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Práctica integral (Introducción)

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Religión y mundo moderno

LA RELIGIÓN EN LA ENCRUCIJADA DEL MUNDO MODERNO Y POSTMODERNO

A propósito de “Espiritualidad integral

La magnitud del cambio cultural que estamos viviendo afecta a la religión de tal manera que la coloca en una encrucijada –cruce decisivo que es necesario resolver para acertar en el camino- profundamente novedosa. ¿Qué es lo característico de esta situación? Querría responder a esta cuestión de un modo sintético e incluso esquemático, de la mano del último libro, recientemente publicado, de Ken Wilber[1].

  • Un ejemplo como punto de partida: Un universitario cristiano típico se avergüenza de hablar de religión con sus profesores –que se hallan en un nivel racional o pluralista y teme que lo ridiculicen-, pero todavía se avergüenza más de sus amigos cristianos –que sostienen unas creencias míticas y etnocéntricas-. En esta situación, se ve obligado a renunciar a su fe para afirmarse en su (post)moderna visión del mundo, o a seguir creyendo, pero estancado en el estadio mítico del desarrollo espiritual; es decir, ha de optar entre: vivir en ámbar (mito) y abrazar a Cristo, o avanzar hacia naranja (razón) y renunciar a Cristo. De cualquier modo, su acercamiento al Espíritu queda truncado.
  • ¿Qué ha ocurrido?

De entrada, la explicación parece simple: Culturalmente, se encuentra en el nivel racional; religiosamente, en el mítico. Pero no es simplemente eso.

La explicación nos viene de nuestra historia. Tal como se ha desarrollado, lo racional llegó a descartar y despreciar lo religioso, porque había identificado la religión con el estadio mítico de la misma. Es cierto que la Modernidad y la Ilustración supusieron la muerte del dios mítico. Pero su grave error consistió en que rechazaron cualquier Dios –o, simplemente, a Dios-, toda la línea de la inteligencia espiritual; esto supuso un auténtico desastre cultural, que cerró la posibilidad de acceder a las posibilidades postmíticas de la inteligencia espiritual. Porque la modernidad confundió el nivel mítico de la inteligencia espiritual con la misma inteligencia espiritual, identificando a toda la ciencia con el nivel racional y a toda la espiritualidad con el mito. Ésta es la falacia nivel/línea: la confusión de un determinado nivel de una línea con toda la línea.

Como consecuencia, se produjo una doble reacción:

–         Represión de los propios impulsos espirituales, y rechazo de todo lo que se presente como espiritual, a lo que se considera como una estupidez irracional: la ciencia declara la guerra a la religión. De hecho, los intelectuales de vanguardia de la Modernidad empezaron a rechazar la religión y la espiritualidad de su conciencia.

–         Fijación a un determinado nivel, que se defiende feroz y obsesivamente de todos los ataques: la religión mítica declara la guerra abierta a la ciencia (y al mundo liberal en general).

Ambas reacciones lograron, paradójicamente, el mismo objetivo: una razón mutilada de la línea espiritual.

  • ¿Qué hace, ante ello, la persona religiosa? Cuatro actitudes

–         Identificación. Proveniente de una tradición marcadamente religiosa, la gran mayoría de los creyentes se hallan identificados con lo que han sido las formas tradicionales de expresar la fe. Pero esta postura no resulta fácil de mantener, porque el “desajuste” va en aumento. Por ello, suele dar paso a una de las siguientes.

–         Atrincheramiento. Con el fin de salvar sus planteamientos religiosos –la forma mítica en la que se había expresado-, confundiendo la espiritualidad y la religión con el nivel mítico de la misma, se identifica con ese nivel, hasta atrincherarse en él, viendo la modernidad como amenaza. Como es obvio, esta actitud se halla mucho más próxima a cualquier fanatismo, por autodefensa: porque cree que la modernidad le está impidiendo existir.

–         Solución de compromiso. Por un lado, quiere ser fiel a la forma recibida, pero, por otro, no puede dejar de lado el estadio racional en que se encuentra. La única salida es llegar a una solución de compromiso, que resultará precaria e inestable, aparte de incómoda, ya que no es fácil evitar una fractura en la propia persona entre lo que es su nivel cultural y su nivel religioso.

–         Búsqueda creativa. Es la actitud que se toma más en serio la doble fidelidad, de un modo que resulte coherente y unificador. Por ello, es capaz de distinguir “forma” de “contenido”. Por ello también, es la única que trasciende y supera todo dualismo. Y la que abre a la esperanza.

  • ¿Cómo salir de la crisis? ¿Qué hacer?

Si lo que ocurrió con la Modernidad fue que todo lo espiritual fue reprimido, la salida pasa por la desrepresión. La Modernidad lo reprimió porque el nivel mítico de Dios era terrible y el daño provocado por la Iglesia en nombre de ese Dios, espantoso; la Ilustración lo rechazó. “Recordad las crueldades”, era el lema de Voltaire. El error grave de la Modernidad –como ha quedado dicho- consistió en que identificó todo lo religioso con aquella divinidad mítica institucionalizada en la Iglesia medieval. Ello condujo a una descalificación de lo espiritual y, consiguientemente, a un tremendo empobrecimiento de lo humano. Por su parte, cierta postmodernidad –no toda ella: se puede ser postmoderno y no relativista- agudizó el error, al quedar atrapada en un relativismo vulgar, vacío, autocontradictorio y moralmente pernicioso.

Pues bien, sólo podremos salir de ese error –y del empobrecimiento resultante- reconociendo lo espiritual como línea siempre presente, en todos los estadios del desarrollo, que puede alcanzar diferentes niveles, y por lo mismo, diferentes formas de expresión y vivencia.

Ello requiere también, por parte de los creyentes, una lectura desapasionada de su propio mensaje, desde la nueva apertura que ofrece el desarrollo cultural. En suma, un ejercicio humilde de lucidez. Cada vez resulta más evidente para muchos creyentes que la solución para nuestra situación actual no puede ser un mero retorno al tradicionalismo.

  • ¿Qué es la espiritualidad?

Según el esquema de Wilber, dentro de las diferentes líneas de que consta lo que es el desarrollo humano –línea cognitiva, estética, moral, interpersonal, afectiva…- la espiritual es la línea que responde a la pregunta: “¿Cuál es la preocupación última?”. Lo que la espiritualidad busca es precisamente la respuesta a ese interrogante. A lo largo de los siglos, ha ido dando diferentes respuestas, de acuerdo con los diversos niveles de desarrollo que el ser humano iba atravesando. Al dejar de reprimirla, somos capaces de abrirnos a una de las líneas básicas que nos constituyen. Y podremos dialogar y buscar entre todos respuestas que vayan siendo cada vez más coherentes. Conscientes de que, en esa búsqueda, también el agnosticismo y el ateísmo se consideran respuestas válidas. De lo único que se trata es de no ahogar la pregunta.

El hecho de que la espiritualidad sea respuesta a la citada pregunta no significa, en absoluto, que se reduzca a algo teórico. Según escribe D. Evans, en una de las mejores definiciones que se han dado de ella, “la espiritualidad consiste principalmente en un proceso transformador básico en el que descubrimos y nos desprendemos de nuestro narcisismo para entregarnos al Misterio a partir del cual todo se está manifestando constantemente… [Toda transformación espiritual auténtica] implica despojarse del narcisismo, del egocentrismo, del estar aislado en uno mismo, del interés por uno mismo, etc.[2].

  • ¿Qué son los niveles o estadios?

Son varios los estadios –arcaico, mágico, mítico, racional y transpersonal- que ha recorrido la conciencia en su proceso evolutivo. Lo que ocurre en esa evolución es que se modifica nuestra percepción de la realidad. Y, por lo que se refiere a la religión, esto tiene consecuencias decisivas. Por una parte, cuando se estanca en el nivel mágico-mítico, en los que hizo su aparición histórica, se bloquea el desarrollo espiritual, y la religión etnocéntrica entra en conflicto con la racionalidad mundicéntrica. Por otra, cuando es la modernidad la que confunde –y reduce- la espiritualidad al nivel mítico de la misma, la reprime. Así, en ambos casos, se ha terminado identificando espiritualidad y mito, con el consiguiente empobrecimiento de la dimensión mas profunda de la realidad. La recuperación limpia de esa dimensión es una de los mayores retos que tenemos por delante. Y en ello se juega el futuro de la humanidad y del planeta.

  • ¿Ver a Dios?

Característico de los estadios mágico y mítico era concebir a Dios como un ser separado, en el exterior, habitando su cielo. Para nuestra concepción del mundo, sin embargo, aquella imaginería es inconcebible. No hay tal “ser separado” de la realidad –no puede haber una realidad última infinita separada-, sino el Dinamismo que hace ser y en todo se manifiesta[3]. Y se percibe cuando estamos situados en el espacio o nivel adecuado, adoptando los medios adecuados. Quien se halle instalado en el nivel moderno-pragmático-cientificista, es probable que únicamente vea el mundo chato; quien esté en el nivel mágico-animístico, creerá ver a Santa Claus; quien acceda al nivel transmental, podrá ver a Dios en todo.

Y aquí se hace necesario plantear otra cuestión: ¿Dónde suponemos que está Dios y donde pensamos que no está ni puede estar? ¿No nos jugarán aquí una mala pasada nuestros propios prejuicios? ¿Por qué tendemos a creer que las cosas hermosas o placenteras no son espirituales?

Permítanme citar, aunque no sea de modo literal, un texto de Wilber especialmente inspirado y hermoso: Dios es imposible de negar, como tampoco se puede negar la conciencia de esta página, sabiendo que el Espíritu y la conciencia de esta página no son dos: la omnipresente conciencia Divina plenamente iluminada no es difícil de alcanzar, sino imposible de evitar, como han sabido todos los místicos. ¿Por qué lo buscaba aquí o allí, cuando Dios es El Que Busca?… ¿Por qué se empeña en que Dios muestre su Rostro, cuando el Rostro de Dios es su Rostro original, el Testigo, ahora mismo, tal cual es?… ¿Acaso debe hacer algún esfuerzo para ser consciente del momento presente? ¿Dónde pretendía ver a Dios, cuando Dios es el Vidente omnipresente? ¿Cuánto conocimiento pensaba embutir en su cabeza para llegar a conocer a Dios, cuando Dios es el Conocedor omnipresente? Sienta al Lector de estas líneas, experimente la simple sensación de Ser. Atrévase a dar el último paso que conduce desde el yo hasta el Yo. Renunciando a buscar, encontró a Dios. Cuando abandone toda búsqueda y descanse en el Buscador, dejará de necesitar mapas; se habrá acabado el juego del escondite al reconocer, finalmente que Usted era Ello[4].

