir avanzando sin derrumbarme, sin quedarme en la cuneta de este camino que es la Vida por el que siempre he andado con miedo, con temor, con inseguridad.

 

         Mi mente elaboró un complicado edificio, un Templo mágico, y en su interior yo coloqué a estos Dioses que imaginé y a los que otorgué las mejores cualidades posibles. Mis Dioses eran perfectos, bondadosos, dignos de ser amados y venerados. Ellos eran sabios, poderosos, omnipotentes y si a pesar de todo no conseguía ser feliz, la culpa no la tenían ellos sino yo, que no era lo suficientemente perfecta; yo, que tenía demasiados límites y no podía comprender su inteligencia infinita; yo, que pedía cosas que ellos no podían darme, no porque no fueran generosos, sino porque yo nunca estaba preparada; yo, pobre criatura que pretendía entender el designio de los Dioses.

 

         Mi cuerpo ha crecido y ha envejecido, pero mi mente no permitía que mi espíritu madurara. Mi mente había tomado el mando y me había encerrado en ese Templo con mis Dioses y allí, en ese lugar inventado, dentro de ese sueño de Inmortales, he permanecido durante estos sesenta años de mi vida, una vida a la que ya no le queda mucho recorrido, una vida que está llegando al final y que aún desconoce casi todo sobre sí misma y sobre sus Dioses.

 

         Sesenta años buscando un sentido, persiguiendo una lógica razonable; sesenta años justificando dolores, pesares; sesenta años queriendo comprender el porqué de desamores, de frustraciones; sesenta años haciéndome responsable a mí y a mis Dioses de tanta soledad externa e interna. Sesenta años escondiéndome de mí misma, sintiéndome una pobre niña perdida, una víctima de esos Dioses que yo creé y que nunca dieron respuestas a mis preguntas, que jamás hicieron realidad mis sueños, que siempre se ocultaron a los ojos de mi corazón.

 

         Yo les di forma, los coloqué en las alturas y luego me desesperé cuando no fui capaz de alcanzarlos. Y en ese laberinto de deseos he estado perdida y vagando durante todo este tiempo sin darme cuenta de que no existen los Dioses, de que solo he dado forma a mis anhelos, unos anhelos que ni siquiera eran míos sino producto de mi tiempo, de mi civilización, de mi tribu, de mi familia.

 

         Inmensa cárcel de sueños dentro de sueños de la que nunca he podido escapar porque siempre he temido a la libertad, porque he preferido estar encerrada con mis Dioses a ser libre sin ellos. Era más fácil postrarme a sus pies, llorar, desesperarme, pero confiar en que tal vez algún día sería digna de su consuelo, que darles la espalda y caminar hasta abandonar el Templo en que me había encerrado para no enfrentarme a lo que en verdad soy, un vacío, pura nada, una incógnita, un misterio para mí misma.

 

         ¿Y qué es lo que a los sesenta años me ha arrojado del Templo? Un cáncer, algo sorprendente, algo que a mí no debía haberme pasado porque yo lo tenía todo bajo control, algo que mis amorosos Dioses no podían enviarme porque yo cumplía todas sus órdenes, todos sus preceptos, porque yo me sentía cuidada y protegida por ellos y, aunque no fuera feliz, al menos ellos me mantenían sana, segura. Ellos me concedían un espacio de confort y comodidad a cambio de que yo los venerara y siguiera creyendo en ellos.

 

         Porque eso han sido estos sesenta años: un toma y daca, un extraño contrato entre mis Dioses y yo donde las cláusulas se iban modificando conforme cambiaban los avatares de mi vida y así todo estaba bien, todo encajaba.

 

         Mi mente, la gran manipuladora, se ha encargado de todo durante estos sesenta años. Ella ha fabricado el Templo, ha imaginado a los Dioses, me ha proporcionado los falsos consuelos que he ido reclamando, me ha mantenido encerrada en un mundo irreal, en un universo de mentiras disfrazadas de certezas. Y cada vez que me he mirado al espejo, no me he visto a mí misma sino al personaje que ella ha creado, a la patética marioneta que ha fabricado y que yo he aceptado y he confundido con mi verdadero rostro, con mi auténtico SER.

 

         Y después de sesenta años me doy cuenta de que esa mujer que he sido es un engaño, de que esos Dioses en los que he creído eran falsos, de que la vida que he vivido nunca me ha pertenecido, ni me correspondía. Todo ha sido un inmenso artificio, una descomunal mentira que se ha derrumbado, que se ha venido abajo mientras yo yacía inconsciente sobre la  fría mesa de un quirófano.

 

         Y ahora estoy aquí, con el cuerpo envejecido y mutilado, sin Templo en el que guarecerme ni Dioses en los que creer, aquí en este nuevo desierto ardiente que tal vez sea el último que me toque atravesar.

 

         Se acabaron los sueños, las ilusiones, los artificios; no más historias que contarme a mí misma, no más cuentos, no más esperanzas para un futuro que no existe, no más rememorar un pasado que traigo al presente para seguir pensando que mi vida tuvo un sentido, que no estuve delirando dentro de una crónica inventada.

 

         Estoy cruzando este páramo desolado y en el camino dejo todos los artificios de los que me he rodeado, dejo los trozos de esta vieja armadura oxidada con la que creía protegerme y que en realidad solo servía para aprisionarme. Dejo a la niña triste y perdida, a la joven asustada, a la mujer frustrada. Dejo mi caparazón de fantasías e ilusiones y solo me atrevo a  conservar las palabras con las que relatar esta última odisea, unas palabras con las que forjé historias que casi nadie leyó pero que me salvaron durante mucho tiempo de la alienación total. Y así, desnuda, sin más equipaje que mis lágrimas, que no dejan de fluir, me acerco a la playa en la que este desierto termina y recuerdo la frase de aquel sabio cuyo nombre he olvidado: “Para descubrir nuevas tierras hay que mantenerse alejado de la costa durante mucho tiempo”.

 

         Miro atrás y ya no queda nada, solo el océano infinito ante mí. En la arena unas tablas viejas que la marea ha traído. Con ellas construyo una balsa endeble, frágil, una barca hecha de desechos, al igual que yo. Y con la sal de mis lágrimas y mis últimas palabras, que son lo único que me queda, tejo unas velas que se despliegan al viento y así me introduzco en este mar sin fin que no sé a donde me conduce ni me importa. Solo deseo navegar, dejar que las corrientes me lleven adonde ellas quieran, abandonarme a los vientos sin más deseo que sentir cómo el agua salpica mi cuerpo y el sol calienta mi piel gastada. Miro cómo la costa se va alejando poco a poco y me pregunto si alguna vez regresaré a la seguridad que la tierra firme proporciona o si seguiré por siempre en este océano de incertidumbre.

 

         Soy un náufrago de mí misma, una superviviente de mil batallas que ya no luchará más. No soy mi mente, no soy mi cuerpo, ya no hay pasado ni futuro, solo este mar que me lleva, este misterio que me envuelve, este bendito silencio en el que poco a poco me diluyo, esta soledad salada y líquida donde descasar al fin.

 

Sara.