Y, como hemos dicho en su momento, esto no significa negar la posibilidad relacional con Dios –Wilber habla de “la segunda persona del Espíritu”-. El Misterio que es/somos -que, en último término, constituye nuestra más profunda identidad- puede ser nombrado como “Tú”. De una forma no mítica, pero absolutamente legítima, mi pequeño yo se rinde, adora y ama al Misterio, lo nombra como “Tú” y, gracias a ello, va liberándose también del narcisismo de todo ego que, aun en la meditación, puede alimentarse y crecer.

  • ¿Qué Cristo?

Del mismo modo que existe un dios mágico, un dios mítico, un dios racional…, así también el cristiano, dependiendo del nivel en que se encuentre, percibirá y leerá a Cristo en clave mágica, o mítica, o racional, o pluralista… o mística-integral. Aferrarse a una compresión mítica significa quedarse estancados en un nivel cultural definitivamente superado, a la vez que privar a la humanidad de la riqueza del mensaje de Cristo, por seguir presentándolo en una forma inasumible desde nuestra actual concepción del mundo.

  • El papel de la religión

Comparto la apreciación de Wilber de que la religión es la única institución que puede ayudar a sus seguidores a avanzar desde la versión prerracional, mítico-pertenencia, etnocéntrica y absolutista hasta la versión racional-perspectivista, mundicéntrica y postconvencional.

Desde el Dios arcaico hasta el Dios mágico, el Dios mítico, el Dios racional, el Dios pluralista, el Dios integral y otros Dioses todavía más elevados, “la religión no es más que la institucionalización de la espiritualidad comunicando su buena nueva a la próxima generación[5]. Pero de su apertura depende que pueda seguir ofreciendo ese impagable servicio o, por el contrario, quede arrinconada, por, negándose a crecer, haberse estancado en un nivel ya superado del desarrollo de la conciencia.

______________________________________________________

[1] K. WILBER, Espiritualidad integral. El nuevo papel de la religión en el mundo actual, Kairós, Barcelona 2007. Junto a esta obra, quiero hacer referencia a la de J.N. FERRER, Espiritualidad creativa. Una visión participativa de lo transpersonal, Kairós, Barcelona 2003. Se trata de una muy valiosa revisión crítica de la teoría transpersonal, con claras consecuencias para una renovada comprensión, formulación y vivencia de la espiritualidad. De un modo explícito, afronta “los dos retos más importantes a los que se enfrentan hoy los buscadores espirituales: el peligro del narcisismo espiritual y el fracaso de integrar las experiencias espirituales en la vida cotidiana”: p. 45.

[2] Cit. en J.N. FERRER, op.cit., p. 66.

[3] Es un gusto recomendar el librito de W. JÄGER, La vida no termina nunca. Sobre la irrupción en el Ahora, Desclée de Brouwer, Bilbao 2007.

[4] K: WILBER, Espiritualidad integral…, pp. 350-352.

[5] Íbid., p. 353.

Espiritualidad, no-dualidad, identidad

ESPIRITUALIDAD, NO-DUALIDAD, IDENTIDAD

Entrevista en «Yoga en red«, 25 enero 2013, www.yogaenred.com

Enrique: ¿Puede hablarnos de su experiencia vital y espiritual?

 La vida me ha regalado dos actitudes de fondo que me han acompañado desde que tengo memoria, incluso siendo muy niño, y que han sido motores permanentes en mi andadura. Me refiero a la búsqueda de la Verdad y a la confianza en el Fondo de lo real. Han venido unidas y eso ha permitido que se potenciaran mutuamente.

Mi trayectoria vital, con sus subidas y bajadas, aciertos y errores, ha sido una permanente búsqueda de la Verdad. Y no por un interés “mío”; sencillamente, ha sido así. Casi a modo de anécdota, diría que hay una pregunta que siempre se me ha hecho presente: “¿Y si las cosas no fueran como me las han contado, ni como siempre las he visto?”.

A veces me ha costado “ver”, también porque la indecisión es otro rasgo de mi carácter. Pero cuando he visto con claridad, me he dado cuenta, incluso muy sorprendido, de que nadie ni nada me podía detener (a pesar de que viví mucha inseguridad ante la opinión de los otros).

Y, por otro lado, la confianza, una sensación de fondo que, aun en medio del mayor desconcierto, me seguía asegurando: “Confía. Todo está bien”. No venía de la mente –que veía muchas cosas mal y estaba sufriendo-, pero sabía a verdadera.

Por ahí ha discurrido mi experiencia vital y espiritual, no como dos cosas separadas, sino en todo momento unificadas. Siempre se me ha regalado también un “olfato” especial para detectar la falsedad de todo dualismo.

 ¿Cómo explica qué es la meditación a quien le pregunta?

 Me parece importante subrayar que la meditación no es una actividad, ni un método, ni una serie de prácticas…, aunque sea importante perseverar en las prácticas meditativas.

La meditación es una forma de vivir, una forma de ser. Porque es nada menos que un estado de consciencia. Igual que hay un estado que es el sueño y otro que es la vigilia (el pensamiento), la meditación (dhyana, en sánscrito) es otro estado de ser, caracterizado por la experiencia de la no-dualidad y –va de la mano- la vivencia del momento presente.

La meditación no es una práctica; es vivir en estado de Presencia, percibiendo que no hay nada separado de nada, y que nuestra verdadera identidad no es el yo –tal como creemos en el estado del pensamiento- sino esa misma Presencia, ilimitada y eterna.

 ¿Y como explicaría sencillamente, para que todo el mundo pueda entenderlo, qué es la espiritualidad?

 Todo resulta totalmente convergente y elegante. Los científicos suelen decir que, cuando una fórmula o una ecuación es elegante, hay muchas garantías de que sea verdadera.

Todo esto es muy elegante, porque todo converge: la espiritualidad no es otra cosa que la vivencia de –y la ayuda para vivir- ese estado de Presencia.

Espiritualidad es la dimensión profunda de todo lo real. Así entendida, es claro que no hay nada que quede al margen de la espiritualidad.

Con la espiritualidad hemos tenido dos problemas: 1) que las religiones han tendido a apropiársela, y de ese modo la han desfigurado; y 2) que la cultura vigente en Occidente, sobre todo a partir de la Modernidad –en gran medida, como reacción al absolutismo de las religiones-, la ha olvidado, produciendo un empobrecimiento humano muy grave, el “mundo chato”, de que habla reiteradamente Ken Wilber.

Por decirlo brevemente: todo lo que existe tiene una dimensión de profundidad, más allá de la apariencia material. Eso es lo “espiritual”, y ahí está para quien sabe ver. De hecho, materia y espíritu, energía y consciencia, no son sino las dos caras de la única realidad, en un abrazo no-dual.

 ¿Cómo ve la religión, la religiosidad y las distintas religiones en estos tiempos?

 Como dice Javier Melloni, un hombre sabio y verdadero maestro espiritual, en el mejor sentido de la palabra, “podríamos decir que las religiones son las copas; la espiritualidad, el vino; las creencias, las denominaciones de origen de cada vino, y la mística es beber de ese vino hasta embriagarse”.

¿Cómo lo veo en la actualidad? Me parece innegable que estamos asistiendo a un declive de la religión institucional, a la vez que a un auge de la búsqueda espiritual.

La religión institucional ha caído, a lo largo de la historia, en un error grave y dañino: ha tendido a absolutizarse. Como si al referirse al Absoluto, ella misma se hubiera creído en posesión de él y de la Verdad. Esto es peligroso, porque es falso; ha hecho mucho daño y provoca un rechazo cada vez mayor. La religión solo es buena cuando se vive decididamente al servicio, no de ella misma ni de la institución ni de sus creencias, sino de la persona y de la espiritualidad.

Por otro lado, el ser humano no soporta demasiado vacío, porque su Anhelo es plenitud. La suma de ambos factores explican, a mi modo de ver, la creciente búsqueda espiritual. Se sepa o no, no podemos dejar de buscar. ¿Qué buscamos? Suena a paradójico, pero es así: buscamos lo que ya somos y siempre hemos sido. Esto explica, en último término, por qué no podremos dejar de hacerlo nunca.

 Usted es teólogo cristiano y psicólogo. ¿Cómo confluyen estas dos facetas? ¿Qué pueden aportarnos?

 No sé si la teología aporta mucho…, aparte de erudición. Sí, siempre es bueno conocer lo que han pensado o escrito tantas personas que nos han precedido. Pero no tengo mucha fe en la teología, igual que no la tengo en la mente, a la hora de hablar de lo Absoluto. La mente –y el discurso conceptual- es una herramienta preciosa y eficaz en el mundo de los objetos, pero es absolutamente incapaz de referirse a lo que no es objetivable. Y eso conlleva una trampa peligrosa: la mente reduce el misterio a un objeto; la teología reduce la Verdad a una creencia, y a Dios a un ídolo.

Lo que sí me parece relevante es la convergencia de la psicología con la espiritualidad. Creo que son dos raíles que es preciso recorrer simultáneamente: porque la espiritualidad sin la psicología se queda coja, y la psicología sin la espiritualidad permanece ciega.

De hecho –y esto lo he comprobado con frecuencia- el olvido de uno de esos dos raíles hace que la persona descarrile fácilmente.

 Bajo su punto de vista, ¿cómo puede el ser humano afrontar las crisis? ¿Qué puede ayudarnos a entenderlas y superarlas?

 Me parece que, de entrada, la crisis puede resolverse mejor si la entendemos como oportunidad. Porque es así: la crisis remite siempre al crecimiento. Es cierto que también constituye una encrucijada, y podemos errar en ella. Ese es el riesgo, pero no niega que sigue siendo oportunidad.

Dicho esto, habría que ver cada crisis en concreto. Pero, en cualquier caso, me parece importante contar con tres cosas: unas claves de comprensión de lo que estamos viviendo, unas actitudes básicas que permitan resolverla de una manera constructiva, y unas herramientas concretas como medios eficaces.

Con respecto a las actitudes, desearía subrayar cuatro: la no-evitación de la crisis (o aceptación de lo que estamos viviendo), la no-reducción a lo que ocurre (siempre somos más que todo lo que nos pueda suceder), el cuidado por venir siempre al momento presente (sin dejar que la mente se pierda en la rumiación o el victimismo), y el amor a uno mismo (para poder acogernos tal como estamos: esto es “tener compasión de sí”, particularmente necesaria cuando se hace presente el dolor).

Entre las herramientas, destacaría la ayuda psicológica, el compartir con alguna persona de confianza, así como algunas prácticas específicas, tanto psicológicas como espirituales (o meditativas).

 Sé por propia experiencia que viaja por diferentes lugares impartiendo talleres, conferencias, retiros… ¿Cómo vive este compartir y como responden las personas que asisten a sus trabajos?

 Lo vivo con mucho gusto, como una oferta de lo que se me regala ver y vivir. Y percibo en las personas dos cosas que siempre me sorprenden: el enorme interés (que no es sino expresión del anhelo que nos constituye, lo conozcamos o no) y las “resonancias” o “ecos” que se producen en ellas. Como si despertara lo que ya estaba, aunque fuera dormido; o como si pusieran nombre a lo que siempre habían intuido… Esto es sumamente gratificante, porque nos encontramos en la misma realidad. Siento que soy el “pretexto” para que pueda despertarse el “maestro interior”, el único al que debemos seguir.

 Su faceta de escritor…

 Realmente surgió  de una forma totalmente inesperada, casi como un juego. Hace solo diez años escribí algo para “uso interno” de un grupo muy específico, alguien lo vio y creyó que debía publicarse… A partir de ahí, todo fue fluyendo. En ocasiones, sueño incluso el índice de un posible libro, y es un gozo experimentar cómo el texto fluye por sí mismo.

Disfruto escribiendo porque prácticamente no me cuesta esfuerzo. Hay detrás todo un trabajo constante de estudio, reflexión y práctica. Pero, a la hora de escribir, fluye con espontaneidad de un modo muy fácil.

Escribo a raíz de lo que voy viviendo y de lo que voy viendo en tantas personas a las que conozco en talleres o acompaño, de un modo u otro. En ese sentido, los libros no quieren ser sino respuestas sintéticas a cuestiones específicas, en la esperanza de que puedan ayudar a que las personas “pongan nombre” a lo que ellas mismas están viviendo. Buscan ayudar a vivir.

 ¿Qué somos? ¿Quienes somos realmente? ¿Hacía dónde caminamos en nuestro devenir humano?

 Esta es la pregunta “definitiva”, la “única cuestión” que realmente vale la pena. De la respuesta a la misma dependerá nuestra esclavitud o nuestra liberación, nuestra desgracia o nuestro gozo.

En nuestro medio cultural, la respuesta más habitual es la que considera al ser humano como una estructura psicofísica, considerando el “yo” como nuestra identidad definitiva. Es una respuesta que nace de la mente. Pero, dado que la mente, únicamente ve “objetos”, lo que hace es convertir a la persona en un objeto más, en una percepción absolutamente reductora. Por otro lado, es inevitable: ¿cómo una parte de lo que somos –la mente- va a saber quiénes somos en profundidad?

Esa respuesta reductora es la fuente de todo nuestro sufrimiento, pues nos identifica con una realidad impermanente, transitoria y, en último término, vacía, ya que lo que llamamos “yo” es solo una ficción mental.

¿Qué somos? Una indagación minuciosa y atenta nos hace caer en la cuenta de que no somos nada que podamos observar (cuerpo, sensaciones, sentimientos, emociones, pensamientos, circunstancias…), porque todo ello no son sino objetos dentro del campo de nuestra consciencia. Pero lo que somos no es ningún objeto o contenido de la consciencia. Somos el Sujeto que ve, Eso que observa y que no puede ser observado. Por eso, solo conocemos lo que somos, en la medida en que lo somos. No se trata, por tanto, de un conocimiento conceptual –que únicamente sirve para el mundo de los objetos-, sino de un conocimiento por identidad: puedo conocer quien soy precisamente porque lo soy.

Y Eso que somos tiene mil nombres, todos metafóricos, que quieren apuntar a nuestra realidad inefable: Vacío original, Plenitud desbordante, Consciencia desnuda, pura Atención, Presencia ilimitada, Quietud, Gozo, Amor…

¿Hacia dónde caminamos? Hacia ninguna parte. No hay camino porque no hay distancia. Lo que somos es ya Aquí y Ahora. Un antiguo dicho zen nos recuerda: “Si tenéis el menor deseo de ser mejores de lo que ahora sois, si os afanáis, aunque solo sea mínimamente, en la búsqueda de algo, ya estáis yendo contra el no nacido”. Si tuviéramos que buscar o alcanzar algo, eso sería señal de que no lo somos; habríamos caído en la trampa del ego y del dualismo. Pero todo es Ahora.

Un místico cristiano medieval escribía: “Si no lo buscas, lo encontrarás”. Actuamos convencidos de que la plenitud no-dual está ausente (fuera y en el futuro). Pero la realidad es que esa plenitud es todo lo que existe y no hay lugar donde no esté. No hay modo alguno de acercarse más; ni de alejarse tampoco. El Sí mismo (o Yo Soy) –el Fundamento último de todo lo que existe, y que constituye igualmente nuestra misma identidad- no es una realidad que resulte difícil de alcanzar, sino, más bien, un estado del que resulta imposible escapar.

No nos falta nada, no hay alguien que tenga que ir a algún lado. No hay un lugar adonde ir. Si no nos movemos, ya hemos llegado.

¿Qué nos falta? Una sola cosa: reconocerlo, caer en la cuenta o –como afirman todas las tradiciones de sabiduría- salir del sueño de nuestra mente (ego) y despertar.

 Algo que quiera compartir con los lectores de esta entrevista…

 Aparte de expresaros mi gratitud por esta posibilidad de compartir lo que veo y vivo, me gustaría animaros para que toda vuestra actividad refleje la hermosa unidad que evoca precisamente la palabra “yoga”, para ayudar a despertar del sueño del dualismo y favorecer el reconocimiento que todo, sin excepción, queda abrazado en la radiante, bella y plena no-dualidad. Muchas gracias. 

Educar en la interioridad

EDUCAR EN LA INTERIORIDAD

Entrevista publicada en «El Norte de Castilla«, 27 mayo 2013.

-Según el título de su charla. ¿Cuáles son las mayores necesidades que hay que atender en los niños y los jóvenes?

De acuerdo con una descripción clásica en todas las tradiciones de sabiduría, en el ser humano reconocemos una triple dimensión: cuerpo, psiquismo y espíritu. En cada uno de esos niveles, encontramos necesidades que requieren ser respondidas adecuadamente si queremos crecer en unificación y en plenitud humana. Hablamos, por tanto, de necesidades corporales (alimentación, descanso, movimiento), emocionales (sentirse reconocido/amado: a través del contacto físico, la mirada, la palabra, el tiempo de calidad que se le dedica) y espirituales (paz, felicidad, silencio, libertad, plenitud, unidad…).

-¿De qué manera toman conciencia de su mundo interior o se les puede invitar a hacerlo?

La primera condición es que el adulto sea consciente de su propio mundo interior y haya experimentado la riqueza que tal consciencia aporta. Porque no podemos acompañar al niño más lejos de donde nosotros mismos hayamos llegado.
Además de ello, se requiere crear espacios y desarrollar prácticas simples que ayuden al niño en esa toma de conciencia. Hablamos de prácticas psicológicas y meditativas (el cuidado de la inteligencia emocional y espiritual), que favorecen que el niño se vaya familiarizando con su mundo interior, poniendo nombre a lo que vive y aprendiendo a gestionarlo.
Para quienes se encuentren interesados en esta cuestión, creo adecuado sugerir dos libros interesantes: desde la neurociencia, el de Daniel Siegel, “El cerebro del niño”, publicado en la editorial Alba; y, desde la espiritualidad, el de Ana Alonso, “Pedagogía de la interioridad”, de editorial Narcea.

-Cuáles son las claves para acompañar a los niños en el proceso de madurez y cómo se puede controlar la rebeldía de la adolescencia.


La clave fundamental consiste en que la persona adulta se viva desde lo mejor de sí, sea diestra en gestionar su propio mundo interior y sea capaz de vivirse ante el niño como presencia sólida y amorosa. No hablamos de adultos “perfectos” –cosa imposible para todo humano-, sino lúcidos sobre sí mismos, que se aceptan y acogen con sus luces y sombras, por lo que son capaces de aceptar y acoger a los demás.
Desde esa actitud, les resultará más fácil vivir dos actitudes básicas, que han de activarse simultáneamente: el cariño y la firmeza, también en momentos de rebeldía infantil o adolescente.

-Justifíqueme por qué es necesaria una referencia espiritual.

Entendida en su sentido más genuino, “espiritualidad” es sinónimo de “interioridad” o, si se prefiere, de “humanidad plena”. Así vista, su olvido supone una amputación grave del ser humano, con la consiguiente sensación de vacío. Con ello, estaríamos privando al niño del acceso a su dimensión fundamental.
La espiritualidad constituye una dimensión tan básica como la corporeidad, la afectividad o la sociabilidad. Esto explica la importancia decisiva de cuidar la inteligencia espiritual, en cuanto capacidad de nos permite responder adecuadamente a toda esa dimensión.
Lo que ocurre es que la palabra “espiritualidad” con frecuencia aparece cargada de resonancias negativas: porque se ha contrapuesto al cuerpo, al placer, a la vitalidad…, o porque se la había identificado con la religión. Sin embargo, hoy somos conscientes de que es totalmente posible una “espiritualidad laica” (Mariano Corbí) o incluso una “espiritualidad atea” (André Comte-Sponville).

-Usted invita a la meditación como forma de vida. ¿Cómo se aplica en el mundo de las prisas en el que vivimos?

Precisamente, cuantas más prisas, más necesario es el aprendizaje y el cultivo de esa otra forma de vida, que consiste en desarrollar la capacidad de vivir en el presente, siendo dueños de la propia mente.
Meditar, antes que una práctica o un método, es una forma de ser, una forma de vivir. Se trata de un arte y, como todo arte, puede aprenderse gracias a la práctica perseverante.
Al crecer en la capacidad de venir al presente, sin identificarnos con los movimientos mentales y emocionales que surgen en nuestra mente, esta forma de vida sabe a ecuanimidad, consciencia y plenitud. En realidad, la persona termina reconociéndose en ella, porque encaja adecuadamente con el anhelo que nos mueve.
Así como todo sufrimiento –no el dolor- nace de la mente no observada, la liberación del mismo solo es posible gracias a la consciencia de quienes somos.

-¿De qué forma la crisis afecta a la educación y el crecimiento de los niños?

Sin duda, la crisis puede afectar negativamente en un doble sentido: por un lado, cuando el problema económico es fuerte en la familia, el niño puede verse expuesto a un peligroso sentimiento de inseguridad; por otro, los recortes en los medios destinados a la educación pueden devaluar la calidad de la misma.
Ahora bien, todo puede ser oportunidad de crecimiento; también las crisis. Ello requiere vivir –y enseñar a vivir- actitudes constructivas. Y este sería un buen mensaje que toda crisis nos viene a recordar: Lo decisivo no es lo que nos ocurre, sino aquello que hacemos con lo que nos ocurre.

Una búsqueda espiritual creciente

UNA BÚSQUEDA ESPIRITUAL CRECIENTE.
Claves de comprensión y perspectivas

Revista Aragonesa de Teología
36 (julio-diciembre 2012) 7-22
CRETA, Zaragoza.

Ni las personas ni los grupos humanos pueden soportar por mucho tiempo el vacío existencial. En un primer momento, quizás se eche mano de la compensación y de la “distracción”, pero la insatisfacción creciente desencadenará una actitud de búsqueda de la plenitud presentida: es la búsqueda espiritual. Algo así parece estar sucediendo entre nosotros.
A ojos de muchos analistas, resulta innegable que, en nuestro medio sociocultural, nos hallamos frente a un creciente resurgir de la espiritualidad. Y que dicho resurgir corre paralelo a un no menos evidente declive de la religión institucional. Hasta el punto de que, según ellos, nos encontraríamos ante el umbral de una etapa transreligiosa, transconfesional y postcristiana. ¿Es así en realidad?
En el presente trabajo, intento ofrecer unas claves que permitan facilitar la comprensión de lo que nos toca vivir en este campo, así como las perspectivas que se abren ante nuestros ojos[1].
Me parece oportuno empezar por aproximarnos al concepto mismo de “espiritualidad”, para saber a qué nos referimos exactamente. Habrá que delimitar luego las relaciones entre religión y espiritualidad, así como el lugar de esta en el diálogo con la ciencia. Trataremos de comprender qué se quiere significar cuando se habla de “postcristianismo” y terminaremos reivindicando la importancia de cuidar –ya desde la infancia- la inteligencia espiritual, si queremos avanzar hacia una vida de mayor plenitud.

Qué es espiritualidad

Cuando se habla de “espiritualidad” desde una opción religiosa o confesional, parece inevitable que aquella sea comprendida y explicada a partir de la perspectiva de la propia religión, a la que se le asignará un estatus superior.
En efecto, al dar por sentada la verdad “mayor” de la propia creencia, se entenderá la espiritualidad como la práctica por medio de la cual se busca ahondar en la vivencia de la fe que se ha asumido.
Como consecuencia de este modo de hacer, se adopta un concepto reductor y estrecho de espiritualidad, a la que, intencionadamente o no, se le ha sobreimpuesto el corsé de la religión.
Más adelante, nos detendremos expresamente en la relación que se da entre ambas. Por ahora, solo quiero llamar la atención sobre la importancia de empezar hablando de la espiritualidad, sin someterla a los cánones rígidos de una u otra religión.
La llamada dimensión espiritual constituye una dimensión absolutamente básica de la persona y de la realidad. Sobre ella precisamente se asientan las diferentes “formas” religiosas o religiones, como soporte y vehículo a la vez de aquella dimensión que empuja por vivirse.
Por eso me parece importante iniciar esta reflexión acercándonos a la espiritualidad, como una realidad previa a las religiones en cuanto tales. Pero antes aún, hay que aludir a lo que esa misma palabra suele despertar en nuestros contemporáneos.

“Espiritualidad” ha llegado a ser una palabra desafortunada. Para muchos significa algo alejado de la vida real, algo inútil que no se sabe exactamente para qué puede servir o, como mucho, un “añadido”, superfluo o poco significativo, a lo que es la vida ordinaria. Frente a eso llamado “espiritual”, de lo que se podría fácilmente prescindir, lo que interesa es lo concreto, lo práctico, lo tangible.
Pero “espiritualidad” es, además, una palabra gastada. Gastada y estropeada, porque ha sido víctima de una doble confusión: el pensamiento dualista que contraponía espíritu a materia, alma a cuerpo, y la reducción de la espiritualidad a la religión.
Como consecuencia, se produjo un rechazo más y más generalizado hacia ella en la cultura moderna. Por una parte, la modernidad, celosa de la racionalidad y de la autonomía, arremetía contra una religión (institución religiosa) poderosa, autoritaria y dogmática, que parecía desconfiar de lo humano. Por otra, cegada en su propio espejismo adolescente, la misma modernidad cayó en un reduccionismo tan estrecho que no aceptaba sino aquello que fuera materialmente mensurable.
Ambos factores –el rechazo de la religión y el encierro en un materialismo cientificista- condujeron al olvido de la dimensión más básica de lo real, promoviendo con ello una cultura chata y empobrecedora de lo humano, que todavía sigue estando mayoritariamente vigente.

Pero el contraste continúa. En medio de esta cultura heredera de la que desechó la religión y, con ella, la espiritualidad, estamos asistiendo a un emerger notable del anhelo espiritual. Y, como en cualquier moda, no es infrecuente que aparezcan sucedáneos, a los que se coloca la etiqueta de “espiritual”, pero que no encajan en lo que es una espiritualidad auténtica. Los riesgos de engaño o reducción vienen de dos direcciones.
Por un lado, en ciertos círculos de la Nueva Era o influidos por ella, suele presentarse la espiritualidad como la búsqueda de un bienestar que, por más que se designe como “integral”, no parece superar los límites del narcisismo y de la charlatanería. Frente a la “dureza” de la situación cotidiana, es tentadora la huida a “paraísos narcisistas”, refugios de un ensimismamiento adolescente, que nuestra propia cultura promueve.
Por otro lado, en los grupos religiosos más estrictos, probablemente por un instintivo mecanismo de defensa, se promueve una “espiritualidad” rígida y exclusiva, con notables tintes dogmáticos y autoritarios.
En el primer caso, parece imperar la ley del “todo vale”, con tal de que favorezca el bienestar: representaría al postmodernismo extremo. En el segundo, el criterio parece ser la creencia mental de estar en posesión de la verdad: sería la voz del integrismo mítico.

Pues bien, con todo este trasfondo, queremos hacer luz a partir de la pregunta primera: ¿qué es la espiritualidad?
En una aproximación suficientemente amplia e inclusiva, puede entenderse la espiritualidad como la dimensión de Profundidad de lo real.
Bajo mi punto de vista, de este modo, se hace justicia a la dimensión espiritual como parte constitutiva de toda la realidad. Ello significa reconocer que no existe absolutamente nada al margen de esta dimensión. Más aún, todo lo que podemos percibir, como “formas” infinitamente variadas, no son sino “expresión” de aquella Profundidad de la que todo emerge.
Con esto, no se afirma ningún dualismo entre aquella dimensión última y las manifestaciones que percibimos. Al contrario, en admirable sintonía con lo que vamos percibiendo desde diferentes ámbitos del saber –desde la física cuántica hasta la psicología transpersonal, desde la mística hasta recientes estudios en el campo de las neurociencias-, lo que se nos muestra es una admirable y elegante no-dualidad, en la que nada se halla separado de nada, siendo solo la mente la que nos hace creer en una realidad fraccionada y separada en partes, tal como ella misma la ve.
De entrada, el término “espiritualidad” nombra una cualidad, una capacidad o incluso un ámbito del saber que tiene como referencia directa e inmediata al “espíritu”. Por tanto, solo lo podremos entender si previamente desciframos el sentido de este otro.
Pero no es una tarea fácil. Basta intentarlo para que se ponga de manifiesto la incapacidad de la mente para referirse adecuadamente a todo lo que no es objetivable.
Si rastreamos esa palabra en la tradición judeocristiana, hallamos algún dato significativo. En la Biblia hebrea, el espíritu presenta forma femenina: es “la Ruaj”, la brisa, “aleteo” de Dios sobre las aguas, soplo impetuoso que genera vida. Aliento, soplo, viento, respiración, fuerza, fuego…, con nombre femenino que habla de maternidad y de ternura, de vitalidad y de caricia.
Si Ruaj es femenino, su traducción griega lo convierte en el neutro “lo Pneuma”. Como si en su intrínseca dificultad para imaginarlo, el mismo término nos estuviera diciendo que se trata de una Realidad que, no solo trasciende el género (está más allá de la distinción sexual), sino también el concepto de “individuo” y hasta de “persona” (por definición, lo neutro no puede ser “personal”; en todo caso, transpersonal).
Con la traducción latina (Spiritus), el Espíritu se hizo masculino, y así ha llegado hasta nuestras lenguas modernas. Pareciera como si, con este cambio, volviéramos a sentirnos cómodos: finalmente, podríamos dirigirnos a él como una persona y en masculino. Eso casaba bien con nuestra conciencia egoica y patriarcal.
Si algo tienen en común todos esos nombres es que remiten a la intuición de un “principio vital” o “latido” (hálito, respiración), que se encontraría en el origen de todo lo que es. No es extraño que “Espíritu” haya sido uno de los términos más comunes para nombrar a la Divinidad, en cuanto Dinamismo de Vida.
Fuente de todo lo que es, principio vital, dinamismo de vida, el espíritu constituye, por tanto, el núcleo más hondo, la identidad última de todo lo que es, la Mismidad de lo Real.
Pero no como una “entidad” separada, sino como “constituyente” de todas las formas, en un abrazo no-dual. En razón de esa misma no-dualidad, podemos ver, palpar y saborear al Espíritu en todas las formas de la realidad: todas lo expresan y en todas se manifiesta, sin negarlas ni anular las diferencias.
Una vez más, es necesario decir que no hay ningún tipo de dualismo, como si, además del espíritu, hubiera “otra” realidad al margen de él; pero tampoco se trata de un panteísmo indiferenciado. Es todo más sutil y, en cierto modo, más simple: el Uno expresado en lo Múltiple, como dos caras de la única Realidad.

Si entendemos por “espíritu” el principio vital y constitutivo de todo lo que es, habremos de concluir que “espiritualidad” es la capacidad de “ver” esa dimensión profunda y última de lo real y vivir en coherencia con ello.
En esta acepción primera y genuina del término, no hay todavía conceptos ni creencias. Hay, sencillamente, un reconocimiento y una capacidad. Una percepción intuitiva –preconceptual- del misterio mismo del existir.
A esta capacidad podemos designarla, por tanto, como “inteligencia espiritual”. Es ella la que nos permite intuir el Misterio y, simultáneamente, reconocer nuestra identidad más profunda.
Se suele decir que el “despertar espiritual” consiste en la capacidad de separar la conciencia de los pensamientos. De eso se trata exactamente. Caer en la cuenta de la identificación con la mente, de la que provenimos, y reconocer que ahí no está nuestra verdadera identidad.
La espiritualidad o inteligencia espiritual, al hacernos crecer en comprensión de nuestra verdad, nos pone en camino de desapropiación. Por eso, a más espiritualidad, menos ego y menos egocentración. Es fácil advertir que el criterio decisivo de una existencia espiritual no puede ser otro que la desegocentración, la bondad y la compasión, unidos a la ecuanimidad de quien ya ha descubierto que su verdadera identidad trasciende todo vaivén y toda impermanencia.
Lo expresa con nitidez Javier Melloni, cuando escribe que “la dirección que no ha de variar, aunque se cambien los vehículos y los caminos, es el progresivo descentramiento del yo, tanto personal como comunitariamente… Esta es la única certeza, el único discernimiento: ir convirtiendo nuestra existencia en receptividad y donación”[2]. Porque, ¿cuál es la meta? Y responde el propio Melloni de una manera sabia y hermosa: “La tierra pura de un yo descentrado de sí mismo que se hace capaz de acoger y de entregarse sin devorar, porque sabe que proviene de un Fondo al que todo vuelve sin haberse separado nunca de él”[3].
A partir de este concepto de espiritualidad, se desprenden dos primeras conclusiones: por un lado, la percepción de que el cuidado de la espiritualidad y el cultivo de la inteligencia espiritual son decisivos si se quiere acceder a una vida plena; por otro, la constatación de que, así entendida, la espiritualidad es previa a cualquier religión, de modo que las diferentes confesiones religiosas no serán sino “modulaciones” o formas (mentales) específicas de aquella intuición original.

Religión y espiritualidad

Hay dos imágenes que se suelen utilizar habitualmente para hablar de la relación entre ambas: la del vaso y el agua, o la del mapa y el territorio.
La espiritualidad es el agua que necesitamos si queremos vivir y crecer; la religión es el vaso que contiene el agua. La espiritualidad es el territorio último que anhelamos, porque constituye nuestra identidad más profunda; la religión es el mapa que quiere orientar hacia él.
Cuando se vive al servicio de aquella, la religión constituye un medio valioso o una “cinta transportadora” –en palabras de Ken Wilber[4]- que facilita la conexión con la dimensión espiritual: es el vaso que proporciona el acceso al agua; el mapa que baliza el camino hacia el territorio.
Sin embargo, cuando la religión se absolutiza, todo se desencaja. Lo que no es sino un medio, se arroga cualidad de fin último, haciendo que todo gire en torno a ella. Se hacen presentes el dogmatismo y la exclusión. En esa misma medida, la persona religiosa proyecta en la religión la seguridad con la que sueña.
Quizás no esté de más señalar que esa tendencia a la absolutización constituye una característica del modo de funcionar de nuestra mente. Es consecuencia de la propia limitación de la misma y va de la mano de la necesidad psicológica de seguridad.

Con todo, sin embargo, parece claro que entre religión y espiritualidad no tiene por qué haber enfrentamiento, así como tampoco identificación. Esta afirmación conlleva dos conclusiones inmediatas: por un lado, una religión conscientemente alentada por la espiritualidad resulta beneficiosa y eficaz. Por otro, la afirmación de la no-identificación entre ambas permite reconocer la existencia de una espiritualidad laica o incluso atea[5].
Porque el Territorio de la espiritualidad es siempre compartido: ahí nos encontramos con todo lo que es, con el Misterio que se expresa en toda la realidad, y del que las religiones –hijas de su tiempo- han querido dar una explicación.
Por eso creo que, valorando la riqueza propia de cada religión, tenemos que dar un paso más… hacia el Horizonte o Territorio al que las religiones (mapas) apuntan: ese es el camino de la espiritualidad.
La religión es una construcción cultural, a través de la cual los humanos han tratado de canalizar, expresar y sostener –consciente o inconscientemente- el Anhelo espiritual que reconocen como dimensión constitutiva de su mismo ser.
En ese sentido, puede decirse que las religiones son interpretaciones o lecturas del misterio mismo del existir. Presentándose en complejas configuraciones, ofrecen caminos y propuestas de sentido. Como dice Javier Melloni, cada religión es un camino hacia el desvelamiento de lo Real.
Eso explica que la religión afecte a los grandes enigmas de la vida. En ellas, el ser humano pretende encontrar la luz que necesita para desvelar el misterio que envuelve su origen y su destino, para interpretar el sentido y el propósito de la existencia, para descubrir las causas del dolor que lo aqueja y, en fin, para encontrar un poco de alivio a sus incontables males.
Sin embargo, todas ellas se ven acechadas por dos graves peligros: aliarse con el poder y confundir su creencia con la verdad. Cuando eso ocurre –y ha ocurrido históricamente en todas ellas-, se produce la absolutización de la religión. Lo que era solo una construcción humana y un medio para facilitar la percepción y vivencia del Misterio, se convierte en un fin en sí mismo. En ese preciso momento, la religión se torna peligrosa.
Del mismo proceso de construcción de la religión forma parte la presunción de ser revelada por la Divinidad. A partir de ahí, el paso siguiente es sencillo: si nuestras creencias han sido reveladas, eso significa que son verdaderas; poseemos la verdad. De ahí que el innegable conflicto que supone el hecho de que religiones diferentes tengan la misma pretensión –el conflicto de “verdades” enfrentadas- se haya de resolver forzosamente declarando cada una que todas las demás están equivocadas.
En un nivel de conciencia mítico, en el que aparecen las religiones, era inevitable que, en las configuraciones teístas, se concibiese a Dios como un “ser separado”, y que se entendiese la así llamada revelación como un “dictado divino”. ¿Cómo no iba a producirse el paso siguiente que llevaba a creer al propio pueblo como el “elegido”, y al propio libro sagrado como “la verdad” dada a conocer por Dios?
En cuanto tomamos conciencia de aquel nivel de conciencia y, simultáneamente, trascendemos el modelo mental (dual) de conocer, el concepto mismo de “revelación” se modifica radicalmente.
En ese momento, también, reconocemos con facilidad la distinción entre la religión, en cuanto forma histórica concreta, y la espiritualidad, como dimensión constitutiva del ser humano y de toda la realidad.
Con esta toma de conciencia, la religión queda desnudada de cualquier pretensión absolutizadora. Más aún, el objetivo mismo se reorienta: ya no se trata de propagar la religión y lograr que tenga cada vez más fuerza, sino de potenciar la dimensión espiritual, es decir, la consciencia de nuestra identidad más profunda.
En esa tarea nos encontramos con todos los seres humanos, más allá de las referencias, religiosas o no, de cada cual. Podremos seguir valorando las religiones –los “mapas”- en toda la riqueza que han vehiculado y las capacidades espirituales que despiertan, pero sin olvidar que son solo medios relativos. Pueden, por tanto, ser trascendidas. Y, de hecho, podemos encontrarnos con todas las personas, sean religiosas o no, en el cuidado y cultivo de aquella dimensión espiritual irrenunciable.

Hay vida más allá de la ciencia

El trato que ha recibido la espiritualidad explica, en gran medida, no pocas características del modo de comprendernos, percibirnos y vivirnos en nuestro contexto sociocultural. Consumismo, economicismo, egocentrismo, vacío existencial… son manifestaciones de un mundo en el que se ha olvidado la dimensión genuinamente espiritual del ser humano. Al alejarnos de nuestra identidad profunda, han de aparecer necesariamente la ignorancia, la confusión y el sufrimiento.
Hemos logrado increíbles avances en el campo científico, técnico y tecnológico pero, al desconectar de quienes realmente somos, apenas hemos crecido en sabiduría ni en plenitud. Y venimos a constatar que tanto el poderío material como el mismo pensamiento filosófico no han logrado liberarnos del sufrimiento inútil y estéril.
En el origen de esa “desconexión” de nuestra verdadera identidad, han jugado papeles diferentes la religión y la ciencia. Como decía en el parágrafo anterior, la religión, al tiempo que se absolutizaba, ha manejado un concepto reductor y empobrecedor de la espiritualidad. En consecuencia, la atención se desviaba hacia las prácticas religiosas, las creencias y los rituales, en lugar de ofrecer prácticas espirituales que hubieran permitido a las personas vivirse conectadas con su raíz última. Además, y debido a aquella “reducción”, fue la misma religión la que, aun inadvertidamente, provocó entre sus adversarios un rechazo de la propia espiritualidad.
La ciencia moderna, por su parte, cayó en otro reduccionismo no menos empobrecedor, al arrojarse, de un modo totalmente acrítico, en los brazos de lo que conocemos como materialismo, positivismo o cientificismo.
El origen de la trampa, sin embargo, fue el mismo en ambos casos. Tanto la religión como la ciencia se absolutizaron, como si no existiera otra cosa más allá de ellas. Hemos tenido que padecer las consecuencias de tales posturas reductoras para empezar a despertar y venir a reconocer que, tanto más allá de la religión como más allá de la ciencia, sigue habiendo vida…

Para empezar, hoy nadie duda de que los postulados básicos del materialismo (y del cientificismo) son creencias metafísicas absolutamente indemostrables y peligrosamente reductoras. ¿En nombre de qué se puede sostener que no existe sino lo que puede ser comprobado “científicamente”? ¿Quién decide los límites de lo real? ¿Qué fundamento tiene la afirmación de que la razón es el modo supremo de conocimiento? ¿Dónde se apoya la arrogancia de que fuera de la ciencia no hay verdad?…
No es que se rechace la ciencia, sino únicamente sus pretensiones absolutistas. La ciencia es una herramienta extraordinaria para operar en el mundo de los objetos. Y la razón crítica constituye un logro irrenunciable de la humanidad. Los llamados “maestros de la sospecha” (Nietzsche, Marx, Freud) nos abrieron los ojos para ver que las cosas no son lo que parecen y que haremos bien en someter a crítica todo tipo de creencias.
Y eso mismo vale también para la ciencia…, a no ser que se arrogue un estatus “religioso” de intocabilidad, con el que ha aparecido con demasiada frecuencia. Es entonces, al aproximarnos a ella desde una actitud crítica, cuando caemos en la cuenta de la trampa del cientificismo: ha olvidado que existe otro modo de conocer superior y previo a la razón.
Es un modo de conocer al que tenemos acceso justamente cuando somos capaces de acallar el pensamiento y “conectar”, de una manera directa, inmediata y experiencial, con la verdad que somos. El modo racional (mental, dual, cartesiano) funciona admirablemente en el mundo de los objetos, pero es incapaz de ir más allá; cuando lo intenta, no hace sino objetivar toda la realidad, reduciendo y empobreciendo nuestra percepción.
Reconociendo la validez de ese acceso, es innegable que existe otro, anterior a la razón, que nos pone directamente en contacto con aquella dimensión de lo real que escapa a la razón y la ciencia. Este es el terreno de la espiritualidad; y a la capacidad para adentrarse en él se le está empezando a llamar “inteligencia espiritual”.
Cuando esta dimensión se olvida, se produce una amputación grave del ser humano, con consecuencias sumamente empobrecedoras para la vida de las personas, que son condenadas a una sensación de vacío y nihilismo. Es lo que ha ocurrido, en parte, en nuestro ámbito cultural: la ciencia ha propiciado un desarrollo material inimaginable, pero el cientificismo ha empobrecido la experiencia humana hasta límites insostenibles.

Por eso me parece, a la vez, profundamente revelador y esperanzador el hecho de que sea, dentro mismo de la ciencia, donde se haya producido un cuestionamiento radical de los postulados materialistas y de las pretensiones cientificistas.
A pesar de que las implicaciones de sus resultados no se hayan plasmado todavía en el imaginario cultural colectivo, la física cuántica ha revolucionado los presupuestos sobre los que se asentaba la física clásica o newtoniana. En sus escasos cien años de vida, ha supuesto un cambio radical de paradigma, de consecuencias enriquecedoras. Efectivamente, a tenor de sus descubrimientos incontestables, las cosas no son lo que parecen: la mente –y el llamado “sentido común”- nos engañan con mucha facilidad.
Curiosamente, la principal intuición procedente del nuevo paradigma científico no es tecnológica. La física cuántica viene a confirmar algo para lo que no se hallaba explicación racional: la estrecha relación entre nosotros y con todo el cosmos. Experimentos contrastados en el mundo de las partículas elementales han superado las viejas concepciones atomistas, para afirmar que la realidad a la que denominamos universo es un todo integrado, sin fisuras.
Y, curiosamente, esa es la experiencia espiritual genuina. A partir de ahí, parece que la actitud sabia consiste en abrirnos a esa nueva visión que está emergiendo, ya que –como decía Krishnamurti- “de esta crisis solo podremos salir mediante una transformación radical de la mente”.
El denominador común de esta nueva cultura emergente es el holismo: Como ha escrito Ervin Laszlo, “entre nosotros se extiende una nueva epidemia: cada vez son más las personas infectadas por el reconocimiento de su unidad”. Es así: crece por doquier la conciencia de la interrelación de todo, de la no-separación, de la no-dualidad radical. Y esa nueva conciencia, que va conformando una nueva cultura, afecta también a todas las dimensiones de nuestra experiencia: a la economía, a la ecología, a la política, a las relaciones, a la religión…

Por eso, tanto en las discusiones en torno a la ciencia, como las que ocurren en el ámbito de la religión, sería bueno partir del reconocimiento expreso de lo que realmente se halla en juego. De otro modo, parece inevitable que se sucedan los enfrentamientos y controversias estériles en torno a “mapas” y “etiquetas”, que nos lleven a confundir nuestras creencias con la verdad.
Y lo que se halla en juego no es algo baladí. Se trata, nada menos, que de un cambio en el modelo de cognición. Probablemente, el giro más revolucionario de esto que llamamos “postmodernidad”.
Venimos de un modelo mental, dual, egoico o cartesiano. Tal modelo, basado en la dualidad inicial sujeto/objeto, perceptor/percibido, se revela adecuadamente operativo en el mundo de los objetos. Sin embargo, ese es también su límite. Dado que pensar es sinónimo de objetivar, cuando desde ese modelo queremos aproximarnos a realidades que no son “objetos”, el modelo se colapsa y nos engaña. Naturaleza, seres humanos, vida, verdad, realidad, “lo que es”, Dios… Se trata de realidades inobjetivables: cuando las pensamos, las convertimos en objetos, al tiempo que toda la realidad queda separada, fraccionada y, de ese modo, distorsionada.
Basta salir del estrecho cerco del modelo mental para captar su engaño y su trampa. Podemos recurrir a la imagen (metáfora) del océano y las olas. El modelo mental se detendría exclusivamente en la singularidad de cada ola, absolutizando la separación entre ellas y olvidando la naturaleza común de agua, que comparten.
Sin embargo, hay otro modo de ver, desde la no-dualidad. Y ahí las cosas cambian por completo. Esa nueva visión nace de otro modo de conocer, el modelo no-dual, que se basa en la aproximación no-mental a lo real. Se trata de una aproximación respetuosa a “lo que es” en la que, silenciada la mente, acogemos el Misterio que se muestra, nos reconocemos y descansamos en él.
Volviendo a la metáfora antes aludida, desde el modelo no-dual se advierte, antes que nada, el agua que constituye, conforma y se expresa en cada una de las olas. La perspectiva cambia radicalmente.
Sin forzar demasiado la imagen, puede afirmarse también que el referente natural de la religión es la “ola”, mientras que el de la espiritualidad es el “agua”. El paso del modelo mental al no-dual es coherente con aquel que va de la religión a la espiritualidad. ¿Significa esto el final de la religión?

¿Hacia un horizonte postcristiano?

A veces se escucha decir que, cuando pase esta generación, “las iglesias se quedarán vacías”. Con esa frase se estaría expresando el innegable y acelerado declive que está experimentando, en nuestro medio, la religión institucional y, concretamente, el cristianismo.
Sin entrar ahora en las circunstancias históricas que, durante siglos, han podido ir acumulando, en la memoria colectiva, un rechazo visceral hacia la religión, concretamente en nuestro país –por ejemplificarlo en una sola frase: el anticlericalismo encuentra su caldo de cultivo en el clericalismo-, me parece indudable que, debido sencillamente al nivel de conciencia en el que históricamente aparecen, las religiones traen con ellas algunos elementos que, si se toman literalmente, chocan frontalmente con los nuevos paradigmas culturales.
Me refiero, en concreto, a cuatro de sus características más destacadas: el carácter mítico, la visión heterónoma, la insistencia en la creencia (mental) o credo y la idea de un dios separado e intervencionista.
Es fácil apreciar cómo cada uno de esos rasgos característicos de la religión entra en franca contradicción con la nueva sensibilidad que nace con la modernidad y que se acentúa con el paso al nivel transpersonal de conciencia. En esquema, podría representarse de este modo:

Características de la religión mítica
Pensamiento mítico:
Heteronomía
Creencia
Idea de un dios separado e intervencionista

Características de la modernidad 
Racionalidad
Autonomía
Silencio transmental
Unidad (no-dualidad) de todo lo que es

No es extraño que la religión haya entrado en una crisis que alcanza a sus propios cimientos. Por eso, parece inútil, a la par que engañoso, tratar de sortearla, eludiendo la confrontación con la modernidad y con la más reciente perspectiva transpersonal.
A mi modo de ver, esa crisis únicamente podrá resolverse en la medida en que la religión renuncie, consciente y radicalmente, a cualquier absolutización y asuma vivirse al servicio de la espiritualidad, es decir, al servicio del ser humano que anhela vivir en toda su verdad.
Ello le exigirá la humildad de reconocer abiertamente que su credo no puede ser nunca la verdad, sino un “mapa”, entre otros, que apunta hacia el Territorio inefable y la Verdad inaprensible. Así, relativizando las creencias, podrá dedicar sus esfuerzos a una doble práctica: la práctica de la transformación individual –en la línea de trascender la mente y favorecer la desapropiación del ego- y la práctica de la justicia, como expresión de la Unidad que somos. Es decir, podrá pasarse del particularismo religioso a la espiritualidad inclusiva.

¿Significa esto el fin del cristianismo? ¿Será cierto que caminamos hacia una espiritualidad postcristiana? Lo que importa, a mi modo de ver, no son las respuestas, más o menos acertadas, a esas cuestiones, sino las implicaciones que la misma pregunta encierra.
Personalmente, no me parecería extraño que las religiones, tal como hoy las conocemos, llegaran a desaparecer. En cuanto configuraciones históricas, deudoras del momento en el que nacieron, son formas transitorias y perecederas.
Otra cosa es la intuición de la que son portadoras, y en la que los humanos nos “re-conocemos: el mismo Anhelo vital, el núcleo de la genuina espiritualidad.
En concreto, en el caso cristiano, aquella intuición es la que pivota en torno a la figura y el mensaje de Jesús. Y lo que vengo diciendo todavía cobra más relevancia cuando tenemos en cuenta que el Maestro de Nazaret no pertenecía a la clase religiosa ni fundó ninguna religión. El suyo es un mensaje de sabiduría dirigido al corazón humano, que fácilmente resuena en nosotros. Por tanto, ese mensaje puede vivirse en clave religiosa, pero también en otra clave laica o, simplemente, no-religiosa.
Al reconocer la no-identificación de la espiritualidad con la religión, aquella vuelve a recuperar la “amplitud” y la “hondura” que la caracteriza, así como su capacidad de poder ser vivida en cualquier paradigma cultural, porque lleva en sí misma las claves de la imprescindible “traducción” a los nuevos “idiomas” que van apareciendo a lo largo de la historia de la humanidad.
En la “amplitud” que caracteriza a la espiritualidad, se trasciende el estrecho marco de las creencias y de las formas históricas y somos conducidos al territorio sin límites de la Vida, que experimentamos de un modo inmediato y autoevidente y que percibimos compartido por todos. La espiritualidad es amplia e inclusiva: puede ser religiosa, pero puede ser también no-religiosa, laica, agnóstica o atea. Se trata solo de “mapas” diferentes que no impiden el reconocimiento del territorio vital compartido.
Y también, más allá de las formas religiosas, la espiritualidad manifiesta la “hondura” que la define: la misma hondura que nos constituye. De ahí que la espiritualidad no viene a ofrecer nada “añadido”, sino sencillamente a desvelar la profundidad de lo que somos. Todo lo demás –credos, no-credos, ritos, normas…- son solo parte de aquellos “mapas”, que dejan de absolutizarse, porque el interés está puesto en el territorio cuya voz nos reclama. Un territorio que ya no situamos en un “Paraíso lejano”, ni tampoco en un “Dios separado”, sino que constituye el Fondo de todo lo real, en la no-dualidad que todo lo abraza y que en todo se manifiesta.
Pero, para sortear las trampas reductoras de las que venimos –tanto religiosas como científicas-, necesitamos impulsar el cuidado de la inteligencia espiritual.

Una cuestión decisiva: el cuidado de la inteligencia espiritual

Frente a un concepto reduccionista, que limitaba la inteligencia a la capacidad de resolver problemas mediante un razonamiento lógico, en los últimos treinta años estamos asistiendo al reconocimiento de las diferentes “líneas” o dimensiones que implica. Entre ellas, H. Gardner, el primero en hablar de las “inteligencias múltiples”, señala las siguientes: lingüística, musical, lógico-matemática, corporal o kinestésica, espacial o visual, intrapersonal, interpersonal y naturista[6]. Por su parte, K. Wilber se refiere a las distintas “líneas de desarrollo” que puede recorrer la inteligencia: cognitiva, interpersonal, psicosexual, emocional, moral[7]…
En concreto, en los últimos años se está prestando una atención especial al cuidado de la “inteligencia emocional”[8], con todas sus repercusiones, y más recientemente aún, a la “inteligencia espiritual”[9]. Si la primera se refiere a la capacidad de nombrar y gestionar las propias emociones, y de relacionarnos con los otros constructivamente, la segunda puede definirse como la capacidad de trascender el yo, separando la conciencia de los pensamientos.
La inteligencia espiritual dotaría a las personas de las siguientes capacidades:
capacidad de reconocer, nombrar y dar respuesta a las necesidades espirituales;
capacidad de trascender la mente y el yo: somos más que la mente;
capacidad de separar la conciencia de los pensamientos;
capacidad de percibir la dimensión profunda de lo real;
capacidad de percibir y vivir la Unidad (No-dualidad) que somos.

De un modo sencillo, podría decirse que la inteligencia espiritual es la capacidad de leer la realidad desde su dimensión más profunda y vivir en coherencia con ello.
Pero más allá, incluso, de las definiciones que podamos dar, lo que parece innegable es que –como ha escrito Francesc Torralba- el ser humano, independientemente de su credo religioso o adscripción confesional, sea religioso o no, “padece unas necesidades de orden espiritual que no puede satisfacer ni desarrollar si no es cultivando la inteligencia espiritual”[10].
La inteligencia espiritual abre ante nosotros un horizonte ilimitado, que nos permite ubicar todo lo que ocurre en su verdadero contexto. Nos capacita para ver en profundidad, superando la visión estrecha de una mente absolutizada.
Es el cuidado de esta capacidad que llamamos inteligencia espiritual lo que nos va a permitir crecer en conciencia de lo que somos. Sin ella, no lograremos salir de la confusión ni del sufrimiento.
Esto nos hace ver también la importancia de cuidar esta capacidad en el proceso educativo de niños y adolescentes. De otro modo, les estaremos privando de una de las mayores riquezas con las que puede contar el ser humano.
Afortunadamente, cada vez es mayor el interés de padres y educadores por ayudar a los niños y jóvenes a entrar en contacto con esa dimensión. De formas distintas, se está buscando el modo y las “herramientas” para que los más jóvenes puedan experimentar la dimensión profunda de la realidad, empezar a vivirse desde ella y comprobar que es “desde dentro” como se operan los cambios eficaces y donde se encuentra la felicidad.
En cierto sentido, esa demanda podría sintetizarse diciendo que, así como desde hace unos años se ha empezado a tener en cuenta la llamada “inteligencia emocional”, quizás sea hora de abrirnos a la riqueza que aporta la “inteligencia espiritual”.
No hace mucho tiempo, un profesor de primaria me decía: “Cada vez tengo más claro que uno de los mejores servicios que podemos hacerles a los chicos es ayudarles a observar su mente”. Lo que planteaba con esas palabras es claro: hay que trabajar el desarrollo de la mente, pero tienen que descubrir que son más que la mente.
Hablar de “inteligencia espiritual” no significa hablar de religión, sino de “interioridad”, “profundidad”, de “conciencia transpersonal, transmental o transegoica”, de “no-dualidad”. Significa experimentar que somos más que nuestros pensamientos y emociones y que, cuando accedemos a esa dimensión, todo es percibido de un modo radicalmente nuevo.
Cualquiera que entra por ese camino puede comprobar por sí mismo cómo la llamada “inteligencia espiritual” potencia capacidades como la serenidad, la observación desapegada de lo que ocurre, la ecuanimidad, la libertad interior, la compasión…
De hecho, en aquellos centros educativos en los que se ha empezado a trabajar la “educación de la interioridad”, hasta los profesores más escépticos han terminado reconociendo que, tanto la vivencia personal de los muchachos como las relaciones entre ellos, se han enriquecido notablemente. Y que, para sorpresa de muchos, terminan siendo los propios alumnos quienes reclaman la práctica de la meditación, como modo de acallar la mente y aprender a vivir en el presente.
En definitiva, se trata de ayudar a los niños a desarrollar lo que llamamos “atención plena” (mindfulness, en el mundo anglófono), la capacidad de vivir en el “aquí y ahora”. Todo lo demás se irá dando…

Como decía al inicio, el interés de los educadores por esta cuestión es cada vez más claro. Y, paralelamente, son más los colegios que se hallan embarcados en esta tarea, como una inquietud que se contagia. Genéricamente, se suele hablar de “Educación de la interioridad”, debido a que, para muchos de nuestros contemporáneos, la palabra “espiritualidad” viene cargada de connotaciones negativas. Porque se asocia a algo anacrónico, obsoleto, doctrinario, confesional… Sin embargo, al mismo tiempo, se está empezando a revalorizar aquello a lo que la espiritualidad genuina se refiere: la dimensión profunda, sin la que todo lo humano se empobrece, abriéndose camino el vacío existencial. Debido precisamente a esta nueva consciencia que está emergiendo, y superados los arcaicos y reductores prejuicios materialistas de donde veníamos, son cada vez más las personas que están “saliendo del armario espiritual”. Quizás nos estamos haciendo más conscientes de que el olvido de esa dimensión profunda conduce a una “anemia espiritual” insoportable (Mónica Cavallé), cuya consecuencia es la egocentración y el vacío.
Por el contrario, el trabajo con los niños en este campo, puede realizar un gran sueño: que, traspasando el reduccionismo del “mundo chato” (Ken Wilber), que ha caracterizado a gran parte de nuestra cultura –anclada en una visión obsoleta de la realidad, que depende del modelo materialista de la física clásica, hoy ya superado-, seamos capaces de acompañar a los niños en el encuentro con su interioridad. Para que, a la vez que construyen y afirman su identidad psicológica (el “yo”), aprendan que son infinitamente más que él y, gracias a la práctica de la atención, sean capaces de vivir en el presente y de reconocer su Identidad más profunda, aquella identidad “compartida”, en la que experimentamos, simultáneamente, la Plenitud de ser y la Unidad con todos y con todo.
El sueño es que, en el siglo XXI, se reconozca la dimensión espiritual (transpersonal) de la vida humana, con todo lo que ello implica a todos los niveles. Porque negar o no tener en cuenta la dimensión espiritual es reducir al ser humano, olvidando precisamente aquello que lo constituye en su verdad última. El cultivo de la auténtica espiritualidad no es una huida del mundo real; no es tampoco la adhesión a una confesión religiosa, a unas creencias o dogmas. Es la práctica que conduce nada menos que a experimentar y vivir lo que realmente somos. Por eso, solo esta experiencia nos garantiza encontrar “nuestra casa”, hallarnos a nosotros mismos en aquel “lugar”, donde hacemos la experiencia de Unidad con todos y con todo, donde “todo está bien”. Únicamente ahí nos encontramos -más allá de nuestro «pequeño yo»- con nuestro verdadero Ser. Y eso lo cambia todo… ¿Cómo privar a los niños del descubrimiento y vivencia de esta dimensión (interior, profunda, espiritual, transpersonal…) en la que, frente al vacío nihilista, propio del yo, se juega la plenitud de la vida?

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NOTAS

[1] Vuelvo a temas abordados con mayor amplitud en algunos libros que he escrito recientemente: La botella en el océano. De la intolerancia religiosa a la liberación espiritual, Desclée De Brouwer, Bilbao 2009; ¿Qué decimos cuando decimos el Credo? Una lectura no-dual, Desclée De Brouwer, Bilbao 2012; Vida en plenitud. Apuntes para una espiritualidad transreligiosa, PPC, Madrid 2012. Quienes estén interesados en toda esta cuestión pueden acudir a esos libros, así como a otros materiales que podrán encontrar en la web: www.enriquemartinezlozano.com
[2] J. MELLONI, Hacia un tiempo de síntesis, Fragmenta, Barcelona 2011, pp.47-48.
[3] Ibid., p.45. El subrayado final es mío, y quiere acentuar el principio “permanente” de la No-dualidad.
[4] K. WILBER, Espiritualidad integral. El nuevo papel de la religión en el mundo actual, Kairós, Barcelona 2007; ID., La visión integral, Kairós, Barcelona 2008.
[5] Dos lecturas sumamente interesantes en este sentido son M. CORBÍ, Una espiritualidad laica. Sin religiones, sin creencias, sin dioses, Herder, Barcelona 2007; A. COMTE-SPONVILLE, El alma del ateísmo. Introducción a una espiritualidad sin Dios, Paidós, Barcelona 2006.
[6] H. GARDNER, La teoría de las inteligencias múltiples, Fondo de Cultura Económica, México 1987.
[7] K. WILBER, La visión integral, Kairós, Barcelona 2008, pp.29-32.
[8] D. GOLEMAN, Inteligencia emocional, Kairós, Barcelona 1996.
[9] D. ZOHAR – I. MARSHALL, Inteligencia espiritual. La inteligencia que permite ser creativo, tener valores y fe, Plaza&Janés, Barcelona 2001.
[10] F. TORRALBA, Inteligencia espiritual, Plataforma, Barcelona 2010, p.17.

«Te llevo en mis entrañas dibujada» (PRÓLOGO)

PRÓLOGO al libro de Emma MARTÍNEZ OCAÑA, Te llevo en mis entrañas dibujada, Narcea, Madrid 2012.

Cuerpo, psicología, espiritualidad, unificación, mujer, Jesús de Nazaret, plenitud… Tales me parecen ser las palabras-clave sobre las que pivota todo el trabajo de Emma Martínez Ocaña, en sus cursos, talleres y escritos. Y son también los ejes del presente libro, que tengo el gusto de prologar.

Que la primera de todas esas palabras sea “cuerpo”, no es algo  casual ni insignificante, sino todo lo contrario. Se trata de nuestra primera realidad “palpable”, la “puerta de entrada” al resto de la realidad: de ahí que el contacto consciente con él nos traiga a lo concreto y evite cualquier riesgo de espiritualismos desencarnados.
Pero no solo eso: al sentir el propio cuerpo, de una manera inmediata y no “pensada”, lo experimentamos como un “pasadizo” admirable que nos trae, simultáneamente, al presente y a la dimensión de profundidad de lo Real.
Y, como bien sabe y explica Emma, no se trata de una “nueva teoría”, sino de algo que toda persona puede experimentar por sí misma. Este mismo libro es una ayuda para comprobarlo.
Al sentir nuestro cuerpo, somos conducidos al presente, el único lugar de la vida. Y el lugar también en el que todo está unificado, integrado. El presente es abrazo integrador.
El cuerpo, a la vez que nos trae al presente, nos conduce a la profundidad. Al sentirlo, tenemos acceso a las “entrañas” –nuestro “centro vital” o hara-, donde palpamos la Vida que late, las presencias que nos habitan y el Misterio que, trascendiéndonos, nos constituye.
Es ahí, en esa presencia consciente al centro de nuestro propio cuerpo, donde experimentamos lo que bellamente expresaran el filósofo Gabriel Marcel y el teólogo Hans Urs von Balthasar: “El hombre es un ser con un misterio en su corazón que es mayor que él mismo”.

Emma nos ayuda a ver que el cuerpo es nuestro mejor aliado para experimentar y vivir la unificación o integración personal. Una unificación que únicamente puede darse en el presente –la huida del presente nos fractura- y en lo profundo –la superficialidad nos reduce y empobrece-.
Por medio del cuerpo –aliado dócil, sabio y fiable, que no sabe mentir-, accedemos a nuestro psiquismo y a nuestra dimensión espiritual. De este modo, y gracias a él, lo psicológico y lo espiritual se encuentran. Y es ese encuentro el que hace posible una vida en plenitud.

Por todo ello, me parece profundamente acertada la invitación de Emma a acoger nuestras propias entrañas, “símbolo de lo más profundo de la vida humana”, como medio para descubrir la Entraña misma de la realidad.
La Entraña de lo real es el objeto de nuestro Anhelo, porque constituye la verdad última de quienes somos. Se trata, por tanto, de plantear, desde otra perspectiva, la pregunta esencial: ¿quién soy?, ¿quiénes somos?
“Te llevo en mis entrañas dibujada”, reza el título del libro, una expresión que Emma, si bien modificándola, toma prestada de san Juan de la Cruz. No podía haber elegido otro más adecuado, para nombrar lo que nos quiere transmitir. En él, se aúnan dos intuiciones básicas: el lugar del cuerpo, y en concreto de las entrañas, como camino de unificación y la vivencia de la no-dualidad.
No-dualidad habla de Abrazo unificador, en el que todo se halla interrelacionado. No hay nada separado de nada. La separación es solo aparente, una ficción de nuestra mente que no puede pensar si no es separando. Todo es, por usar la misma imagen, expresión de la Entraña de lo que es.
Es sabido que los místicos y místicas han captado desde siempre la no-separación con el Misterio originante. El propio san Juan de la Cruz, en el comentario a ese verso del poema del Cántico Espiritual, escribe:
“De tal manera se dibuja la figura del Amado y tan conjunta y vivamente se retrata en él, cuando hay unión de amor, que es verdad decir que el Amado vive en el amante, y el amante en el Amado; y tal manera de semejanza hace el amor en la transformación de los amados, que se puede decir que cada uno es el otro y que entrambos son uno… Transformados en Dios, vivirán vida de Dios y no vida suya”[1].
Notará el lector cómo Emma juega con la expresión sanjuanista, de un modo metafórico –no puede hacerse de otra manera-, haciendo cambiar el sujeto de la misma. Así, tan cierta es la frase si la dice Dios a la persona: “Te llevo en Mis Entrañas dibujada”, como si es la persona la que se dirige al Dios Madre/Padre, del que está naciendo en permanencia: “Te llevo en mis entrañas Dibujada”.
Sabemos que el término “Dios” (que, etimológicamente, parece proceder del sánscrito dev: luz o luminosidad) es el que ha utilizado la religión para nombrar al inefable Misterio de Lo que es, a –si se me permite usar un nombre que aparece en este libro- la Entraña última de lo Real, o –como diría Javier Melloni- a “la Mismidad de todo lo que es”.
Más allá de los nombres, todos ellos limitados e inadecuados, lo cierto es que estamos dibujados en las Entrañas del Misterio que, al mismo tiempo, está dibujado en las nuestras.
Ante la Belleza de la No-dualidad, solo cabe el Silencio, el Asombro y la Admiración agradecida. Somos sin separación, distancia ni costura con el Misterio de todo lo que es.

Tiene razón Emma cuando escribe que la no-dualidad no es accesible a la mente, cuya naturaleza es inevitablemente dual. Por eso, en la primera parte de su libro, ofrece unos Senderos para caminar, eminentemente prácticos: son los caminos que van del yo superficial al Yo-Ser (profundo y místico), desde la mente distraída hacia la consciencia y la lucidez, y del ruido que nos envuelve al silencio que unifica.
Se trata, en realidad, de tres caminos convergentes, que se recorren simultáneamente. El yo no es otra cosa que la mente; al reducirnos a ella, perdemos el contacto con el Ser Uno y entramos en la ignorancia y en el ruido ensordecedor del ego, con los gritos de sus deseos y sus miedos.
Para avanzar hacia la Sabiduría, la unificación y la liberación del sufrimiento, necesitamos acallar la mente, desidentificarnos del yo superficial y acceder al Silencio elocuente y a su mensaje no-dual. “¿Cómo esperas acercarte a la verdad mediante las palabras…? –decía hace casi doce siglos el maestro Chan Huang-Po-. A la verdad solo puedes acercarte a través de la Puerta del Silencio que se encuentra Más Allá de toda actividad”. No hay duda: solo si acallamos la mente, podremos ver con claridad.
Eso es meditar, un “camino para despertar a nuestro verdadero ser”, como dice Emma. Gracias a su práctica, venimos a descubrir que el yo (como la mente) es solo un “objeto” dentro de nuestra verdadera identidad; y que es, a la vez, integrado y trascendido. De ese modo, el trabajo psicoespiritual se revela como el adecuado, al favorecer la unificación psicológica sin olvidar en ningún momento que quienes somos trasciende infinitamente al yo que tenemos y que, con frecuencia, creemos ser.

La verdad de cualquier camino espiritual se verifica en la vida. Básicamente, en dos aspectos: hace crecer en unificación y en bondad. Una vez más, todo resulta convergente y hasta elegante. Todo queda armonizado en la medida en que entramos en contacto y vivimos conectados con la verdad de lo que es.
En los dos capítulos siguientes del libro, Emma nombra esos dos frutos como “fecundidad” y “compasión”.
En la medida en que crecemos en unificación psicológica y accedemos a nuestra verdadera identidad, somos fecundos, es decir, somos capaces de darnos a luz a nosotros mismos en quienes realmente somos –van cayendo la imagen y las exigencias del ego- y de ayudar a otros también en el “nacimiento” a su verdadera identidad, no-separada de la nuestra.
Y somos también compasivos, con una compasión que nace, no solo de experimentar nuestra propia vulnerabilidad, sino sobre todo de la comprensión de que nadie ni nada me es ajeno, dado que he visto que la nuestra es, en último término, una Identidad compartida.
Esto es lo que vio Jesús de Nazaret, el hombre de “entrañas compasivas”, como subraya Emma, y lo que le llevó a decir con naturalidad: “Lo que hicisteis con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis” (Mateo 25,40).

Quiero agradecer a Emma el regalo de este libro y animar a lectores y lectoras a que se dejen introducir en la sabiduría de su propio cuerpo, hasta el lugar de las “entrañas”, donde todo se unifica y se trasciende, donde, en un mismo y único movimiento, el Misterio se hace presente, y se desvela, finalmente, nuestra radiante identidad.
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NOTAS
[1] SAN JUAN DE LA CRUZ, Cántico espiritual 12,7.8, en Obras Completas (edición preparada por E. PACHO), Monte Carmelo, Burgos 72000, pp.764-765.